Por Pablo Otero- La Prensa

La Guerra de la Triple Alianza (Argentina, Brasil y Uruguay contra Paraguay) se desarrolló entre noviembre de 1864 y marzo de 1870. Fue la contienda más sangrienta en la historia latinoamericana.

El 22 de septiembre de 1866, el general Mitre al mando de las tropas aliadas y confiado en sus estrategias europeas, decidió tomar el fuerte paraguayo de Curupaytí, junto al río Paraguay. Con casi 17 mil hombres más la flota del imperio de Brasil calculó que le sería fácil vencer a 5 mil paraguayos atrincherados con 50 cañones. Erró el cálculo nuevamente como cuando dijo al comienzo de la guerra, dos años antes, que duraría tres meses.

La batalla de Curupaytí terminó en una tragedia para los aliados y para el Paraguay en una verdadera hazaña histórica que enorgullece a todo un país. La impericia del mando aliado, las lluvias que convirtieron el lugar en un verdadero lodazal (que impidió la retirada aliada y se transformó en una trampa mortal) y el valor y la organización del ejército paraguayo al mando del general José Eduvigis Díaz (asesorado por un ingeniero austro-húngaro) le dieron el triunfo al presidente guaraní Francisco Solano López. Murieron y resultaron heridos más de 10 mil argentinos y brasileros y tan solo 92 paraguayos.

Esta batalla, tanto como sus antecedentes, su desarrollo y sus consecuencias, son analizados y narrados por el historiador José Luis Alonso en esta investigación, que se caracteriza tanto por el orden dinámico con el que expone los acontecimientos como por la cantidad de testimonios de los protagonistas de la considerada la peor derrota de la historia del Ejército Argentino.

Entre otros numerosos documentos transcriptos por Alonso, destacamos dos. Uno, el que refleja lo que sentían los soldados argentinos antes de la batalla y que demuestra la lejanía de los mandos y, segundo, el magistral parte de batalla que dejó escrito el general argentino Lucio V. Mansilla.

Los obscuros presagios de aquella batalla estaban presentes en el cuerpo de oficiales. El capitán Francisco Seeber, quien luego se convertiría en intendente de Buenos Aires, recuerda: «Roseti nos dijo estas palabras textuales: Compañeros, mañana vamos a ser derrotados. Los paraguayos están fuertemente atrincherados, tienen 50 cañones en batería, el frente está defendido por troncos de árboles con ramas espinosas, entrelazadas, el terreno es pantanoso en gran parte, los fosos son profundos y los taludes y escarpas muy empinados. Nuestra artillería es débil e insignificante. No se han explorado las posiciones enemigas suficientemente y, no se ha construido paralelas para acercarnos a las trincheras bastante cubiertas para ser menos sensibles nuestras pérdidas. La escuadra podría evolucionar con poca eficacia, porque las barrancas sobre el río son muy altas. Tengo el presentimiento de que voy a ser uno de los primeros en caer y que me pagarán un balazo en la barriga, ya le he dicho al mayor Funes que se prepare para reemplazarme».

En cuanto al otro testimonio, Mansilla, herido en un hombro, dejó para la historia de la batalla el siguiente doloroso relato de los hechos en que había participado: «Aquello era un infierno de fuego. El que no caía muerto caía herido, y el que sobrevivía a sus compañeros contaba por minutos la vida. De todas partes llovían balas. Y lo que completaba la grandeza de aquel cuadro solemne y tremendo de sangre, era que estábamos como envueltos en un trueno prolongado, por las detonaciones de cañón. A los cinco minutos de estar mi batallón en el fuego, sus pérdidas eran ya serias. Muchos muertos y heridos yacían envueltos en su sangre, intrépidamente derramada por la bandera de la Patria».

En definitiva, Curupaytí fue una batalla que marcó la guerra, originó que Mitre dejará de ser considerado un gran estratega militar y paralizó las operaciones aliadas por varios meses. Hoy en día, sigue siendo un ejemplo de una batalla mal planeada, y en Paraguay no sólo representó una victoria importante, sino que también fue utilizada en la década de los noventa para reivindicar la figura del Mariscal Francisco Solano López.