Por Ricardo Aronskind

La pandemia había sido, paradójicamente, un bálsamo en los conflictos que atraviesan a la sociedad argentina. Por un momento permitió olvidar que la gestión macrista dejó una economía en una pendiente peligrosa, un situación de precariedad social alarmante, un Estado sin recursos y sometido a la presión de acreedores externos y locales. Todo fue asordinado por la nueva preocupación por sobrevivir, tanto física como económicamente, por las nuevas polémicas en torno a las buenas prácticas infectológicas, y sobre las proporciones adecuadas de vida/economía. Habían pasado al freezer las cuestiones centrales que van a permitir que la Argentina salga adelante, o que siga en el sendero de decadencia que el neoliberalismo periférico le ha impuesto en las últimas décadas.

Pero la vida sigue, y las decisiones tarde o temprano hay que tomarlas.

La negociación de la deuda continúa en un tenso clima. El gobierno argentino no se ha dejado acorralar por los bonistas que le están exigiendo condiciones que han provocado la intervención del propio FMI para reafirmar que no se le puede pedir más a la Argentina, y que llevaron a Joseph Stiglitz, premio Nobel muy ligado al ministro Guzmán, a señalar que “los acreedores no tienen vergüenza”, acusándolos de insensibilidad humana y de incomprensión de la inviabilidad económica de sus demandas al país. Argentina podrá pagar su deuda si, entre otras cosas, consigue las divisas suficientes a través del comercio exterior.

Runners

Si algo no puede decir la vociferante derecha local, es que la situación de Vicentin la provocó el Frente de Todos. Su auge y caída se produjeron durante la gestión de Cambiemos, así como buena parte de las maniobras fraudulentas que se vienen denunciando en relación al accionar comercial, financiero y crediticio del grupo.

Mientras en la ciudad de la pandemia la gestión de Rodríguez Larreta decidió permitir la alegre difusión masiva del Covid-19 mediante la realización de corridas nocturnas sin adecuadas medidas de protección, la decisión oficial de tomar al grupo Vicentin como una relevante herramienta de política pública disparó otra carrera, que cuenta con dos grandes runners.

Por una parte el Estado nacional, encabezado por un frente de sectores populares que necesita contar con instrumentos regulatorios para garantizar la gobernabilidad económica en los próximos años, y por otra parte el establishment argentino (al cual reportan los principales medios de comunicación, Juntos por el Cambio y responde el público cacerolero en general), dispuesto a evitar que ningún gobierno argentino cuente con herramientas para conducir el proceso económico.

En el caso Vicentin, en ese sentido, convergen dos elementos importantes: la capacidad económica con la que se va a dotar el Estado en materia de producción, comercialización, exportación y generación de divisas, además del control más estricto sobre el sector externo, y en un sentido más estratégico, la capacidad política del sector público para incidir en variables macroeconómicas que hoy están en manos exclusivas del sector privado.

El episodio Vicentin encarna, por lo tanto, una puja de poder porque abre un sendero estratégico de mejora de las capacidades públicas para conducir la economía.

El gobierno debe saber que la correcta decisión de hacerse cargo de ese grupo fallido no será leído con lentes normales, de país civilizado, sino por un sector acostumbrado a dictar las reglas del juego democrático, y que interpreta cosas que en otras partes del mundo se consideran facultades normales de los Estados, en claves muchísimo más ideologizadas, que rozan la paranoia.

Cada runner tendrá una meta: el gobierno argentino lograr la gobernabilidad necesaria para promover el crecimiento y una mayor equidad social. La derecha sacará todo a la cancha para defender su dominio sobre la sociedad, en función de continuar preservando y acrecentando sus negocios particulares.

Vicentin no es el socialismo

La hiperideologización de los sectores más concentrados es alarmante. Su hostilidad a todo lo público y lo estatal no se observa en el Primer Mundo.

Un economista liberal, más culto que los lamentables retoños actuales, Juan Carlos de Pablo, lo ha escrito con meridiana claridad en esta semana a raíz de Vicentin: «Prefiero una empresa privada en manos nacionales que extranjeras; pero prefiero una empresa privada en manos extranjeras a una empresa pública». Queda claro que el criterio es “lo privado uber alles”, y lo nacional queda en un segundo plano. Este es el criterio permanente del liberalismo argentino. El diseño de las grandes privatizaciones en los ’90 generó grandes monopolios privados en algunas áreas. En esa instancia también el razonamiento fue: entre un monopolio público y un monopolio privado –y extranjero—, siempre mejor el monopolio privado. El remanente del ideal liberal, en el mundo realmente existente, es que lo privado –y lo multinacional— es lo único que debe ser promovido por el Estado. Aquí y en el resto del planeta, esa es la lógica profunda de la globalización.

Frente a esa lógica que no promete nada a nadie que no participe del reducido grupo social corporativo, el gobierno nacional toma una decisión a contrapelo de las preferencias liberales.

