En algunas personas, a menudo las noches, las madrugadas, no son de sueños, sino de largas vigilias. Son los pensamientos, las preocupaciones, quienes las extienden hasta casi cortarlas en un insomnio que se atavía con ropas de fantasma. Hay quienes piensan apenas en su propio destino y hay otros quienes a sus propias cargas le añaden la de los demás.

Hace pocas noches, me dije algo que luego compartí con unos amigos: «Hubiéramos podido  conseguir todos paz interior, esa  calma dada por la justicia de los pensamientos, de las palabras y de las acciones. Nos hubiéramos acercado bastante a eso que llamamos felicidad y que algunos neciamente confunden con placer efímero, eventual, vano. Pero no, no pudimos ni quisimos. Cautivos de nuestras insensatas y exacerbadas pasiones, coronamos los humanos al «yo» vilipendiando y sojuzgando al «tu». Y en ese remolino fatal al final siempre terminaron heridos, cuando no muertos, la primera, la segunda y la tercera persona del singular y del plural. El ser humano no aprendió la lección. Y  todo lo hace en la ausencia de una reflexión: vas a morir y nada de lo que hiciste aquí para tu egoísta bien te servirá en la eterna oscuridad de la nada».

El problema humano, el problema de la persona aquí y en todas partes, es la ausencia del amor. El amor a sí mismo (en una medida justa) y el amor a los demás. Para colmo, en ocasiones, se confunde el significado del amor. Y se confunde consciente o inconscientemente. Casi siempre el sentimiento que debería ser sublimado, cae en una mera transacción: «te amo, pero si me amas». Amar de verdad es muy difícil, requiere valor, requiere atreverse a estar preparado para recibir a cambio indiferencia, ingratitud, cuando no una herida que llaga seriamente al corazón.

Y no hablo, desde luego, sólo del amor en la pareja; no, hablo del amor como estandarte social necesario para una vida más o menos feliz de todos los seres creados. Tal vez me parezca a mí, pero en estos días de individualismo y mezquindad ese amor está moribundo. Son pocos los que piensan en el destino del otro, los que comparten el padecimiento del otro, los que se compadecen. Y cuando uno se pregunta ¿por qué? surge la respuesta de un frío corazón en la mesa de un café: «no hay tiempo para eso, uno no se puede detener en eso, pues la avalancha social te pasa por arriba aplastándote». ¡Tristes y despiadadas palabras! Pero es una realidad, es cierto. La sociedad, muchas personas, se han convertido en parte de una avalancha egoísta y peligrosa. Sin embargo,  en medio de ese frenesí esos seres humanos impertérritos, indiferentes ante la pena del otro, no alcanzan a darse cuenta que el destino de la avalancha es fatal, no es otro que darse  contra el fondo desintegrándose.

¿Qué hacer al fin?

Uno no puede desgastarse vanamente en  arreglar el mundo, pero puede arreglar su propio mundo (algo necesario y prioritario)  y contribuir a mejorar el entorno inmediato. Tampoco es bueno desesperarse por ir tras las cosas materiales prescindibles o tratar de enderezar aquello que nació para torcido aun a riesgo de arruinar el propio tesoro que es el corazón. Recuerdo las palabras del riquísimo Rey de Jerusalem: «… me amontoné también plata y oro, y tesoros preciados de reyes y de provincias; me hice de cantores y cantoras, de los deleites de los hijos de los hombres, y de toda clase de instrumentos de música.  Y fui engrandecido y aumentado más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén; a más de esto, conservé conmigo mi sabiduría.  No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni aparté mi corazón de placer alguno, porque mi corazón gozó de todo mi trabajo; y esta fue mi parte de toda mi faena.  Miré yo luego todas las obras que habían hecho mis manos, y el trabajo que tomé para hacerlas; y he aquí, todo era vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol».

En esas noches de insomnio y de largos pensamientos, me dije, al fin, que está bien y es necesario ocuparse, pero no pre-ocuparse. En la vana y exacerbada preocupación nacen las aflicciones y los males de la mente y del organismo. En las ansiedades y desesperaciones nada el mal propio y la depresión hiriente.