Por Florencia Vizzi

¿Existe el destino? ¿O son las decisiones que tomamos una serie de eslabones que se encadenan conformando el camino que recorremos? ¿Fue el destino el responsable de que Josefa Richarte dejara España para empezar una nueva vida en Rosario y terminara purgando dos años de prisión por un macabro crimen que no cometió? ¿O fue un encadenamiento de elecciones equivocadas que, tal como ella, dice, le costaron 17 años de su vida?

Lo cierto es que cuando Josefa Richarte llegó a la Argentina, para tratar de reconstruir la relación con el hombre con el que se había casado en España años atrás, no imaginó el final trágico de ese nuevo comienzo: la muerte de la mujer que se había convertido en su familia a manos de su esposo y los cargos por homicidio agravado por codicia que la pusieron tras las rejas sin que ella ni siquiera supiera lo que había ocurrido en realidad.

Marisa

María Isabel Ruglio tenía 79 años, era una docente jubilada y solitaria que llevaba años viviendo en Saladillo. Estaba divorciada y tenía dos hijos con los que no mantenía ningún contacto. Los vecinos la conocían bastante y estaban acostumbrados a sus ires y venires por el barrio, por eso llamó mucho la atención cuando, en el verano de 2020, de un día para otro, dejaron de notar su presencia.

En un principio, nadie conectó esa ausencia con el tétrico hallazgo que hicieron dos pescadores, el 11 de febrero de 2020, en el arroyo Saladillo: una serie de bultos, siete en total tras los rastrillajes, envueltos en bolsas de nylon negras que contenían las partes del cuerpo desmembrado de una mujer.

Un mes después, cuando logró establecerse la identidad, se supo que Marisa, como todos la llamaban, había sido asesinada entre cinco y seis días antes de que sus restos aparecieran flotando a la altura del Parque Regional Sur. Rápidamente los investigadores apuntaron contra el matrimonio que convivía con ella: Marcelo Fernández y Josefa Richarte. Ambos fueron detenidos y los acusaron de asesinar a María Isabel para quedarse con la casa. Pocos pusieron en duda esa teoría y la verdad de lo que ocurrió esa noche, sólo se conoció un año y medio después, cuando Fernández reconoció haber cometido el crimen por su cuenta y desligó a su esposa de toda responsabilidad.

Pepa

Josefa Richarte tiene 59 años y acaba de salir de la cárcel tras haber sido absuelta por el homicidio de quien, según cuenta, fuera una de sus mejores amigas. Es la mayor de nueve hermanos y siempre vivió en Sevilla donde también nació su hijo que, ahora, tiene 32 años y a quien espera volver a abrazar muy pronto.

Pasa sus días en un convento donde colabora con las religiosas y construye primorosas cajas artesanales que le proporcionan un mínimo ingreso mientras logra concretar los trámites que le permitan volver a su Sevilla natal.

“Los primeros días que llegué aquí, al convento, fueron tremendos, porque había perdido el registro de las puertas que se abren y se cierran, el entrar y salir. Todavía ahora, a veces, me paro frente a ellas como esperando que otros me abran”, recuerda.

Pepa tiene la voz ronca, fruto de una larga relación con el tabaco, y habla casi como en susurros. Es tan delgada y menuda que, a quien no la observe con atención, puede parecerle una mujer en extremo frágil. Pero no lo es. Ella misma remarca que “hay que tener un par de ovarios bien puestos para aguantar este proceso y pasar dos años en la cárcel, en un país extranjero, sin haber cometido ningún delito”. “Muchos ovarios y mucha fe”.

Fernández

“Fernández era tan caótico, complicado, todo él y todo sobre él lo era, sobre todo en los últimos años, su psicología, su personalidad, tan extravagante y caótico…en seguida se ponía fuera de sí”.

Según el relato que Pepa hilvana atravesando el silencio que domina cada rincón del convento, conoció a Marcelo Fernández 17 años atrás, en Sevilla. Ambos trabajaban en un restaurante, él era mozo y ella se ocupaba de tareas en la cocina.

