Por Carlos Duclos

Decir que el debate entre Macri y Scioli  fue de una “una pobreza franciscana”,  sería injusto para con esos religiosos que han hecho de la pobreza una virtud, un modo de vida basado en valores espirituales  entre los que resaltan la solidaridad, el trabajo y el amor. Mejor sería decir, respecto del acto televisivo que protagonizaron los candidatos presidenciales, que fue una confrontación ausente de ideas que le vino de perillas a algunos canales de televisión que vieron elevado su rating a niveles insospechados por ellos.

El mal llamado debate (pues en realidad fue una mera confrontación para que los candidatos mejoraran sus  posiciones de cara al balotaje del próximo domingo)  mostró una sola cosa: que el cuerpo político argentino padece desde hace un tiempo, de una enfermedad peligrosa y pocas veces advertida: la ausencia de estadistas.

El estadista es algo mucho más que un dirigente político, es algo más que un gobernante. El estadista, podría decirse, es un sublime jugador de ajedrez en el tablero del destino de una sociedad, que mira el hoy, advierte el mañana y pergeña jugadas maravillosas con miras a que el futuro no le cante un jaque a la sociedad a la que le ha tocado dirigir.

Estadistas, en este país, y más allá de las diferencias que política e ideológicamente se puedan tener (y como se expresó en la crónica de este diario referida al debate), fueron hombres de la talla de Perón, Balbín, Illia, Frondizi, De la Torre, Palacios, Alfonsín,  Bittel, entre otros. Hombres que en sus puestos de líderes y en los lugares en los que les tocó en suerte actuar,   entendieron qué es lo necesario para la Patria y sus hijos e hicieron en consecuencia.

Un estadista es aquel capaz de decir algo como aquello que manifestó Bittel cuando siendo gobernador del Chaco  fue a inaugurar un pabellón  para tuberculosos en el Hospital Perrando de Resistencia.  Así  recuerda aquel suceso en un escrito la obstetra rosarina Edith Michelotti: “Tengo la tristeza y el desagrado de venir a inaugurar esta sala para personas enfermas de tuberculosis. Todos sabemos que la tuberculosis es una enfermedad social, originada en la falta de trabajo, vivienda digna y educación apropiada” y añadió, tras resaltar que en algo los gobernantes deberían estar fallando para estar inaugurando pabellones como ese: “el éxito de un gobierno no consiste en tener que inaugurar salas como ésta, sino en tener que cerrarlas por haber vencido una enfermedad social evitable y previsible”. Esto es ser un estadista.

Sin embargo, vivimos en tiempos en donde la caridad estatal se ha hecho cultura, los parches para sobrevivir indignamente una forma de vida institucionalizada para la eternidad  y en donde los candidatos, de signos políticos ubicados en las antípodas, coinciden en algo, como bien lo dijo el candidato de Cambiemos en la confrontación anoche: “los planes los voy a mantener”.

Es decir, y volviendo a lo de Bittel para usarlo como metáfora u alegoría, aquí no se quiere terminar con la tuberculosis, se piensa no más que en crear salitas para atender a los enfermos. Esto es  lo que significa la ausencia de estadistas. Un estadista, en el debate de ayer, se hubiera despojado de su orgullo y pensando en la Patria y en la necesidad de unidad, le hubiera dicho al otro: «si soy presidente le invitaré a que juntos construyamos políticas y acciones en favor del ser humano». Eso no existió.

El mal llamado debate de anoche no fue una confrontación profunda de ideas, planes y cómo se van a realizar las cosas, sino una grotesca disputa estudiada para lograr quedar mejor parado ante la ciudadanía. En opinión de quien esto escribe, ni siquiera eso lograron.  Sólo quedó en evidencia, para algunos, que hay una clara ausencia de una raza política llamada “estadistas”.