Por Gianni Valente

Yo no creo que nuestros tiempos sean mejores que los del diluvio», dijo el martes pasado el Papa Francisco, celebrando la misa matutina en la capilla de Santa Marta. Se parece mucho a un diluvio universal la catástrofe de abusos y perversiones sexuales clericales, verdaderos y presuntos, que surgen en todas las latitudes del mundo, precisamente mientras en Roma el Sucesor de Pedro ha convocado a los representantes de todos los episcopados nacionales para reconocer las propias responsabilidades y para que traten de poner en práctica todo lo humanamente posible para proteger a los menores de edad y a las personas frágiles de los abusos en los ambientes eclesiales.

La cumbre es representada como una especie de Apocalipsis. La asamblea de la última oportunidad, del ahora o nunca más, de la cuenta final, de la última ocasión para que sobreviva la Iglesia, intimidada por los tiros preventivos de quienes ya afirman que todo lo que se pueda hacer será demasiado poco o, como sea, habrá llegado demasiado tarde. Los pecados y los crímenes de individuos y grupos se convierten, gracias a las posibilidades de la sinécdoque, en la confirmación de una culpa colectiva. Y así todo el cuerpo eclesial acaba en el banquillo en cuanto tal, como aparato corrupto, sistema de silencio cómplice de criminales, de contubernios mafiosos, de encubrimientos de sacro lupanar. El pasaje que vive la Iglesia representa, por supuesto, un momento de verdad. Y también lo es por factores que normalmente no son recordados por los que llevan a cabo la representación de lo que está sucediendo.

El vértigo ante el mal e instrucciones de uso

Desde mayo de 2014, durante el vuelo de regreso de la Tierra Santa a Roma, el Papa Francisco sugirió la causa última de la pederastia clerical, cuando comparó a los clérigos pederastas con quienes ofician misas negras. Los abusos clericales de los más débiles y menores de edad tocan vertiginosamente el misterio y la naturaleza misma de la Iglesia. Su misión como instrumento de la gracia. Instrumento no auto-suficiente que existe y puede vivir, en cada instante, solamente como reverberación y signo de la caridad de Cristo, que, encontrando y atrayendo a sí a las personas, la convierte visiblemente en Iglesia.

En la historia de los hombres, la Iglesia es solamente la visibilidad de esta atracción amorosa, sin la cual, incluso las estructuras y las prácticas eclesiásticas pueden convertirse en peligrosísimos factores de perdición e infelicidad. Lugares en los que se consuman ritos sacrificiales, perpetrados en la carne viva de las personas. Como ha sucedido con todas las víctimas de los abusos clericales. La abominación de los abusos sexuales clericales, documentado no como fenómeno marginal de casos aislados, sino como una perversión endémica en amplias zonas del cuerpo eclesiástico, pude ser vista con lealtad y verdad solamente si no se oculta otro dato confirmado, y también vertiginoso: que la Iglesia, por su naturaleza, no se auto-redime de los males por sus fuerzas, con medios o estrategias humanas. Este es el auténtico parteaguas, esta es la partida más real que se está jugando en estos días. Si se censura este dato, incluso la crisis de la pederastia y de los abusos clericales se convierte en un pretexto para encerrarse en la burbuja asfixiante de las operaciones de la política eclesiástica.

La némesis de las derechas clericales

El deseo sin escrúpulos de explotar políticamente la catástrofe de los abusos sexuales del clero se ha manifestado con formas grotescas y vulgares sobre todo en amplios sectores de la red global de las derechas clericales. Con cardinales y agentes de prensa enrolados a tiempo completo para repetir con una insistencia obsesivo-compulsiva la letanía de la invasión homosexual en la jerarquía del clero. La pista del “complot” homosexual pretendía poner en dificultades al Papa Francisco, acusándolo de fantasmagóricas aperturas hacia la cultura homosexualista. Después, como sucede a menudo, el lodo arrojado al ventilador ha acabado ensuciando a todos. La “caza a los gays en el Vaticano y en las altas esferas eclesiásticas, con sus más recientes y escuálidas manifestaciones editoriales, sigue tocando a personajes de primer orden y círculos influyentes de los Pontificados anteriores. Y demuestra cuán vanos y pretensiosos son los argumentos de los que piden afrontar la crisis aumentando las dosis de adoctrinamiento moral “rigorista” sobre cuestiones sexuales en los seminarios, en los noviciados y en las universidades eclesiásticas.

