Por Andrea Zhok para Geopolitika

 

Si las escenas que siguen llegando de Francia vinieran de cualquier país “menor”, de alianzas débiles, se tomarían como el preludio de una guerra civil, de un derrocamiento del régimen.

El número de alborotadores en todo el país es tal que la policía no puede controlar nada. En algunas zonas (Angers) se han visto enfrentamientos entre ciudadanos “del orden” y ciudadanos “amotinados”. El “monopolio de la violencia” que define al Estado parece disolverse.

Por supuesto, esto no es ni puede ser una Revolución, porque una revolución requiere una directriz, exigencias políticas, reivindicaciones, algún modelo positivo que imponer. Pero aquí no hay nada de eso, nada que pueda convertir esta fiebre social en una visión de una sociedad mejor.

Por otro lado, ésta es exactamente la razón por la que este tipo de revueltas tienen éxito: porque desafían seriamente a la autoridad establecida.

Porque si fuera una protesta organizada, politizada, dirigida a la persuasión y a la propuesta, con una agenda definida, hace tiempo que habría sido puesta bajo control, vigilada por el aparato de seguridad, saboteada por los medios de comunicación, infiltrada arteramente, para impedir la aparición de cualquier alternativa real. Esto se debe a que las democracias liberales -al igual que las autocracias- trabajan constantemente para preservar el poder de los que ya lo tienen.

Alguna vez circuló la idea -muy acertada en principio- de que la democracia, al garantizar una representación real a las demandas desde abajo, podría desactivar las protestas violentas y permitir una mejora armoniosa de todo el cuerpo social. Pero las democracias liberales llevan mucho tiempo expresando su tendencia descarnadamente plutocrática, convirtiéndose en fortalezas para proteger al capital y a los iniciados en la ZTL.

Por lo tanto, en ausencia de representación, y en presencia de los mecanismos habituales de exclusión, explotación y fragmentación de las sociedades capitalistas, el único camino que queda abierto es el de la destrucción, el saqueo y la violencia catártica.

Las sociedades liberal-democráticas han intentado a menudo canalizar esta dinámica en recintos controlados, como los estadios y las reyertas dominicales entre ultras. Pero más allá de cierto límite, la frustración y la cólera ya no pueden cercarse y explotan.

Tras haber conseguido apartar toda auténtica política democrática, haber embotado los mecanismos de participación, haber bloqueado con perros guardianes de los medios de comunicación todas las vías de acceso al poder, las élites se han garantizado la incontestabilidad legal de su dominio.

Pero esto sólo deja espacio para el expolio ilegal, la devastación incontrolada, sin ningún propósito definido excepto hacer saber que “nosotros también existimos”.

Esto no será una revolución, ni quienes la animen serán héroes de la revolución. Esto se debe a que las revoluciones y los héroes aún deben tener condiciones sociales para madurar, condiciones que las sociedades democráticas liberales han demolido, creando un trasfondo social desintegrado, individualista, neurótico y lisiado en la capacidad de razonar.

Querían conseguir bestias de carga, consiguieron -y conseguirán cada vez más- bestias de presa.