Un gobierno conservador, nuevas acusaciones de corrupción y un desempleo récord pese a que se vislumbra el fin de la recesión. Para los brasileños, mucho y al mismo tiempo nada ha cambiado desde que Dilma Rousseff fue sacada hace un año del poder.

«Dijeron que el problema era la presidenta. La sacaron del poder, colocaron a otro, pero no cambió nada», afirma Gabriel, un joven empleado de bar en una de las empobrecidas favelas de Rio de Janeiro.

El 12 de mayo de 2016 Rousseff, del izquierdista Partido de los Trabajadores (PT) abandonó el palacio presidencial en Brasilia denunciando un «golpe institucional». La presidenta, reelegida en 2014, había sido suspendida para ser juzgada por el Congreso, por presunta manipulación de las cuentas públicas.

Su vicepresidente Michel Temer asumió interinamente el comando del país y prometió cambiar radicalmente el rumbo político para recuperar la confianza en los mercados y sacar Brasil de la peor recesión de su historia.

Un año después, ocho de cada diez brasileños consideran que el mandatario hizo menos por Brasil de lo que esperaban, según una encuesta del Instituto Datafolha. Y apenas un 9% aprueba su gestión.

De vice «decorativo» a presidente impopular

Vicepresidente desde 2011, Temer rompió con Rousseff antes de que ella fuera suspendida. Le reclamó primero haberlo tratado como un «vicepresidente decorativo» y poco después su partido, el PMDB, desembarcó de la coalición de gobierno.

La mandataria lo acusó de traición y de orquestar el impeachment para hacerse con el poder, condenándola por maniobras contables que todos sus antecesores habían practicado.

La destitución definitiva se concretó el 31 de agosto de 2016, pero al asumir de forma interina Temer montó de cero un gabinete e inició reformas estructurales, con el objetivo de completar el mandato hasta el 31 de diciembre de 2018.

Aunque la economía da señales de recuperación y el gobierno proyecta una modesta recuperación de 0,5% para 2017, el desempleo trepó a niveles récord (13,7%) y afecta a 14,2 millones de brasileños.

La congelación del gasto público durante dos décadas, la flexibilización de las normas laborales y un proyecto para aumentar la edad de la jubilación hundieron bajo mínimos la popularidad del gobierno, coinciden analistas.

Temer «entró al poder por la puerta de atrás y propuso cambios radicales en el Estado brasileño, sin haber sido elegido por el voto popular», dice a la AFP Otavio Guimaraes, profesor de Historia de la Universidad de Brasilia.

El propio mandatario reconoció que esas decisiones no favorecen su evaluación en las encuestas, pero afirma que prefiere ser recordado como el dirigente «que hizo las grandes reformas, que permitió que los próximos gobiernos no encuentren a Brasil como nosotros lo encontramos».

La sombra de Lava Jato

Por otra parte, al menos ocho ministros de Temer están bajo investigación por sospechas de corrupción en el caso Lava Jato, que investiga una masiva red de corrupción en la estatal Petrobras.

Casi un tercio del Senado y unos 40 diputados, de prácticamente todos los partidos, también están bajo la mira de la justicia.

Desde el impeachment, «nada cambió. Continúa peor, inclusive. Para mí, todos tendrían que salir del poder y llamar a nuevas elecciones presidenciales», sostiene el taxista Carlos Roberto, de Rio de Janeiro.

¿Y a quién elegirían los brasileños?  A Lula, según los últimos sondeos.

Pese a los cinco procesos que enfrenta por corrupción, el patriarca de la izquierda, que gobernó de 2003 a 2010, sería votado por el 30% de la población, frente al 15% cosechado por el segundo candidato, indicó Datafolha.

Pero si es condenado y una corte superior confirma la sentencia, el exsindicalista no podrá ser candidato y ese desenlace podría intensificar la polarización del país.

«Creo que su impeachment fue bueno para Brasil, porque está revirtiendo la recesión y devolviendo al país a una senda de crecimiento estable», afirma el analista político David Fleischer, profesor emérito de la Universidad de Brasilia.

«Claro que los partidarios de Dilma sostienen que fue un golpe. Pero si fue un golpe, fue hecho por el Congreso, utilizando la Constitución y supervisado muy de cerca por la corte suprema», agrega.

Para el doctor en ciencia política Nuno Coimbra, investigador en la Universidad de Sao Paulo, a pesar de que Rousseff había perdido su «capacidad de gobernar», desde el punto de vista jurídico el impeachment fue «altamente controvertido» y dejó secuelas de ilegitimidad en el gobierno actual.

«Podríamos discutir si las reformas son necesarias o no, pero de cualquier manera, no pasaron por el tamiz de las elecciones», sostiene.