Por Fabrizio Turturici

El destacado psicólogo Bernardo Stamateas desentraña como pocos la mente humana, en tiempos atropellados donde el detenimiento y la reflexión, cada vez más, quedan relegados a un plano inferior. Durante la entrevista exclusiva de Conclusión, el escritor y conferencista internacional soltó con delicadeza musical sus pensamientos, de la misma manera en la que expulsa sonidos del clarinete que suele tocar en sus ratos libres, nos cuenta.

Tras husmear por los recónditos laberintos del cerebro humano para así comprender la cultura argentina, Stamateas consideró que “en este país se han impuesto las tendencias del individualismo, que funcionan como un veneno de la cultura, pues si no trabajamos en equipo será difícil acercarse al triunfo“.

Siguiendo por esa línea, el reconocido psicólogo sostuvo que “en Argentina los jefes políticos no han sabido construir confianza; triunfa la cultura del adultescente que tiende a crear ídolos que luego lo decepcionan y terminan recayendo sobre la relación del amor-odio”.

—¿Por qué los argentinos nos creemos los mejores del mundo o –al otro extremo- nos demonizamos permanentemente?

—Es una característica natural de los seres humanos, que tendemos a vernos mejores de lo que somos. Por darte un ejemplo, la mayoría se cree mejores conductores de lo que en realidad son. Esto sucede cuando nos caracteriza el pensamiento adolescente. Porque los adolescentes suelen ser omnipotentes, viven el aquí y el ahora, no evalúan consecuencias, se sienten fuertes y dependientes. Hoy en nuestra cultura hablamos del adultescente, una mezcla de ambas personalidades.

—¿Qué otras características se atribuyen al adultescente?

—Otra tendencia del adultescente es que siempre pone al problema en el afuera. Siempre hay una explicación o una excusa del error y nunca tiene que ver con factores internos, sino externos. Entonces, si por ejemplo alguien se equivoca en el trabajo, le echa la culpa a su computadora, al compañero o al jefe, porque le cuesta asumir el error propio. Esto también vale para las parejas: siempre mi dolor de cabeza es el otro. La creencia de que cuando cambies vos, seré feliz…

—¿También somos individualistas?

—Nuestra cultura permanentemente estimula el individualismo, que es una costumbre muy latina. Así se pierde el sentido del gregario: me salvo yo y el otro no me importa. Pero debemos entender que nadie llega solo a la cima, sino que las culturas que triunfan son las del equipo. Nosotros tenemos los once mejores jugadores del mundo pero desde el ’86 que no salimos campeones. El individualismo funciona como un veneno de la cultura. Otro veneno es el consumismo, el hecho de pensar que el objeto da la felicidad, mientras corremos detrás de ellos y nos perdemos de lo trascendente de la vida que son los vínculos afectivos.

—¿Cómo se explica el fenómeno que se está dando en el mundo, donde los ciudadanos cada vez confían menos en los dirigentes y aspiran a un sistema apolítico?

—La confianza es una construcción que se basa en las acciones. Éstas, sostenidas en el tiempo, la coherencia entre lo que uno dice y hace, generan confianza, que es el pegamento afectivo de todos los vínculos. Sin confianza no hay equipo. Tarda años en construirse y minutos en derribarse, pues basta tan sólo una mentira para que se desmorone. O una contradicción. Tenemos una cultura donde los jefes políticos no han sabido construir confianza; uno puede ser jefe pero no líder. Lo más importante para un dirigente es conformar un liderazgo, aunque para eso necesitás sembrar la confianza que son las acciones del bien común.

—¿Por qué la sociedad argentina va de fracaso en fracaso y no puede acomodarse sin caer en movimientos cíclicos que nos llevan de un extremo a otro?

—No me gusta generalizar con que la Argentina va de fracasos en fracasos. Pero yendo a lo que hablábamos antes, podríamos concluir en que esto se da porque lo que predomina en nuestra cultura son los rasgos adultescentes. En Latinoamérica tendemos a ver el error como algo diabólico. El fracaso estigmatiza, pues si uno es un fracasado no sirve para nada. Pero la realidad es que el error debe ser la mejor fuente de aprendizaje. Alguien dijo que si el error te enseña es tu amigo y si no te enseña es tu enemigo. Frente al error hay dos grandes errores, valga la redundancia: el primero es victimizarse y el segundo es castigarnos. Cualquiera de los dos nos quita la capacidad de aprendizaje. Debe ser un dato que nos lleve al crecimiento. Grau, un gran campeón del ajedrez, decía que un partido perdido le enseñaba más que cien ganados. No hay camino al éxito si no pasamos por el fracaso. El punto está transformarlo en una herramienta que nos enseñe. Si yo sufrí una infancia desastrosa, ¿significa que no puedo formar una familia? Depende de cómo lo canalice: si lo transformo en crecimiento, mi pasado lo hice experiencia; si no aprendí nada, es probable que vuelva a tropezar con la misma piedra.

—¿Por qué los argentinos tendemos a crear ídolos, aunque luego los destruyamos, y a buscar liderazgos mesiánicos, depositando toda nuestra confianza en ellos sin un mínimo de raciocinio?

—Los seres humanos tendemos a idealizar y a proyectar lo que nos pasa en otros. El adolescente lo hace con el famoso de turno, mientras que los más grandes lo hacemos con el gurú intelectual. Todos ellos son quienes nos calman la incertidumbre, que es la sensación de no saber qué sucederá. Como es una emoción difícil de administrar, idealizamos con que otro sabe el futuro y nos puede ayudar al respecto. Sucede que proyectamos y ponemos cosas en el otro, cuando en realidad el otro no las tiene. Es como la adolescente que se enamoró del cantante famoso sin conocerlo, pero si lo conociera personalmente vería que muchas de las cosas proyectadas no existen. De ahí viene la desilusión posterior. Con el correr del tiempo vemos que muchos de esos cartelitos que colgamos, el otro no los cumple. Y es cuando llega el dolor, la decepción y el odio. Esta es la relación amor-odio con nuestros ídolos.

—Por último, ¿cuán malo es tener una sociedad fanatizada y dividida? ¿Cómo se sale de esto?

—Para construir un equipo primero debemos blanquear nuestras debilidades. El arquero juega con la mano y el delantero con el pie: somos distintos, pero nos une la misma cancha y la misma pasión. Debemos aceptar las diferencias pero ver lo que nos une al otro, y para eso necesitamos empatía, que no es lo mismo que simpatía. Empatía es ponerse en los zapatos del otro para sentir lo que siente. En definitiva, las sociedades empáticas construyen mejores equipos… y el equipo es siempre una señal de triunfo.

Foto gentileza de La Nación