Desde un lugar remoto del mundo, desde un lugar que a veces se conoce sólo por las incorregibles conductas de sus líderes o por sus ídolos de fútbol, pero no por la bondad y capacidad de las multitudes aplastadas, ha llegado un hombre al Vaticano al que muchos hoy miran de reojo y con inquina, al que muchos (y no es exagerado decirlo) podrían verlo muerto ya mismo y esbozarían una sonrisa interna.

Este Papa argentino (¿¡quién lo hubiera imaginado!?) se va de la histórica y pintoresca Cracovia, una ciudad llena de dolor que supo transformar en testimonio, dulce melancolía y esperanza, acordándose de los Cristos de nuestros días.

Para comprender el sentimiento de Francisco y los principios que son estandarte en la Iglesia hoy, a regañadientes de no pocos, basta con recordar sus palabras expresadas a un millón y medio de jóvenes que llegaron (enhorabuena)  a la ciudad polaca para acompañarlo.

Francisco invitó a estos jóvenes a pensar en Cristo; “no sólo el de hace dos mil años atrás”, sino en ese de nuestros días: “los enfermos -dijo-, los que están en guerra, los sin techo, los hambrientos, los que tienen dudas en la vida, que no sienten la felicidad de la salvación o que se sienten culpables del propio pecado”.

Al ingresar al hospital pediátrico de Cracovia, el Papa se ha preguntado lo que muchas almas sensibles: “¿por qué sufren los niños?”; y en los campos de concentración de Auschwitz y Birkenau otra vez la exclamación y el interrogante: “¡Cuánto dolor y cuánta crueldad! ¿Es posible que nosotros, hombres creados a imagen de Dios seamos capaces de hacer estas cosas?”

Luego pidió a la multitud rezar “por tantos niños enfermos inocentes que llevan la cruz desde niños, por tantos hombres y mujeres que son torturados en tantos países del mundo. Por los encarcelados que están hacinados como si fueran animales”.

En definitiva, y si se considera que la niñez es el paradigma de la inocencia, Francisco ha pedido orar por cientos, miles de millones de buenos y nobles corazones apretados por una reducida casta poderosa, perversa, diabólica, que domina el mundo y que tiene como dioses a la feroz trilogía del dinero, el poder y la falsa gloria.

Una trilogía que, preocupada por un cura que la denuncia cada vez que puede y que incita a terminar con ella, a través de sus maléficos agentes trata de silenciarlo en los medios, o de inventarle facetas rebuscadas. Trilogía que es capaz, incluso, de sembrar la duda sobre los verdaderos propósitos teológicos del Papa.

Una trilogía hacedora hoy de “otros campos de exterminio” y  a la que si el propio Jesús tuviera enfrente le diría, sin dudas: “¡Serpientes, raza de víboras!”