MIéRCOLES, 27 DE NOV

¿Hacia una nueva guerra mundial?

En el mundo del consenso organizado, en el que la tiranía de la publicidad -como nos recuerda Ser y Tiempo (§ 27)- lo oculta todo, distorsionándolo para presentarlo como conocido y accesible a todos, charlamos de todo sin entender nada, es decir, permaneciendo siempre en la superficie distorsionada de la sociedad planetaria del espectáculo.

Por Diego Fusaro

La curiosidad, el rumor y el equívoco no han dejado de constituir los elementos fundamentales de la heideggeriana «existencia inauténtica» (uneigentliche Existenz) del mundo alienado promovido por las engañosas performances de la industria cultural. La curiosidad de la opinión pública, es decir, la «incapacidad de detenerse en lo que se presenta», se alimenta del continuo desvío de la atención hacia nuevos objetos colocados ad hoc en primer plano mediante una manipulación organizada, con el fin de domesticar las mentes y moldearlas de acuerdo con el orden ideológico.

En este sentido, siguen siendo ejemplos emblemáticos los de las inexistentes «armas de destrucción masiva» y las igualmente inexistentes «armas químicas», estratagemas ideológicas con las que se indujo a la opinión pública, en el primer caso, a aceptar pasivamente la agresión al Irak de Sadam en 2003 y, en el segundo, a prepararse para la invasión de la Siria de Assad en 2013. En cuanto quedó claro que se trataba de meras entia imaginationis, la curiosidad de las masas se redirigió hacia otra parte.

Se comprende entonces en qué sentido, como sugiere Heidegger, la curiosidad va siempre acompañada de distracción. El curioso «está en todas partes y en ninguna», manipulado por los mecanismos anónimos e impersonales de «lo que se dice» del circo mediático, de modo que su atención fluctúa permanentemente entre cuestiones irrelevantes presentadas como decisivas, sin poder detenerse nunca en la contradicción sistémica que se oculta constantemente. La curiosidad, además, es un aliado estratégico de la cháchara, es decir, de la «posibilidad de entenderlo todo sin ninguna apropiación previa de lo que se quiere entender».

El cotilleo corresponde, en efecto, al recurso aparentemente anónimo (en realidad ideológicamente connotado) de «lo que se dice», mediante el cual el lenguaje, más que revelar el ser, lo oculta y lo vuelve indescifrable en el mismo acto por el que lo hace aparecer fácilmente accesible y al alcance de todos.

En el mundo del consenso organizado, en el que la tiranía de la publicidad -como nos recuerda Ser y Tiempo (§ 27)- lo oculta todo, distorsionándolo para presentarlo como conocido y accesible a todos, charlamos de todo sin entender nada, es decir, permaneciendo siempre en la superficie distorsionada de la sociedad planetaria del espectáculo. Por último, el equívoco coincide con el ámbito en el que proliferan el cotilleo y la curiosidad, generando constantemente una red de malentendidos que invisibilizan las contradicciones reales, desviando la mirada de la opinión pública hacia las que ya no existen o nunca han existido.

En virtud del malentendido, nunca queda del todo claro qué es realmente el Man sagt, «lo que se dice» de la manipulación organizada y la violencia institucionalizada. La realidad mediática, artísticamente producida por el sistema omni-invasivo de producción de consenso, se impone como la única posible. En esta labor de conformación del imaginario, como sabía Heidegger, siguen desempeñando un papel esencial los numerosos «ismos» que pueblan el «mercado de la opinión pública» y que, gestionados por el sistema mediático, generan esa tecnificación de la reflexión cuyo objetivo es la aniquilación del pensamiento libre, de modo que las ideas sigan puntualmente los circuitos de lo «dicho» controlado y el automatismo de los lugares comunes.

En este panorama de falsedad organizada, que produce esa «situación de gran hipocresía social totalitaria» denunciada por Gramsci (Cuadernos de la cárcel, I, § 158), el apoyo debe ser incondicional a los Estados que resisten a la monarquía universal y que son regularmente objeto de agresiones imperialistas (o alternativamente, de embargos), siempre legitimadas a través de la demonización generalizada preventiva llevada a cabo por la propaganda oficial del circo mediático. Si la monarquía universal que domina el globo comete agresiones y, además, pretende la conquista del mundo entero, lo hace siempre en nombre de la Democracia y de los Derechos Humanos, y también porque desea dotar al planeta de la Libertad de la que aún carece en gran medida.

La monarquía universal tiene una misión especial, según el citado semantema (por supuesto, es pleonástico recordar que tal «misión» no le ha sido encomendada por nadie).

No debemos, pues, hacer concesiones de ningún tipo a «lo dicho» políticamente correcto, un ámbito de inautenticidad en el que estamos suspendidos. En palabras de Heidegger, «lo esencial sigue siendo continuar, como aquí, por el mismo camino, sin preocuparse por la opinión pública, sea cual sea, que nos rodea».

