Por Alberto Hutschenreuter*

En las relaciones entre Estados, la experiencia siempre será la que nos proporcionará lecciones útiles frente a situaciones de crisis de escala. Es prácticamente lo único con lo que se cuenta, pues resulta incongruente y hasta peligroso relativizar el realismo para adoptar enfoques muy conjeturales o desconocidos. Por ello, el siempre vigente Nicolás Maquiavelo afirmaba (o más apropiadamente advertía) que es “más conveniente buscar la verdadera realidad de las cosas que la simple imaginación de las mismas”, como asimismo no referirse a “principados que están regidos por una razón superior a la que la mente humana no alcanza”.

En las relaciones internacionales existen casos en que se ha omitido la experiencia, por ejemplo, cuando se creó la Sociedad de las Naciones, después de la Primera Guerra Mundial, se consideró entonces que el mecanismo de seguridad colectiva era la clave para impedir que los países volvieran a caer en la confrontación armada. Pero ello requería algo que la experiencia histórica no respaldaba: que todos los actores tuvieran los mismos intereses e idénticas percepciones de seguridad. En principio, como bien sostiene la historiadora Margaret MacMillan, hubo una cooperación internacional prometedora, pero más tarde, cuando comenzaron a cruzarse intereses y Alemania, antes que llegara Hitler al poder, trabajó diplomáticamente para que no hubiera ninguna afirmación de las fronteras del este de Europa, la cooperación se debilitó, fue siendo reemplazada por la política de apaciguamiento y el mundo marchó hacia una disrupción sin precedentes.

Hoy, en el incierto mundo del siglo XXI, se han derrumbado los enfoques esperanzadores sobre el rumbo de las relaciones internacionales, la pandemia redujo aún más los espacios de cooperación entre los Estados, aumentó la desconfianza, el nacionalismo y se van desvaneciendo aquellos tenues enfoques tendientes a considerar las diagonales entre los Estados, es decir, los necesarios equilibrios, aun en contextos de fuerte rivalidad.

Precisamente, desde esa perspectiva, los escenarios que se elaboran de aquí al 2030 o al 2040 prácticamente ofrecen muy pocas posibilidades de consensos: a lo más, una mantención sin mejora en las relaciones entre China y Estados Unidos, centros entre los que podría darse una nueva bipolaridad con esferas de influencia tal vez más flexibles. Pero sería una bipolaridad mayor y menos estática que la conocida en el siglo XX, pues China impulsaría instituciones y bienes públicos como no pudo hacerlo la Unión Soviética, es decir, creando “fuentes blandas” de poder desde el lugar de un país que ha construido poder agregado, esto es, no en todos, pero sí en varios de los segmentos de poder internacional. En ese mundo binario, los países ubicados en cualquier geografía se sumarían a uno u otro bloque.

Pero también se consideran escenarios “menos estables”, en los que la competencia y la rivalidad, los inmutables en las relaciones entre Estados, terminan arrastrando a estos actores a la confrontación. Aquí aparecen varios teatros, pero los expertos consideran que la gran región del Índico-Pacífico podría encerrar claves en relación con una disrupción incontrolable.

Sin duda, se trata de una placa geopolítica en la que interactúan actores pivotes y actores geoestratégicos, es decir, importantes algunos por la ubicación, pero también otros que proyectan poder a escala regional, continental y global.

Pero hay otra placa en la que la situación se ha deteriorado sensiblemente, y en la que también se consideran querellas en aumento: la placa geopolítica de Europa del este.

En esta región las partes en liza son varias, si bien se pueden reducir a dos: Occidente-Rusia. Lo inquietante de esta nueva rivalidad (no “nueva Guerra Fría”) es que ha tomado un carácter cada vez más irreductible, pues dada la situación en que se encuentra la rivalidad es muy difícil considerar estrategias de salidas por parte de los involucrados. Quedan algunas frágiles líneas para sentarse a dialogar, pero se trata de líneas que rápidamente se van difuminando.