En las recientes estaciones eclesiales y, en particular, durante el largo Pontificado wojtyliano, la cúpula de la Iglesia había dedicado una atención particular a la reafirmación, incluso en la formación de los sacerdotes, de las reglas y los contenidos de la moral sexual católica. Sin embargo, precisamente en esa estación se verificaron los abusos que ahora salen a la luz. Las turbiedades aumentaban en el momento en el que la moral sexual parecía haberse convertido en el caballo de batalla del lenguaje eclesial. Infecciones y patologías que, seguramente, también llegaron a círculos y grupos clericales ocupados en la ostentación de los propios rigorismos pseudo-doctrinales (no sin obtener a menudo discretas recompensas en términos de poder eclesiástico).

La ilusión tecnocrática

La infección de los abusos clericales de menores y personas débiles revela traumáticamente la no auto-suficiencia de la compañía eclesial, su incapacidad para plasmarse por sí misma como “Societas perfecta” en virtud de proclamadas y enarboladas coherencias morales. Incluso el Papa Francisco, al inaugurar la cumbre sobre la protección de los menores en la Iglesia, repitió que hay que aplicar urgentemente en todo el mundo las «medidas concretas y eficaces»para desmantelar cualquier residuo de silencio cómplice y de encubrimientos eclesiásticos ante los abusos clericales. Pero la misma raíz de ese oscuro mal deja claro que es inapropiado cualquier enfoque que pretenda “arreglar las cosas” prescindiendo de la gracia de Cristo, necesaria. Inapropiado es, pues, cualquier enfoque que apueste por acreditar como instrumentos suficientes de auto-purificación los protocolos disciplinarios establecidos, vigilancia más estricta, denuncias más veloces, la represión más inmediata. O tal vez cursos de concientización, de dirección espiritual y de formación permanente.

Ante el abismo de la pederastia clerical, la reacción neo-rigorista homo-sexofóbica y la reacción tecnócrata “políticamente correcta”, a pesar de estar ideológicamente alejadas, acaban compartiendo los mismos reflejos condicionados afines a una antigua herejía, que en los primeros siglos pretendía cancelar de la persona de Cristo mismo la eficacia de los sacramentos y de los medios de salvación administrados en la Iglesia, y sujetarla a la dignidad y a la impecabilidad de sus ministros. La herejía pretendía construir una “Iglesia de puros” y perfectos mediante la rigurosa fidelidad al Evangelio de los orígenes, encomendada ya no al don de la gracia, en cada instante, sino obtenida según el esfuerzo heroico de coherencia moral y rigurosa aplicación militar de procedimientos y medidas disciplinarias.

Durante la historia, cada vez que la Iglesia ha pretendido curarse sola de sus males, ha acabado pareciéndose a una organización de inteligencia rehén de investigaciones y chantajes. Congestionada por el desprecio de los “lapsos” y de los contaminados. De esta manera todo el cuerpo eclesial no logra comunicar nada útil ni interesante a los hombres y a las mujeres que esperan la salvación de las heridas y enfermedades, y no se reconoce mendicante de sanación.

Todo esto sucede si no es Cristo mismo quien cure las enfermedades de la misma Iglesia, si el deseo de frenar los encubrimientos de los abusos tiene como último fin defender a la “empresa Iglesia”, su buena reputación de benemérita organización social, y no coincide con el dolor por haber herido la carne misma de Cristo, con la condición mendicante de Su perdón y con la petición de que sea Cristo mismo quien salve las vidas (incluso las más arruinadas) tanto de las víctimas como de los carniceros.

Fuente: www.lastampa.it