Lamentablemente la discusión pública debe atravesar un mar de ignorancias y falacias para poder avanzar. Expropiar una empresa no es el socialismo, sino algo que fue muy frecuente en el capitalismo productivo de posguerra. Cobrar impuestos no es expropiar. Controlar monopolios no es el comunismo. Evitar la especulación cambiaria no es totalitarismo. Frenar el contrabando de cereales no es chavismo. La derecha local califica como medidas revolucionarias a lo que es el difícil camino de volver a la legalidad económica, a salir de la anomia empresarial, a que las leyes del Estado nacional alcancen también a los poderosos.

El intento, evidente y grosero, de transformar a la diputada Fernanda Vallejos en un nuevo cuco de las sectores medios ignorantes es  impedir la discusión racional y derivar al terreno de las pasiones fascistoides. Es inadmisible, en una sociedad democrática, que el mero hecho de aludir a una solución económica que se adopta en países como Francia y Alemania, sea razón para que una persona sea vandalizada por la prensa reaccionaria. Los límites del debate público se han corrido tan extraordinariamente en la Argentina, que la ignorancia prejuiciosa y la estafa ideológica se han transformado en las nuevas varas para medir qué está permitido y qué no en el debate público.

Es claro que no se quiere debatir en serio, con argumentos, ejemplos y datos, porque hay un designo autoritario en quienes se creen dueños del país. Su proyecto no se debate con nadie. Y “consenso” es hacer lo que ellos determinen.

Las venas abiertas de la Argentina

Entre los problemas de fondo que tenemos, uno de los fundamentales es qué hacemos con el uso del excedente económico. El excedente es la porción de la riqueza nacional que queda, luego de satisfacer las necesidades básicas de la sociedad. En el caso argentino, el excedente es significativo, y su buen uso, su aplicación con criterios productivos y sociales, permitiría en un plazo no muy prolongado cambiarle completamente la cara al país y lograr standards de vida aceptables para todos sus habitantes.

Pero el problema, que es económico pero que es sobre todo político, es cómo hacer que el excedente fluya hacia las actividades que el país y la sociedad necesitan. Eso es fácil discursivamente para el liberalismo: denle la plata al mercado y la prosperidad se generará inmediatamente. No es cierto, no ha pasado aquí ni aquí ni en ningún país de América Latina. Por cederle el control del excedente a los grandes capitales, nuestra región está como está.

Para el Estado, en la medida que esté conducido en función de un proyecto nacional, es clave encontrar la forma de canalizar el excedente hacia fines de inversión en producción e infraestructura social. Pero nada es fácil, porque aún no logramos algo previo: que el excedente no se escape del circuito productivo nacional. No otra cosa es el significado de la gigantesca fuga de capitales, que ocurrió en el macrismo, y antes del macrismo, desde la reforma financiera de 1977.

La sinfonía pro-fuga de la prensa seria

El gobierno parece estar moviéndose en el sentido de contener la hemorragia de dólares/excedente, con algunos pasos imprescindibles. Pero hasta en eso el ambiente cultural-ideológico está tan distorsionado, que nos encontramos con que existirían unos derechos sagrados a la fuga de divisas, y que en cambio el Estado sería abiertamente un ente opresor si pretende que los recursos se canalicen hacia la producción.

El artículo titulado “El sueño del estado omnipresente”, publicado por La Nación el 23 de mayo, constituye un testimonio de esta mentalidad hostil al uso productivo del excedente. Se dice en ese texto: “Hay empresarios arrepentidos de haber aceptado la ayuda del Estado para pagar sueldos… Ejecutivos de la UIA se lo transmitieron al ministro Kulfas: no están conformes con los requisitos que la AFIP exige a cambio de recibirla (a los fondos ATP)”. Y recuerda las condiciones que  establece el Estado para otorgar ese subsidio, y que mortifican a ciertos empresarios: “No distribuir utilidades, no comprar dólares mediante operaciones con acciones y no hacer transferencias a socios relacionados con paraísos fiscales”.

Estamos en una situación tan distorsionada, que el Estado les está regalando una parte de los sueldos a las empresas sin considerar su tamaño ni capacidades financieras, y sólo les pide que no distribuyan utilidades (parte de la cuales estarían constituidas por esas transferencias públicas), que no compren dólares para enviarlos al exterior mediante la operación CCL —contado con liquidación— (operación que podría ser hecha, en parte, con esos fondos recibidos por el Estado, para continuar fugando divisas), y que no transfieran fondos a guaridas fiscales. Simplemente eso les pide el Estado, que no delincan (desviando los fondos recibidos a sus bolsillos particulares) y que no fuguen más dólares… y eso modestísima demanda de sensatez y prudencia social es tildada como “el sueño del estado omnipresente”.