Como suele ocurrir en los inicios, todo iba bien entre ellos y decidieron probar suerte con la convivencia, algo que funcionó durante tres años, hasta que decidieron casarse. “Ahí, todo cambió, empezaron los malos tratos, la violencia verbal y psicológica y los problemas con mi hijo. No quería que tuviera relación ni con mi hijo ni con mi familia. Vamos, con nadie. Trataba de aislarme y apartarme de todos ellos para que no vieran como era él. Claro que eso es algo que puedo entender ahora, después de todo lo que viví”.

Las cosas fueron de mal en peor hasta que Fernández terminó agrediendo físicamente al joven y a su padre, lo que le valió una orden de restricción. Cuando la violó, la justicia española lo sentenció a 9 meses de prisión.

“A pesar de todo, traté de acompañarlo. Pensaba que era una persona extranjera, en prisión y que solo me tenía a mí. Su madre me llamaba a diario para que no lo deje solo y así lo hice, me ocupé de que no le faltara nada, ropa, comida, tabaco, esas cosas”, cuenta la mujer. “Pero, cuando cumplió la condena, fue deportado inmediatamente, apenas salió de la cárcel”.

Forzado, Fernández volvió al país y se instaló con su madre, que falleció poco tiempo después.

Pepa y Marcelo

Tras la muerte de su madre, Marcelo se esforzó por retomar el contacto con su mujer. Según cuenta ella, que jamás pronuncia su nombre y que, cuando se ve obligada a nombrarlo, solo lo hace por su apellido, comenzó a llamarla por teléfono a diario. Y así lo hizo durante cuatro años, jurando que había cambiado y que, si ella accediera a vivir en Argentina junto a él, todo sería diferente.

“Decía que quería empezar de nuevo conmigo, vamos, que me hizo la oreja”, reconoce Josefa con su inconfundible acento andaluz. “La verdad es que yo lo quería, quería estar con él y le creí que verdaderamente había cambiado… pensaba incluso que en el futuro mi hijo podía instalarse aquí… así que dejé todo e hice la maleta… Tal vez me tendría que haber cortado las patas (sic) antes de venir para acá”.

El mismo día en que arribó a Argentina, pocas horas después de bajarse del avión, Marcelo y Josefa tuvieron un accidente en la moto con la que se dirigían a almorzar en la casa de un pariente de su marido. “Llegué a las 12.30 a Rosario y a las 5 de la tarde estaba internada en el Hospital Provincial con la tibia y el peroné fracturados. A él lo habían llevado a otro hospital, así que ni siquiera podía contestarle a la policía dónde había sido el accidente o donde vivía, estaba sola y perdida. Fue horrible, como un presagio de todo lo que vendría después”.

La rehabilitación, medicamentos y terapias físicas posteriores al accidente se comieron todos los ahorros que Josefa había traído de España para instalarse. “Nos chocó un auto, pero él iba a contramano, así que el seguro se negaba a cubrir los gastos y me gasté toda la plata que traía. Estaba toda golpeada y tenía que ir todas las semanas a curarme y a hacer rehabilitación. Él no tenía trabajo tampoco así que la pasamos realmente muy mal. Literalmente hemos estado días sin comer”.

La recuperación se extendió por más de 9 meses y cuando pudo empezar a movilizarse, tenía que hacerlo con muletas. “Estaba toda golpeada y tenía marcas por todos lados. Dejé de hacer videollamadas con mi familia para que no se enteraran de lo que había pasado, así que les decía que tenía el teléfono roto. Al principio no podía moverme, pero ya a la mitad de la rehabilitación, cuando pude empezar a caminar, traté de encontrar trabajo”.

Y así fue. Josefa encontró trabajo en un minimarket que estaba justo frente a la casa de Marisa, quien era clienta asidua y tenía cierta relación con la dueña del local.

