Por Carlos Duclos

Otra vez la tragedia que trae la barbarie en su locura, en su perversidad. Otra vez un presunto atentado terrorista esta vez en Munich, Alemania. Al momento de redactarse esta columna de opinión, se desconoce con certeza la cantidad de muertos y heridos,  ¿pero qué importa cuántos? Sean uno o quince los asesinados, la gravedad es la misma,  pues el valor de la vida no puede medirse con un número. Lo cierto es que el o los atacantes buscaron, sin ninguna duda, aniquilar a la mayor cantidad de seres humanos posibles. Esa es la tragedia.

Como ya se ha dicho en anteriores escritos, Europa ha sido invadida. El problema europeo no proviene de afuera, sino que está en sus propias entrañas y para combatir este flagelo no alcanza, ni mucho menos, con medidas de seguridad en aeropuertos o estaciones de trenes.

Y lo que es peor: tampoco alcanzan, según parece, las acciones de los servicios de inteligencia que no pueden detectar y conocer los movimientos de las ramificaciones terroristas. No es extraño, es tan compleja la red y tan abundante el mal, que desentrañar o desenredar semejante complejo es una obra poco menos que casi imposible.

Es desgraciado tener que decirlo, pero Europa enfrenta un problema no sólo de difícil solución, sino que se puede ir agravando con el correr del tiempo. Y ello es así porque el Viejo Continente ha perdido gran parte de su identidad cultural, que ha sido reemplazada por otra. Ha perdido el control social en los barrios periféricos de las grandes ciudades donde abunda la violencia, la droga e imperan doctrinas políticas y religiosas distorsionadas, aberrantes y alejadas del verdadero Dios de quien se sirven para perpetrar locuras homicidas.

Pero la responsabilidad no es sólo de los alienados y sus seguidores, sino de los líderes europeos y occidentales que en su momento no sólo lo permitieron, sino que hasta lo alentaron en su afán de conquistas geopolíticas y económicas.

Y ahora se pagan las consecuencias. Lo más triste es que los efectos los pagan los inocentes.