La sinfonía pro-fuga ha sido también ejecutada por Carlos Pagni, en su artículo “El truco de la fuga de dólares le salió muy mal al kirchnerismo”.

El texto es un conjunto de falacias para tapar-justificar una práctica económica que tiene el efecto de esterilizar el ahorro nacional y transformarlo en activos externos a nuestra economía. Pero lo que interesa resaltar es la explicación digna del personaje nazi Miky Vainilla, cuando dice que “sólo hace pop, pop para divertirse”. Pagni señala que “lo relevante es lo que se pretendía reprochar”, “gente que tenía pesos declarados, que había pagado sus impuestos, decidió comprar un bien, en este caso dólares”. Podrían ser caramelos, monopatines, pero fueron dólares. Casualmente el dólar es “el” bien para transformar ahorros locales en activos trasladables al exterior. Agrega que esos dólares serían “para depositarlos en el exterior o comprar una casa en el país. Da lo mismo”. No, no da lo mismo. Una casa en el país es empleo, producción y consumo locales que se activan. Una cuenta en el exterior es como si se hubiera quemado esos “bienes que decidió comprar”. Pagni intenta hacer pasar por un derecho individual inalienable, por una “libertad personal”, una práctica colectiva de un sector social muy concentrado, que pretende que la comunidad nacional se quede en silencio e inerte mientras ve que los fondos necesarios para hacer que el país funcione terminan en Panamá.

Y volvemos a diferenciar: uno es el problema genuino del ahorro de lxs argentinxs que necesitan algún mecanismo para guardar y preservar sus excedentes personales, y otro es el de los grandes capitales que fugan el excedente. El Estado debe proveer a los primeros los instrumentos financieros creíbles y sólidos para que no tengan que andar corriendo detrás del dólar. El problema de cómo hacer que los grandes actores se decidan a ocupar el rol que la teoría dice que tienen los capitalistas en la sociedad capitalista, es otro problema mucho más complejo.

Anticomunismo de anticipación

Evidentemente el programa de la derecha no incluye la posibilidad de la recuperación argentina: se va a oponer a todo lo que sirva para que el país se ponga de pie, porque no quiere un Estado con las capacidades de gestión necesarias para liderar el crecimiento. Ya está usando el latiguillo de la libertad versus el autoritarismo, denuesto con el que señalará a todo ejercicio de poder significativo por parte del actual gobierno.

Y usarán el valor supremo de la propiedad, con la particular variante local de haber extendido el concepto para que incluya a todo privilegio económico obtenido de las formas más espurias y corruptas. El derecho de propiedad en su versión argentina sería un “pelito para la vieja” sobre todas las rentas apropiadas en forma inescrupulosa por diversos actores privados. El derecho de propiedad también será esgrimido contra las necesarias regulaciones económicas, acompañadas del latiguillo –ridículo, luego de la experiencia macrista— de “así no van a venir las inversiones”.

Cuando surgió Bolsonaro en Brasil, con su furibundo anticomunismo sin comunistas, pareció delirante y extemporáneo. Nos costó un tiempo comprender la función política de ese anticomunismo agresivo, muy útil en su política de ataque a los derechos de los trabajadores y jubilados, mientras sostenía con mano firme a su ministro ultra liberal y rematador del Brasil, Paulo Guedes.

El anticomunismo de los peleles periféricos latinoamericanos no tiene que ver con el comunismo, sino con un discurso de guerra, violento y agresivo, contra los actores reformistas y moderados que intentan modificar algo del cuadro del subdesarrollo y la desigualdad.

Aquí también ha asomado ese ensayo grotesco, que no tiene base en una realidad política de fuerte radicalización izquierdista, sino precisamente en lo contrario: una fuerte radicalización derechista, que sobre un contexto de atraso y miseria como el latinoamericano, avanza brutalmente sobre los restos de bienestar disponibles en los rincones de nuestra región. Es un anticomunismo de anticipación, que agrede preventivamente a los actores que podrían esbozar un “no” a las demandas de nuevas depredaciones sociales por parte de fracciones minoritarias.

Es evidente que a estas minorías les importa un bledo la democracia en un sentido profundo, sino que recuperan la palabra como defensa del statu quo, y se refugian para eso en el eje pretérito “democracia versus comunismo” que goza todavía de alguna legitimidad residual en las regiones donde perdura la hegemonía norteamericana.

Parecería mucho más cercano a la realidad argentina hablar del par de opuestos “bienestar social versus rapiña particular” que de rezagos ideológicos de la guerra fría.

En todo caso, el autoritarismo real parece impregnar el comportamiento de actores minoritarios que no están dispuestos a someterse a las leyes que pueden afectar sus beneficios, mientras que si las políticas públicas fueran capaces de encarnar las luchas y demandas de las mayorías, podrían representar una forma concreta, social, de la palabra libertad.

Fuente: .elcohetealaluna.com