Pepa y Marisa

“Cuando yo conocí a Marisa ella se convirtió en mi amiga, mi hermana y mi madre. Siempre me ayudó y yo sabía que podía contar con ella para todo. Era la única persona a la que podía aferrarme, y lo hice, se convirtió en mi familia, la única familia que tenía aquí. Por eso yo pienso que, si esa noche yo hubiera estado en la casa, hubiéramos caído las dos, porque yo no hubiera permitido que le hicieran nada malo. La extraño cada día”.

María Isabel estaba completamente sola, padecía una depresión crónica y problemas en la columna, así que la relación entre ambas mujeres fue creciendo rápidamente. Cada día se acercaba al negocio a tomar mates y charlar. Cuando la dueña del comercio se fue de vacaciones, Josefa se quedó a cargo y pasaba todo el día allí, de la mañana a la noche. Así que Marisa le propuso que se cruzara a almorzar a la casa cada día, para no padecer tanto el calor en el pequeño local. “Al principio le dije que no, porque ella dormía todo el día, y ¿qué iba a hacer yo en su casa? Pero ella insistió, me prometió que se iba a quedar despierta de día, así que empezamos una rutina de almorzar juntas, nos cocinábamos y conversábamos. Después, ella se iba a hacer su siesta y yo me volvía al trabajo”.

Como reza el dicho, una cosa lleva a la otra. Ruglio tenía una casa muy grande y un inquilino al que no quería renovarle el contrato, así que le propuso a Pepa que se mudara allí. “Yo no podía pagarle el alquiler, y se lo dije. Sobre todo, teniendo el departamento de Fernández donde vivíamos, aunque también es cierto que casi todo lo que ganaba se me iba en transporte. Además, le dije que si nos mudábamos allí, lo tenía que llevar a él. Y yo no quería, no quería porque a Fernández se le cruzaban siempre los cables e iba a haber problemas”.

Pero, según el relato de Josefa, Marisa insistió, le dijo que se mudara allí con su marido y que con lo que ahorraba podía pagar el alquiler. Era algo bueno para ambas, Pepa podía acompañarla y cuidarla y establecerse en un lugar sin escaleras, que representaban una dificultad para ella por las secuelas del accidente.

Fue entonces que el matrimonio se mudó a la casa de Marisa. Como Fernández no trabajaba, salvo una changa de reparto en una pizzería los fines de semana, Pepa empezó a buscar otros ingresos, limpiando el gimnasio que quedaba en la misma cuadra y cuidando gente de noche. También preparaba comida para vender: tartas, pizzas, rosquitas, pastelitos, milanesas, todo tipo de cosas que rápidamente le ganó una clientela estable.

“Marisa veía que yo trabajaba todo el día y también de noche, mientras que Fernández casi no hacía nada. Eso ponía las cosas tensas entre ellos, muchas veces ella se lo reprochaba. Entonces surgió lo de la verdulería. Había un policía que siempre iba a comprar pastelitos y nos dio la idea. Y ella me dijo que si yo prometía dejar los trabajos que hacía a la noche, me iba a ayudar. Pero se lo tenía que prometer”.

Pepa hizo la promesa y con ayuda de “Titi”, como muchos apodaban a María Isabel, montaron la frutería en el garaje de la casa que funcionaba de local. “Ella me prestó dinero y me regaló una estantería. Me ayudó muchísimo. Poco a poco fuimos agregando más y más mercadería y las cosas empezaron a ir bien, muy bien en realidad”.

Olor a sangre

Al tiempo que todo esto ocurría, la convivencia tomó ribetes más oscuros. Según el relato de Josefa la relación entre Fernández y Marisa empeoraba, al punto de que empezaron a pensar en dejar la casa.

“La relación entre él y yo se ponía cada vez más tóxica y él más violento. Tenía cosas muy raras y gritaba todo el tiempo. Había que hacer todo como él quería y ‘no molestarlo’. Hablamos de esto con Marisa, pensamos en simular, en hacer como que nos volvíamos al departamento para que después yo lo dejara y me volviera a la casa a vivir con ella. Pero yo tenía mucho miedo de hacer eso, tenía miedo de que él viniera por la noche, se metiera y le hiciera algo a ella, porque nunca se sabía cómo iba a reaccionar”.

