2 de mayo de 1982. 16.40 horas. Dos hombres quedan en el crucero que se hunde irremediablemente. Se trata del capitán Héctor Bonzo y del suboficial Ramón Barrionuevo: dos hombres en la proa del barco que se hunde. Se toman de la baranda, sacudidos por un mar embravecido. Son los últimos que quedan en el crucero General Belgrano, herido de muerte.

Hace 35 años, dos torpedos del submarino inglés HMS Conqueror decretaron el hundimiento del gigante blanco y se llevaron 323 vidas.

La heroica historia de los dos últimos tripulantes que abandonaron el barco, minutos antes de que se hunda para siempre en un mar furioso.

¿Dejo o no dejo el buque?, duda el capitán Héctor Bonzo.

Una voz lo sorprende a sus espaldas, creía que estaba solo en la nave. No alcanza a reconocer a esa figura fantasmagórica en medio de la bruma. El hombre le grita:

¡Si no salta, yo tampoco salto! ¡Me quedo con usted, capitán!

Son las 16.35 del 2 de mayo de 1982. Treinta y cuatro minutos antes, desde las profundidades del mar austral, el operador del submarino británico HMS Conqueror había lanzado la pregunta que sellaría el destino del Crucero General Belgrano.

¿Debemos hundirlo?

La respuesta recorre en segundos los 12.489 kilómetros que separan el Reino Unido de las Islas Malvinas. El capitán Richard Hask, de la Task Force, es quien transmite la orden implacable de Margaret Thatcher, la primer ministro británica.

Disparen a hundir.

A las 16.01 el primer torpedo MK8 atraviesa la proa del barco, que navega a 30 millas de la zona de exclusión. Perfora las cuatro cubiertas en forma vertical. El agua penetra todos los compartimentos. Solo segundos después, el segundo torpedo se incrusta en la popa.

El crucero se inclina a babor, el fuego surge de sus entrañas. Hay gritos. Y después un silencio abrumador que lastima. Desde el puente, y con un megáfono, el capitán Bonzo -23 minutos después del primer impacto- da la orden: «¡Abandonen el barco!«. Setecientos setenta hombres alcanzan las balsas. Trescientos veintitrés encuentran su destino final en el océano.

«¿¡Cómo no se arrojó todavía a las balsas!? ¿¡Qué hace usted aquí si ya no queda nadie!?», increpa Bonzo a la figura irreconocible, tapada de pies a cabeza con un impermeable y un pasamontañas gris, que se niega a abandonar el crucero. El hombre que grita «¡No hay tiempo, mi capitán! ¡Debe abandonar la nave!» está decidido a impedir que el comandante cumpla con la ley marinera de hundirse con su barco.

«Ahí, de cara al mar, para mí era más difícil vivir que morir«, confesaría años más tarde el comandante del Belgrano.

«Lo vi al capitán con esa actitud de irse a pique con el crucero, y no lo iba a permitir«, explica con calma desde su Catamarca natal, a 35 años de la tragedia, el suboficial Ramón Barrionuevo (70), como si no tuviera conciencia de su acto de heroísmo. «Yo soy esa figura que se ve en la foto, ahí en la cubierta. Le estaba inflando el chaleco salvavidas al capitán«, aclara con humildad.

-¿Y si el capitán no saltaba, usted estaba dispuesto a hundirse con el barco?

-No lo sé. Íbamos a tener una larga discusión. Yo no iba a dejar a mi comandante solo en el Belgrano. Porque lo que allí estábamos viviendo era el peor de los infiernos.