Por Rubén Alejandro Fraga

 

“Un optimista ve una oportunidad en toda calamidad, un pesimista ve una calamidad en toda oportunidad”. La frase pertenece a sir Winston Leonard Spencer Churchill, el ex primer ministro británico de cuya muerte se cumplen hoy 52 años.

Caminando con paso lento y ayudado por su bastón sobre los escombros –humeantes como su infaltable cigarro– a los que había quedado reducida buena parte de la capital británica, ese pensamiento debe haberlo guiado en aquellos aciagos días de 1940 en los que el mundo contemplaba el abatimiento militar aliado ante el arrollador avance de la Alemania nazi.

En medio de la desastrosa retirada aliada de Dunkerque, la caída de París en manos de Adolfo Hitler y los demoledores bombardeos alemanes sobre Londres, Churchill comprendió que existía en la civilización de Occidente un último recurso, un fundamento moral basado en el principio de la libertad del hombre, que pese a tergiversaciones, desvíos y contradicciones, tenía aún vigencia suficiente para servir de aglutinante frente al despotismo nazi basado en la fuerza bruta.

Así, prácticamente solo y después de la capitulación de Francia, Churchill se irguió en medio de la devastación y decidió continuar la guerra contra el Tercer Reich, convencido de que ese ingrediente ético que impulsa al hombre a luchar por su libertad serviría de levadura capaz de hacer fermentar poco a poco la masa de los pueblos recién sometidos por los hasta entonces imbatibles ejércitos germanos para alzarse en su debido momento contra el ocupante.

Fue una loca aventura a contrapelo de las probabilidades militares. Ni siquiera Estados Unidos –que pocos meses después ingresaría a la Segunda Guerra Mundial tras el ataque japonés sobre Pearl Harbor– creía en 1940 que una Inglaterra aislada aguantaría el huracán militar nacionalsocialista.

Pero el espíritu churchilliano de resistencia a ultranza, de luchar hasta el último hombre, de convertir a las ciudades y los campos, las aldeas y las playas del Reino Unido en trincheras defensivas contra el despotismo racista de los hornos crematorios y de los campos de concentración presididos por la cruz esvástica, que asomaba al otro lado del canal de la Mancha, pudo finalmente más que la aplastante superioridad numérica del adversario.

“Defenderemos nuestra isla cueste lo que cueste. Lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas: nunca nos rendiremos”, fue la consigna del veterano primer ministro británico.

 

Una cita con la historia

Con la declaración de guerra de Inglaterra a Alemania, el 3 de septiembre de 1939 –48 horas después de la invasión nazi a Polonia–, el hombre que en 1929 había sido separado ignominiosamente de la cancillería británica y que durante 10 años fue una suerte de “francotirador” en la Cámara de los Comunes –donde advirtió sobre la amenaza que representaba Hitler y el rearme alemán y predijo que el mundo marchaba inevitablemente hacia otra guerra –, volvió al gobierno.

El entonces premier, Neville Chamberlain, le confió el cargo de lord del Almirantazgo, el mismo que Churchill había tenido que abandonar en 1915, después del desastre de los Dardanelos –campaña en la que las fuerzas británicas, francesas, australianas y neozelandesas intentaron, sin éxito, invadir Turquía, durante la Primera Guerra Mundial–.

“Winston ha vuelto”, fue el mensaje enviado aquel día a todos los buques y establecimientos costeros de la marina británica.

Unos meses después, en mayo de 1940, Churchill dejó el Almirantazgo para trasladarse al Nº 10 de Downing Street y asumir la dirección del gobierno. Tenía frente a sí un singular desafío: con Francia ocupada, Gran Bretaña constituía el último bastión de la lucha contra la agresión nazi.

En su primera alocución como premier ante la Cámara de los Comunes dejó las cosas en claro: “Sólo puedo ofrecer sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”.

Ya en el teatro de operaciones, la armada británica y la barrera natural del canal de la Mancha protegieron a Gran Bretaña de la blitzkrieg o guerra relámpago nazi. Por ello, Hitler sabía que tenía que destruir a la RAF –fuerza aérea británica– antes de iniciar la Operación León Marino, una invasión planeada por Hermann Goering para el 15 de septiembre del 40.

Tras semanas de ataques esporádicos y difíciles a puertos y campos de aviación, la Luftwaffe –fuerza aérea alemana– intensificó su campaña a principios de agosto de 1940 con incursiones diarias de cientos de aviones contra las bases aéreas y las fábricas aeronáuticas de Gran Bretaña.

Los atacantes desplegaron 1.300 bombarderos y sus 1.200 cazas doblaban en número a los británicos. Sin embargo, los aviones alemanes estaban poco armados y sólo podían llevar una carga ligera de bombas.