Incluso si los Estados-nación que resisten a los nuevos imperialismos y a la dinámica de imposición de la forma mercancía como único horizonte están lejos de estar exentos de contradicciones a menudo fatales (de Irán a Venezuela, de Cuba a Siria), desempeñan un papel revolucionario en el marco geopolítico, pero también en el plano simbólico: en el plano geopolítico, porque resisten heroicamente a la monarquía universal -la Universalmonarchie estigmatizada por Kant- y a su dinámica de sometimiento de toda fuerza que no se someta a su dominio, inmediatamente demonizada como Estado canalla, (el Ministerio de la Verdad detenta también el monopolio de las definiciones); en el plano simbólico, porque permiten incluso a quienes, como nosotros, están completamente sometidos a la dominación de la monarquía universal y completamente infectados por las patologías de la forma mercancía, mantener viva la posibilidad de pensar en ser de otra manera, comprendiendo la importancia del poder estatal para la re-dialéctica de lo especulativo.

Los Estados Nación resistentes nos enseñan no sólo que la resistencia es posible, sino también que en los tiempos de la Cuarta Guerra Mundial y del fanatismo de la economía del capitalismus sive natura, el Estado Nación es la fuerza a partir de la cual es necesario encender la mecha para reabrir el conflicto contra el Capital. Es por tanto plausible sostener respecto a los Estados resistentes lo que Fenoglio afirmaba respecto a los partisanos: «lo importante es que siempre quede uno». Es un argumento que, por sí solo, debería bastar para constituir una nueva «Guía para perplejos» del tiempo globalizado.

Los Estados-nación que se resisten a la civilización del dólar y los fantasmagóricos custodios del Derecho y la Democracia se revelan como el equivalente funcional de las performances creadoras de sentido del difunto comunismo. Del mismo modo que la presencia ambigua y contradictoria de este último en el transcurso de la Guerra Fría, hoy la presencia misma de los llamados «Estados canallas» (versión global de las brutales proscripciones de Sulla llevadas a cabo por el imperialismo humanitario), cuyos límites a menudo muy profundos no deben ciertamente subestimarse, sigue señalando el carácter no único y no dirigido del Nomos de la economía; y, por esta misma razón, permite pensar en una alteridad -ya sea con respecto al Capital, ya sea con respecto a los propios «Estados canallas»- en cuyo nombre orientar la acción y la programación de futuros alternativos.

Desde una consideración no superficial del diagrama de las relaciones de poder globales, la función principal de los Estados-nación resistentes consiste en mantener viva la pensabilidad del conflicto y de la acción anticapitalista, rechazando la homologación occidentalista y manteniendo aún abierta la puerta a un futuro alternativo, mediado por la repolitización de la economía, por el reencantamiento del mundo y por la reapertura del horizonte del futuro.

Para evitar interpretaciones erróneas, repetimos que los llamados «Estados canallas» presentan casi invariablemente una estructura interna llena de contradicciones y digna de ser combatida (en cualquier caso siempre desde dentro, sin recurrir a bombardeos éticos exteriores). Pero su mera existencia nos recuerda la posibilidad y el sentido de la resistencia, y nos permite esperar una reorganización de las energías de oposición y de los sueños políticos. Tal reorganización es esencial para que la humanidad y el planeta no entren en la «gran noche que no tiene mañana».

La Rusia de Putin -a pesar de todas sus contradicciones-, pero también la propia China, que incluso en el plano de la política interior hace coexistir las peores caras del capitalismo y del comunismo, desempeñan, como potencias geopolíticas, un papel de primera importancia en la escena internacional.

Este es el explosivo panorama de nuestra actualidad y de la crisis que la atraviesa febrilmente en todos sus aspectos. Una crisis provocada, entre otras cosas, por la implosión del bipolarismo ruso-estadounidense y la emergencia de un nuevo monopolarismo de base imperial, al que apenas comienza a contraponerse un multipolarismo in fieri cuyos resultados son aún difíciles de predecir.

El vergonzoso colapso de la Unión Soviética fue, como hemos dicho en otras ocasiones, la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX, ya que entregó el monopolio al imperio mesiánico norteamericano, exportador planetario de capitalismo absoluto, del que los europeos también empezamos a sufrir los efectos con la creación de la junta económica militar de la Unión Europea, fase suprema del neoliberalismo.

Desgraciadamente, Putin no es Lenin; sin embargo, tiene autonomía estratégica y armas de disuasión masiva. Por lo tanto, Rusia tiene hoy el deber de apoyar en la medida de lo posible a los Estados-nación resistentes al imperio estadounidense, posicionándose como un Estado resistente. Con el poder ruso, sería como si al retrato estilizado del presidente estadounidense Obama, acompañado del eslogan «Yes, we can», se opusiera una imagen análoga de Putin, asociada a su vez a la frase «No, you can’t». Por esta razón, se necesita una Rusia geopolítica y militarmente sólida e independiente, que sea capaz de detener -en el momento de la muerte del histórico comunismo novecentista- el delirio de la extensión ilimitada del fanatismo de la economía bajo la dirección estadounidense.

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