La llegada de un gobierno demócrata dificulta más la situación, porque Biden implica que hoy en Estados Unidos existe un “frente interno unido” ante Rusia: antes, durante la presidencia de Trump, en el ejecutivo existían enfoques relativos con alcanzar alguna distensión con Rusia, pues si se presionaba demasiado a este país ello no solo fortalecería el factor nacionalista, antioccidental, conservador e incluso revisionista en Rusia, sino que el país-continente podría moverse cada vez más hacia el Asia, e incluso cultivar una mayor cooperación o concordia estratégica con actores de la misma OTAN descontentos con Occidente, por caso, Turquía.

Con el actual gobierno estadounidense se retoma la estrategia iniciada con Clinton: ampliar la OTAN indefinidamente. Se trata de una estrategia que no deja opciones a Rusia, país para el que las repúblicas de Bielorrusia, Ucrania y Georgia son parte de sus intereses vitales, es decir, intereses por los que, si fuera necesario, Rusia iría a la guerra para preservarlos; como haría Estados Unidos, China, India, Turquía, etc., es decir, los poderes grandes y medianos preeminentes en relación con las zonas adyacentes a sus fronteras. Ninguno de estos centros de poder piensa y actúa en términos de “pluralismo geopolítico”, una categoría declamada por ellos a sus rivales, pero inexistente en la historia de las relaciones entre Estados.

Pero en Rusia el sentido territorial, la inseguridad que implica limitar con tantos actores y el peso del pasado, la “desmarcan” geopolíticamente de los demás. Esta sensibilidad la conocían muy bien el experto estadounidense George Kennan, un diplomático realista cuyos enormes conocimientos de Rusia lo llevaron, aparte de formar el primer grupo de sovietólogos, a plantear, tras la Segunda Guerra Mundial, y cuando Estados Unidos disfrutaba de una supremacía militar incontestable, que a la nueva superpotencia no había que invadirla sino contenerla. Desde todas las zonas próximas a su frontera se debía ejercer una estrategia vigilante de cerco.

Kennan, que murió en 2005 a los 101 años, no solamente nunca se alejó de su concepción original, sino que desaconsejó acercarse con la OTAN a las “zonas geopolíticas rojas” de Rusia.

Pero Estados Unidos hace tiempo optó por ignorar a este gran experto, como así a otros connacionales de igual talla estratégica. Y también lo hizo en relación con uno de los grandes del pensamiento militar, Karl von Clausewitz, un prusiano que, entre otras asertivas consideraciones, advertía no rebasar los términos de la victoria más allá de lo conveniente, pues hacerlo no solo podía llegar a poner en aprietos dicha victoria, sino crear una nueva gran inestabilidad internacional.

Lo que Clausewitz quería decir es que la estrategia es vital, pero finalmente la que debe finalmente predominar es la política. Estados Unidos no siempre ha invertido los términos: por ejemplo, en la guerra del golfo de 1991 el propósito fue expulsar a Irak de Kuwait, no ir más allá. Si entonces hubiera predominado la estrategia, Estados Unidos no habría detenido sus ejércitos hasta la ocupación de Bagdad (una década después se impondría la lógica militar, empujando a Irak a una condición de fisión e inestabilidad que terminó siendo “funcional” para poderes regionales enemigos de Estados Unidos).

Desoyendo estas máximas estratégicas, Estados Unidos parece dispuesto a lograr una “victoria II” frente a Rusia: si hace 30 años venció en la Guerra Fría a la URSS, hoy lo quiere hacer con la Rusia bajo mando de Putin.

Ello implica ir más allá de la contención, con el propósito de afectar el “centro de gravedad” de Rusia, esto es, sus intereses vitales y activos territoriales basados en la profundidad; sin duda, una estrategia que recomendaría el suizo Antoine-Henri Jomini, otro gran pensador militar del siglo XIX, frente a un poder con el que se está en guerra.

Occidente y Rusia no se encuentran en estado de guerra. Hay un peligroso estado de discordia entre ellos, pero aún hay puentes entre ambos y perdura la “cultura estratégica” de tiempos de bipolarismo. Pero si Occidente insiste en continuar ignorando las lecciones de la historia, la “paz caliente” que existe hoy rápidamente podría dar lugar a la primera gran disrupción interestatal del siglo XXI.

*Alberto Hutschenreuter es Doctor en Relaciones Internacionales. Profesor en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Su último libro se titula Ni guerra ni paz, una ambigüedad inquietante, Editorial Almaluz, Buenos Aires, 2021.

Fuente: Nomos.com.ar