De todos modos, hacia el mes de diciembre las cosas se habían vuelto casi insostenibles, por lo que Josefa resolvió que tenían que irse. “A ella la tenían que operar de la espalda, así que yo decidí esperar a que pasara la cirugía para ayudarla a recuperarse y después nos íbamos. Por eso, cuando hicieron el allanamiento todas nuestras cosas estaban embaladas… Ya estaba todo listo, pero no dio tiempo…”

La noche en que el crimen ocurrió, Pepa rompió la promesa que la había hecho a su amiga y tomó un trabajo para cuidar al padre de un vecino que había sufrido una caída.

“Me llamó Alejandro y me dijo que necesitaba que lo ayudara con el padre. Yo no le dije nada a Marisa porque no quería que trabaje de noche. Ella se había ido a la psicóloga y yo me fui antes de que llegara, así que no la vi”. Era el viernes 6 de febrero de 2021.

Josefa regresó el sábado por la mañana, alrededor de las 11 y lo primero que notó es que la verdulería estaba cerrada, que la puerta que daba al sector de la casa en que Marisa vivía también estaba cerrada y que Fernández tenía un importante corte en la mano del cual chorreaba abundante sangre.

“No me pareció raro que Marisa tuviera la puerta cerrada, porque como daba al local, ella siempre ponía candado. Pero le tengo mucha fobia a la sangre, así que le pedí a Fernández que se vendara la mano y limpiara el piso que estaba todo chorreado”.

Su marido alegó que se había cortado afilando un cuchillo y ella se enojó porque el negocio aún estaba sin montar. “También le pregunté por Marisa, y me dijo que había salido. Pero lo vi raro, estaba recién duchado y con una ropa que nunca usaba…y raro. Le dije que fuera a hacer algo con esa mano y que se metiera adentro”.

Cuando se hicieron las dos de la tarde Josefa cerró el negocio y entró a la casa. Entonces, al atravesar el patio, algo sí llamó mucho su atención, un intensísimo olor a sangre. “¿Viste cuando llegas a una gasolinera y hueles la nafta? Bueno, pues así de fuerte era el olor a sangre que había por todos lados… pensé que Fernández había dejado tiradas por allí las gasas que había usado para curarse… pero busqué por todos lados y no encontré nada, aunque el olor seguía siendo insoportable”.

El día pasó sin mayores novedades, aunque por la tarde Pepa notó que la cortina del baño estaba rota y que los ocho gatos que cuidaba no estaban por ningún lado. Reprendió a su marido por el desastre en el baño, creyendo que habían sido los gatos, y volvió a abrir el negocio. Cerca de las 10 de la noche, le volvió a preguntar por Marisa, que seguía sin dar señales. “No la ví”, respondió escueto.

Según Josefa, esto no era común, pero su amiga solía enojarse si ella le preguntaba mucho donde iba o a qué hora volvía. Y se le ocurrió que tal vez se hubiera ido a pasar el fin de semana a la casa de sus primas en Santa Fe, algo que solía hacer a menudo.

“Te juro que nunca, nunca, nunca se me habría podido ocurrir lo que había pasado allí esa noche”.

Crimen y castigo

Pasado el fin de semana, Pepa empezó a preocuparse. “Todo me empezó a parecer muy raro y estaba segura de que le había pasado algo. Así que fui a la comisaría, expliqué lo que pasaba y pedí que la buscaran. Me tomaron la descripción y me preguntaron que llevaba puesto, algo que yo no sabía porque no la había visto. Total, que me dijeron que la iban a buscar pero que no me podían tomar la denuncia porque no era familiar de ella”.

