En los últimos días, y a partir del protocolo sobre abortos no punibles que ha lanzado el gobierno nacional, una serie de comentarios y opiniones han proliferado por todas partes, provenientes  especialmente de sectores religiosos y puntualmente católicos. La Comisión Episcopal que preside monseñor Arancedo, de buena relación con la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, ha cuestionado duramente este protocolo sosteniendo que «Con sorpresa constatamos que, en lugar de procurar caminos de encuentro para salvar la vida de la madre y su hijo, y de buscar opciones verdaderamente terapéuticas y alternativas, las autoridades obligan a impulsar el aborto”, dice el mensaje de la Comisión Ejecutiva de la Conferencia Episcopal».

En las redes sociales, por otra parte, una catarata de mensajes y opiniones de creyentes han cuestionado este protocolo al que ven como una llave para que al fin se abra la puerta a la legalización del aborto. El protocolo, además, quita el derecho a los médicos objetores de conciencia a no efectuar intervenciones abortivas.

En lo personal, y como lo he escrito y expresado desde hace años, en general me opongo al aborto, salvo casos excepcionales. Los fundamentos son varios, pero sobre todo dos que son básicos: 1) La vida es sagrada y 2) Nadie tiene derecho a interrumpir una vida que no le pertenece.

Sin embargo, y como también siempre lo he manifestado, es de lamentar que muchas personas creyentes, en todas partes del mundo y muchos líderes religiosos, pongan el acento no más que en un tramo de la vida (en este caso en el período de gestación) y no se ocupen demasiado por otros aspectos de la vida, por otros estadios y por la vida de otros seres, como la de los hermanos animales, a quienes el hombre persigue, aniquila, extingue mientras a pocos les interesa tal matanza.

Pero para no ir tan lejos en el asunto y no alejarnos del aspecto puramente humano, no se han escuchado, por ejemplo, por parte de algunos sectores, voces firmes, permanentes y abundantes de las matanzas que se realizan a los propios cristianos, quienes son torturados, crucificados o decapitados, o las muertes por desnutrición en todas partes, o las  miles de muertes que se producen en el mundo cada día por ausencia de servicio de salud para los pobres.

¿Qué es la vida? Me importa decir al respecto un pensamiento de Einstein sobre esta gracia que es vivir; él decía que «hay dos maneras de vivir la vida: una como si nada es un milagro, la otra es como si todo es un milagro».

Y, en efecto, la vida es un milagro, algo sublime, incomprensible para el ser humano en muchos aspectos a pesar del avance científico y tecnológico logrado. Hay funciones orgánicas que aún no se sabe por qué se hacen ni qué energía las impulsa. El cerebro tiene poderes latentes y su funcionamiento la neurociencia aún no ha podido entender y desentrañar completamente. La vida no sólo es, por otra parte, el latido del corazón por impulsos eléctricos o la existencia de signos vitales. Eso es lo básico, lo importante son los efectos de tales acciones tales como: pensar, desear, tener propósitos, sueños, metas, derechos, paz interior, etcétera.

Por tanto, la defensa de la vida incluye muchísimo más que la protección del niño por nacer o el niño nacido, el adolescente, el adulto y el anciano. La defensa de la vida incluye la satisfacción y cumplimiento de todos y cada uno de los derechos que le corresponden a todo «ser», sea este humano o animal e incluso vegetal.

Es decir, no se puede (si de verdad se defiende la vida), oponerse al aborto, pero no tener la misma firmeza en la defensa de tantos seres,  víctimas, a quienes cotidianamente se les abortan sueños, derechos, esperanzas, paz y vida digna.