Por Facundo Díaz D’Alessandro – 70/30

Rosario tiene un río, un monumento, amplios espacios verdes y más de un millón de personas que la habitan y hacen que, más allá de la invariabilidad aparente de esos otros elementos (para el frenético ojo humano), todo el tiempo pasen cosas.

La ciudad es menos la estática imagen proyectada desde lo alto de las escalinatas del Parque España, aunque sea hermosa, que el compendio de sucesos de un día, o más, un instante de los mismos, aunque pueda ser apabullante, angustiante y provenga no de infinitos pero sí de innumerables puntos, barrios y calles de una periferia no olvidada pero sí secretamente tercerizada.

Consolarse con la proyección (¿o abyección?) no está mal para alguna vez, a nadie puede exigirse la constante lucidez, alcanza con raptos. Pero alguna vez hay que tenerlos. Para eso no hace falta ser genio, culto, ni académicamente consagrado. Ni siquiera artista, sino verdaderamente sensible pero para ver algo más allá de propios ombligo, círculo y aspiraciones. O al menos reconocer que son eso, de lo contrario se trataría de “caretearla”.

Entre lo que hace la gente, cada tanto vota cuando hay elecciones, lo que puede llegado el caso “cambiar las cosas”, por ejemplo el Gobierno. El pronto cambio de mando a nivel nacional fue esperado y celebrado por muchos desde “la cultura”, probablemente con razones válidas, apalacancadas en la urgencia económica. Pero este diciembre trae también modificaciones en esquemas a nivel local, con un partido, mejor dicho una estructura partidaria, que sale del poder tras varios años de ejercerlo y, naturalmente, amoldarse a ese ejercicio.

Como toda gestión democrática tiene matices y tendrá cosas destacables y otras no. Ni capacidad ni correspondencia hay en este texto para analizar eso. Tampoco repasar cual catálogo los logros o faltantes en el área cultural.

Simplemente se trata de dejar sentado que el debate alrededor de tópicos como ese, y más en momentos socioeconómicamente brutales, no puede pasar por chicanas cruzadas que se parecen más a una interna de la Rosario Blanca que a una reflexión profunda y sincera, que permita establecer balances y visiones a futuro, no regodearse en la propia melaza sino pensar colectivamente, urbanísticamente, de dónde venimos, qué tipo de ciudad somos y cómo pretendemos ser, aunque luego, inexorablemente, la realidad se encargue de colocarnos en lo que seamos.

Ni advertencias/ataques que señalan la “excelencia” y necesidad de “no tocar nada” respecto a la gestión cultural saliente, ni la victimización excesiva de la entrante, pueden aportar en ese sentido. Más bien lo contrario. Dejan ver la hilacha de posiciones atrincheradas. Suena, sobre todo en el primer caso (en el segundo, hablando en términos de gestión, hay que esperar para ver) a cuidar la propia huerta, en una actitud probablemente mezquina.

Rosario no es París, Barcelona ni Chicago. Y no tiene por qué querer serlo. ¿Eso quiere decir que debe arrasarse con presupuestos e instituciones que promuevan la expresión cultural ajena al foco naturalmente elitista de los medios masivos? Claro que no. ¿La existencia de esos espacios, con demasiada facilidad para volverse endogámicos, significa en sí misma una perfección que no requiera modificaciones? Menos.

La moral en estos casos no sirve para nada. La imagen que se proyecta desde los principales canales, radios y diarios de la ciudad es del centro a la periferia. Una ciudad ultra cosmopolita que mira hacia el río y su reflejo en él, pero pocas veces tierradentro (incluso de uno mismo).

Rosario tan sólo es un lugar, a la sombra de los barrios amados, y quienes la habiten y prentendan interpretarla o, menos pretencioso, escribirla, cantarla, pintarla o bailarla, no pueden hacerlo desde el periscopio del turista, o peor, desde el ojo de alguien que vive aquí y no se da cuenta.

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