Por Rubén Alejandro Fraga

Caía la tarde del jueves 1º de diciembre de 1955 en Montgomery, Alabama, cuando una costurera de 42 años terminó su extenuante jornada laboral en una sastrería del centro de esa ciudad norteamericana y se dispuso a regresar a su casa. Rosa Parks estaba cansada y por eso se alegró cuando vio asomarse el ómnibus que esperaba.

Al subir al micro la señora Parks creyó confirmar que aquel era su día de suerte, ya que por la mitad del vehículo encontró un asiento desocupado, cosa que no era frecuente a esa hora en la que los trabajadores regresaban a sus hogares en el atestado transporte público. Pero en la Norteamérica segregacionista de los años 50 del siglo pasado era muy difícil que la suerte te sonriera si tu piel era oscura. Y la de la señora Parks lo era.

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A las pocas cuadras, el colectivo comenzó a llenarse y no pasó mucho tiempo hasta que un pasajero blanco subió y se encontró sin ningún asiento libre. Entonces, el chofer del colectivo se dirigió hacia el pasaje para pedirle a la señora Parks y a otros tres hombres negros que dejaran sus asientos a los blancos, tal como lo disponían las ordenanzas racistas de la época. Los tres hombres obedecieron de inmediato y se marcharon en silencio y con la mirada baja hacia el fondo del pasillo del ómnibus, donde esperarían de pie a que el transporte llegara a sus destinos. Parados y resignados, como muchos otros afroamericanos viajaban a esa hora en numerosos ómnibus. Las ordenanzas señalaban que las primeras filas de asientos de los ómnibus estaban reservadas para los blancos. Los negros sólo podían sentarse unos pocos asientos de las últimas filas.

Pero aquella tarde, de la que por estos días se cumplieron 60 años, la señora Rosa estaba cansada. Doblemente cansada. Estaba cansada de una larga jornada laboral en la sastrería. Y también estaba cansada de una vida injusta en la que siempre tenía que ceder ante los blancos por el solo hecho de haber nacido negra. Y se negó a ceder su asiento.

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En verdad, Rosa Parks no fue la primera persona negra en rebelarse a tener que ceder su asiento ante las injustas ordenanzas del transporte público norteamericano en los 50. Ya había antecedentes en los ómnibus interurbanos, como el de Irene Morgan, 10 años antes. E incluso el de una estudiante de 15 años, Claudette Colvin, arrestada el 2 de enero de 1955 por no ceder el asiento a un blanco cuando volvía del colegio. Pero el de Rosa Parks fue el primer caso en un colectivo urbano. Y pasaría a la historia como la chispa que encendió las luchas por los derechos civiles en Estados Unidos.

El colectivero increpó a la rebelde Rosa y llamó a la policía. Ya había caído la fría noche sobre Montgomery cuando Parks fue encarcelada, acusada de haber perturbado el orden. La noticia del arresto de la mujer, que se había unido en 1950 a la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (conocida por sus siglas en inglés Naacp, National Association for the Advancement of Colored People), se propagó como reguero de pólvora e indignó a la comunidad afroamericana. Parks no era una desconocida para la colectividad afroamericana de Montgomery. Además de pertenecer a la Naacp, Rosa se había formado sobre los derechos civiles y había colaborado para impulsar que los ciudadanos y ciudadanas negros se inscribieran en el censo electoral para poder votar en Montgomery.

Edgar Daniel Nixon, un líder de los derechos civiles de los afroestadounidenses y sindicalista de Montgomery, conocía el activismo de Rosa y fue el primero en reaccionar ante el arresto. Y jugó un papel clave en esta historia, ya que logró convencer para que se sumara a la cruzada a un joven negro de 26 años que recientemente había sido designado pastor de la iglesia bautista de la avenida Dexter de Montgomery. Su nombre era Martin Luther King Jr. y aunque al principio se mostró reacio, finalmente se sumó a la organización de un boicot contra el servicio de transporte público de colectivos de la ciudad.

Luther King, junto a Nixon y a la activista Johnnie Carr –quien era amiga de la infancia de Rosa Parks–, convocaron a la población afroamericana a no tomar más ómnibus mientras se mantuvieran las ordenanzas segregacionistas. Repartieron folletos en los barrios de población negra, concientizaron a la gente y la ayudaron a organizarse para transportarse por otros medios. Mientras tanto, Luther King lideraba también una batalla judicial contra las leyes segregacionistas en Alabama.

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En realidad, se pedía algo muy modesto: que los negros pudieran sentarse en la parte delantera del ómnibus y los blancos en la trasera, es decir, que no hubiera segregación en los vehículos. Ninguno estaría obligado a ceder el asiento al otro en el colectivo. Los choferes debían ser amables con los pasajeros negros. Y también se pedía que los negros pudieran ser conductores de ómnibus en los trayectos efectuados mayoritariamente por negros.

