Por Aldo Battisacco- enviado especial en Buenos Aires

Así, como si alguien de antemano lo supiese, sin ostentación y ese nerviosismo adolescente que desea – con cierta premura- se desplegaron las banderas, las de «Todos» y las propias, casi con una reposada urgencia de años y de angustia ninguneada.

En el frente del bunker «de Alberto», ahí en la calle, como siempre, en la calle del pueblo, de los pueblos, se leía sin saber, se esperaba sin desesperar, y se victoreaba a los cuatro vientos desafiando la desvergüenza de los sicarios de la paz.

Los votos matan.

La militancia kirchnerista disfrutó cada minuto de espera y la ausencia de los resultados era sentido como el miedo del oficialismo a lo inevitable.

No alcanzó la vista para hacer suposiciones sobre la cantidad de cuadras en las que se encontraban encolumnados esos, sí, esos, «lo que no vuelven nunca más».

Sobraron gestos que con fuerza y con dulzura daban pie a las sombras que dejan los abrazos, los besos, el encuentro y las miradas furtivas, cómplices, que no lograron esquivar la precisión atenta de las cámaras. O las preguntas de los colegas, curiosos por saber si era el adelanto de un festejo o la alegría del encuentro, o tal vez ambos.

Todo cambió a partir del reconocimiento de la derrota de Macri, o también, del triunfo del Frente de Todos, en ese instante, los gritos desollaron el aire.

A tempranas horas de la tarde comenzaron a ubicarse con risible timidez los encargados de desplegar el cotillón, para terminar en el bautismo de la lluvia que bendijo el resultado y la tozudez que embarga a los que llegaron con la necesidad de algo soñado, durante cuatro años, la cadena nacional y un sueño llamado Cristina.