A una semana de su desaparición, Josefa hizo un segundo intento con la policía, y le preguntaron si faltaba ropa de la casa o las cosas personales de Marisa. También le dijeron que tendría que haber llamado a Santa Fe para hablar con sus familiares.

“Yo no tenía el teléfono. Es decir, el teléfono de ellos estaba anotado en un cuadernito dentro de la casa, lo usaba para hablarles cuando la operaron. Pero, yo no me había atrevido a entrar, jamás se me hubiera ocurrido entrar a la casa de ella por ninguna razón. Pero el sumariante me dijo que tenía que hacerlo y llamar a la familia”.

La expresión de Josefa al recordar el momento en que entró a la casa de Marisa cambia radicalmente, y se cubre de una mezcla de tristeza y terror. “Me quise morir, porque cuando entré me di cuenta que algo malo había pasado. Había un desorden total, y eso no era normal, Marisa no era desordenada… era un desorden total, estaban sus lentes encima de la cama, el celular, el reloj, vi también en el armario que estaban las maletas, los zapatos, los medicamentos. Ahí entré en pánico, porque me di cuenta que no se había ido a ninguna parte”.

Josefa afirma que increpó a su marido y le volvió a preguntar qué pasó. La actitud de él la desconcertó. Le prohibió hablar con los vecinos, le dijo que no se le ocurra ir a la policía y que se quede callada.

“Pero yo igual hablé con las primas de Santa Fe y les pedí que hagan la denuncia también Esos días él había estado muy violento, me gritaba y me empujaba, pero igual no hice caso. Volví a la comisaría y les pedí que por favor la busquen. Me dijeron que necesitaban orden de allanamiento, que vaya al Centro Territorial de Denuncias y lo hice. A todos les pedí por favor que fueran, que fueran a la casa porque yo, de alguna manera, presentía que ahí, en la casa estaban las respuestas…yo no sabía lo que había pasado, pero en mi interior algo me decía que fuera lo que fuera, él tenía algo que ver. Tan es así que en los últimos días dejé de comer y de dormir porque no sabía qué esperar, él estaba por demás de violento y controlaba todos mis movimientos. Ahí es cuando empecé a entender que algo muy malo había pasado”.

Finalmente, el 4 de marzo de 2020 se concretó el allanamiento en el domicilio de Uriburu 522 y los investigadores llevaron también el perro que había ayudado a rastrear todos los restos de Tití en el Saladillo. El can los condujo a la vieja y vacía pileta trasera en la cual el luminol reveló rastros de sangre. Marcelo Fernández y Josefa Richarte fueron detenidos y días después, el fiscal Adrián Spelta acusó a ambos de haber cometido el crimen con el fin de quedarse con la casa.

Tras las rejas

Josefa asegura que ella se enteró de lo que había ocurrido esa trágica noche el día que los detuvieron. A pesar de que el caso había conmocionado a toda la ciudad y, en un momento, había sido cabecera de los noticieros nacionales. “Yo no miro televisión, en verdad, es que no lo hago. Los vecinos comentaban y me preguntaban cosas, Fernández me decía que no hablara con nadie, pero eso es todo lo que sabía. Y cuando me enteré…cuando me enteré creo que estuve más de un mes en shock. Es que realmente no podía creer, nunca imaginé que él pudiera haber hecho algo así, que fuera capaz de eso”.

Pero reconoce que, a medida que empezaron a pasar los días, le fueron llegando los recuerdos y comenzó a atar cabos.

“Empecé a recordar cosas a las que no le había prestado atención, que estaban fuera de lugar, por ejemplo, el corte en la mano, el negocio cerrado a las 11 de la mañana, el olor a sangre, la cortina del baño rota… empecé a unir esas cosas y también el hecho de que no me dejara hablar con los vecinos y que estuviera tan nervioso y violento… mi mente empezó a retroceder y comprender. Claro, te das cuenta cuando ya lo sabes”.