El boicot fue un gran éxito y la falta de pasajeros negros golpeó duro en las arcas de la empresa municipal que controlaba el sistema de ómnibus, ya que la enorme mayoría de los pasajeros eran afroamericanos.

La protesta fue muy dura, y se prolongó durante 381 días en los que Luther King fue encarcelado, su vivienda fue destrozada por una bomba y recibió muchas amenazas contra su vida. Pero el boicot finalizó victorioso en diciembre de 1956, después de que la Corte Suprema de Estados Unidos dictaminó en torno a un caso relacionado, Browder y Gayle (1956), que las leyes locales y estatales eran inconstitucionales, y ordenó al Estado poner fin a la segregación en los ómnibus.

Rosa Parks, cuyo nombre de soltera era Rosa Louise McCauley, se convirtió desde entonces en un ícono de la lucha contra la segregación racial en Estados Unidos y pasó a la historia como “la primera dama de los derechos civiles”. Parks se mudó a la ciudad de Detroit, Míchigan, a principios de la década de 1960 donde consiguió empleo con el representante afroamericano John Conyers, del Partido Demócrata, desde 1965 hasta 1988. Recibió numerosos galardones que premiaron una vida dedicada a luchas contra el racismo. La primera dama de los derechos civiles de Estados Unidos murió el 24 de octubre de 2005, a los 92 años, en el geriátrico en el que pasó sus últimos años. Días después, el 30 de octubre de 2005, los restos de Rosa Parks fueron honrados en la Rotonda del Capitolio, convirtiéndose en la primera mujer y la segunda persona afroamericana en recibir este honor.

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El ómnibus en el que Rosa Parks protagonizó su acto de rebeldía se encuentra en el Museo Henry Ford. El presidente estadounidense, Barack Hussein Obama, visitó este año el histórico vehículo y se sentó en el asiento en el que Parks escribió una página dorada en la historia de la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos.

 

 

Una lucha no violenta

A partir del incidente con Rosa Parks en un ómnibus de Montgomery, el reverendo Martin Luther King apeló en su proclama a los principios cristianos tanto como al viejo y sacudido idealismo norteamericano, y con ese “ya basta” se erigió en líder de lo que estaba surgiendo: el gran movimiento de derechos civiles de Estados Unidos.

Un movimiento que nació desde los sectores más marginados, explotados, oprimidos desde el mismo momento en que sus antecesores llegaron a las costas norteamericanas encadenados como esclavos.

Aunque sus tácticas producían carcajadas entre los jóvenes negros del norte, que tenían al líder congoleño Patrice Lumumba en la cabeza, al Che Guevara en el corazón, y estaban a punto de tener a Malcolm X en sus consignas de combate, las tácticas de no violencia activa –sentadas, marchas de protesta–, pusieron el tema en la agenda nacional de los estadounidenses. De esa resistencia a la condición indignante de “segunda clase” de los negros nació un movimiento generoso que invitó a todo el pueblo, no sólo a éstos, a conquistar dignidad y derechos humanos fundamentales.

“Yo tengo un sueño”

“Hoy les digo a ustedes, amigos míos, que a pesar de las dificultades del momento, yo aún tengo un sueño. Es un sueño profundamente arraigado en el «sueño americano». Sueño con el día en que esta nación se levante para vivir de acuerdo con su creencia en la verdad evidente de que todos los hombres son creados iguales. Sueño con el día en que mis cuatro hijos vivan en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel sino por la integridad de su carácter”. Las palabras del líder negro Martin Luther King Jr. retumbaron en las escalinatas del monumento Lincoln Memorial, aquel 28 de agosto de 1963, cuando las más de 250 mil personas que habían marchado sobre Washington en apoyo de los derechos civiles le oyeron pronunciar su más famoso discurso: “Yo tengo un sueño” (I have a dream).

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King tenía por entonces 34 años, y menos de cinco años después caería muerto en el balcón de un hotel de Memphis, Tennessee, el jueves 4 de abril de 1968, víctima del disparo de un francotirador, James Earl Ray –un blanco que había escapado de la cárcel–, cuyos cómplices jamás fueron identificados.

Al año siguiente de aquel memorable “Yo tengo un sueño”, la ley de derechos civiles prohibió en Estados Unidos la segregación racial en locales públicos y la discriminación educativa y laboral. Y Martin Luther King ganó el premio Nobel de la Paz. Luego, tras la represión a una marcha en Selma, Alabama, el presidente norteamericano Lindon Baynes Johnson –quien había reemplazado al asesinado John Fitzgerald Kennedy– firmó la ley de derecho al voto en 1965.