Los cazas alemanes operaban al límite de su alcance y las modernas estaciones de radar británicas impedían los ataques por sorpresa.

Los británicos ya habían perdido muchos pilotos y aviones pero el 28 de agosto sorprendieron a los alemanes: bombardearon Berlín.

Los aviones aliados habían alcanzado objetivos alemanes pero ese fue su primer ataque a la capital del Reich. Hitler contraatacó con bombardeos en Londres, Liverpool, Coventry y otras localidades más pequeñas.

El Palacio de Buckingham fue alcanzado y la Cámara de los Comunes y la catedral de Coventry, destruidas, pero las incursiones no tuvieron efectos estratégicos.

Las arengas de Churchill habían surtido efecto: los británicos estaban preparados para los embates nazis y mantuvieron en alto su moral pese a que muchos de ellos se vieron forzados a dormir en los túneles del metro londinense para escapar de los bombardeos.

Hacia septiembre del 40, Alemania había perdido tantos aviones como su enemigo, y Hitler tuvo que aplazar la Operación León Marino indefinidamente.

Pero los bombardeos no habían terminado y el Führer los multiplicó con la esperanza de que Gran Bretaña se rindiera. Continuaron hasta junio de 1941, año en que la Luftwaffe fue necesaria en Rusia.

Así, la batalla aérea de Gran Bretaña terminó con la victoria inglesa. “Nunca tantos debieron tanto a tan pocos”, fue el juicio histórico del premier británico sobre el sacrificio de los heroicos aviadores de la RAF.

Pero esos “pocos” debieron su triunfo a Churchill, quien les inculcó una moral de victoria basada en el heroísmo y en el sacrificio supremo de la vida.

La conflagración iba a durar todavía cuatro largos años, implicando a la Unión Soviética, Japón, los países balcánicos y el norte de África. Pero el gesto de Churchill, deteniendo con la resistencia británica a Hitler en su desenfrenada carrera fue el punto de inflexión de la Segunda Guerra Mundial.

Sin embargo, el 25 de julio de 1945 fue derrotado en los comicios británicos por el laborista Clement Attlee. Tras el triunfo conservador en 1951, fue nuevamente primer ministro, hasta que en 1955 el viejo estadista se retiró de la política.

La muerte de Churchill, ocurrida el domingo 24 de enero de 1965, a los 91 años, al igual que la de la reina Victoria I en 1901, marcó el fin de una época de la historia británica.

Nacido en el seno de una familia de la aristocracia victoriana, Churchill fue testigo y partícipe de la transformación del Imperio Británico en el Estado de bienestar, así como del declive de su país como potencia mundial.

Con todo, gracias a su firme e inquebrantable coraje, consiguió guiar al pueblo británico y, con él, a las democracias occidentales, desde el abismo de la derrota contra el totalitarismo hasta la victoria final, en el mayor conflicto bélico de la historia.

El británico más grande

Winston Churchill, el soldado, escritor, periodista, historiador y político que cambió dos veces de partido y encabezó la coalición que gobernó su país durante la Segunda Guerra Mundial, ganó hace unos años una votación organizada por la cadena BBC de Londres en la que se eligió al británico más grande de todos los tiempos por delante de William Shakespeare, Charles Darwin, el almirante Nelson, John Lennon e Isaac Newton.

“Churchill es nuestro favorito por 2/1, porque cruza todas las barreras políticas y tiene el bastión del espíritu británico en tiempos de guerra”, dijo la casa de apuestas Ladbrokes respecto de la votación organizada por la BBC en noviembre de 2012 y en la que participaron unas 500 mil personas.

Churchill lideró según la opinión de sus compatriotas la lista de las 10 personas más prominentes en la historia británica.

En dicha votación, el ganador del Premio Nobel de Literatura en 1953 superó al más grande escritor británico, William Shakespeare, cuyas obras son todavía estudiadas a nivel internacional y que obtuvo 3/1 y al descubridor de la ley de la gravedad, Isaac Newton, con 5/1.

En cuarto lugar quedó el evolucionista Charles Darwin, cuyas teorías provocaron disputas religiosas que se mantienen en la actualidad, con 6/1, seguido del músico John Lennon, el integrante de los Beatles que fue asesinado a tiros en Nueva York en 1980, con 9/1.

La reina Isabel I, considerada por muchos la monarca más grande del país, recibió el 10/1, seguida por el arquitecto e ingeniero Isambard Kingdom Brunel con 12/1 y el más grande comandante de la Marina británica, Horatio Nelson, con 14/1. Al final de la lista quedaron la princesa Diana de Gales y el austero militar antimonárquico y líder nacional Oliver Cromwell con 25/1.