El 7 de marzo de ese año, Josefa Richarte y su marido quedaron detenidos en prisión preventiva, imputados por el crimen de homicidio calificado por codicia. En la audiencia imputativa, la mujer eligió ejercer su derecho a declarar y negó rotundamente los cargos que se le achacaban, manifestó su sincero afecto por Marisa y habló sobre la relación que las unía, repitiendo una y otra vez que siempre había sido buena con ellos y que los había ayudado. “Siempre se portó bien conmigo y yo quería ayudarla para que estuviera mejor y pudiera salir adelante”, declaró.

Marcelo Fernández optó por el silencio y no pronunció palabra. Y así se mantuvo hasta que el caso fue elevado a juicio, un año y medio después.

El giro inesperado

En abril de 2021, se realizó la audiencia preliminar del juicio y el fiscal Adrián Spelta adelantó que pediría prisión perpetua para los dos acusados. Pero cinco meses después todo cambió. Por primera vez desde que todo comenzó, Marcelo Fernández pidió hablar ante un juez y, en esa audiencia, confesó ser el único responsable del crimen y aseguró que su esposa nunca tuvo nada que ver con el homicidio.

Fernández contó que esa noche estaba muy borracho y que, alrededor de la 1.30 de la madrugada de ese 7 de febrero, comenzó una discusión con Marisa que se desmadró. Aseguró que la mujer agarró un cuchillo de gran tamaño y que él la tomó por el cuello y se le “fue la mano”.

En esa declaración, también contó sobre la persona que lo ayudó a encubrir lo que había hecho. Un remisero con el que tenía cierta amistad y que, casualmente, esa noche pasó por la casa y se detuvo al ver las luces encendidas. El hombre le ofreció limpiar el desastre a cambio del departamento que poseía en Barrio de la Carne. Fernández entregó las llaves y su amigo se ocupó de desmembrar el cuerpo con una cuchilla muy afilada que había en la casa.

Ante el juez y el fiscal, el hombre reconoció que su esposa nunca supo lo que había pasado, que esa noche estaba trabajando y que llegó ya entrada la mañana cuando todo había terminado. Y también juró que, a pesar de lo nervioso que estaba, nunca le dijo a ella ni una palabra.

“Cuando supe cómo había sido todo, y que él confesó que yo no tenía nada que ver, sentí enojo y mucha rabia. Porque en verdad, yo no tenía nada que ver, pero en qué mala hora me fui a lidiar con él, en qué mala hora tomé esa decisión… Y me sentí muy mal, porque de una manera u otra yo lo llevé allí. Sé que no soy culpable de lo que pasó, pero no puedo evitar sentirme así”, suelta Josefa con resignación.

Su expresión cambia al referirse a los días del encierro. Cuenta lo que vio y lo que vivió, pero las palabras parecen no alcanzarle para describirlo como lo refleja su rostro.

Recuerda también la última conversación con Fernández. Un llamado telefónico que el hombre le hizo mientras estaba detenida. “Se enteró de que mi familia iba a intervenir contando todo lo que él había hecho en España y me llamó para amenazarme. Esa fue el único contacto que tuve con él después de que me detuvieron, y el último por el resto de mi vida”.

Pepa espera ahora terminar con el divorcio, recuperar su pasaporte y encontrar la forma de juntar el dinero para volver a Sevilla. No sabe si, en algún momento, la pesadilla va a terminar de desaparecer y todavía tiene miedo de salir a la calle y de ser reconocida, señalada o atacada.

Y también confiesa extrañar a su amiga cada día. “La extraño muchísimo, y fue muy, muy duro, porque yo tuve tres duelos, un duelo por Marisa, un duelo por mí, porque de alguna forma, esa noche Fernández también me mató a mí, y un tercer duelo por él, porque está muerto para mí. Recuerdo a Marisa cada día, con tristeza, pero también con mucho amor. Ella no merecía lo que le hicieron, y tampoco merecía haber estado tan sola durante tantos años… Y lo que más lamento, es el tiempo perdido… lo pienso de tanto en tanto, en qué momento me lié en esta historia que me costó 17 años de mi vida”.