En medio de un caos de gobernabilidad, con hospitales públicos sin atención, con desabastecimiento de vacunas y medicamentos esenciales para niños y ancianos, huelgas por paritarias sin concluir, la industria en caída libre y conflictos sindicales de norte a sur y de este a oeste, la Argentina, la ciudad de Buenos Aires o, mejor dicho, el puerto de Buenos Aires y la City porteña, recibieron a la Cumbre del G20.

Los funcionarios del gobierno nacional declaran una y otra vez que es un orgullo para el país recibir esta Cumbre, que nos reinserta en el mundo. Pero, sin embargo, al chequear brevemente los antecedentes de los presidentes, primeros ministros o príncipes que pisan suelo argentino por estos días, no podemos dejar de preguntarnos: ¿Qué parámetro ético, moral y político manejan dichos funcionarios como para enorgullecerse de este encuentro de facinerosos?

Los gobiernos de Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Australia, Alemania, todos ellos fueron y son protagonistas activos de la destrucción de Siria, y son los culpables de la muerte de medio millón de personas, de seis millones de desplazados; una nación con miles de años de historia totalmente destruida, con su infraestructura paralizada en un 80%, el suministro de agua colapsado, razón por la cual 14 millones de personas carecen de acceso a este elemento fundamental para la vida. La mitad de los hospitales del país están totalmente destruidos, la educación de los niños interrumpida, tres millones de chicos no pueden concurrir a la escuela, el 85% de los sirios vive debajo del umbral de la pobreza y, en el 75% de los hogares, los niños tienen que trabajar para reconstruir el país (fuente Unicef).

Una catástrofe por donde se la mire. Pero como si devastar regiones del mundo por rapacidad imperial fuera poco, estos “líderes” son artífices también de la pobreza, la exclusión y el desmembramiento del tejido social en sus propios países.

En Estados Unidos más de 40 millones de personas viven en la pobreza, tienen la tasa más alta del mundo en asesinatos con armas de repetición entre sus propios habitantes y por cuestiones de discriminación racial, una sociedad violenta, elitista y frívola como pocas en el mundo. En China, por su parte, 100 millones de personas viven en la extrema pobreza, con menos de un dólar por día, el 5% de la población sufre desnutrición, el 25% de las familias acceden al 1% de la riqueza mediante un mercado laboral esclavista donde el derecho al reclamo y la libertad de expresión son pagados con la vida.

En Francia, el 21% de las personas no puede procurarse 3 comidas saludables al día y sin ayuda social, una de cada 5, vive bajo el umbral de la pobreza y la situación empeora por estos días, donde la población está soportando un ajuste feroz que provocó revueltas en Paris y otras ciudades.

Para qué nombrar los índices de pobreza en India, los más altos del mundo, o la presión de Angela Merkel y la Troika a los países más vulnerables de Europa, o el retroceso de derechos sociales en Brasil llevado a cabo por Temer, solo comparable con el de Macri en Argentina.

Si hablamos del medio ambiente, el 76% de las emisiones de dióxido de carbono a nivel mundial son generadas por los países que componen el G20.

Los números y estadísticas muchas veces no alcanzan a reflejar la profundidad de la crisis a la cual nos están llevando en diferentes aspectos, pero hay algo que es innegable después de la comprobación científica de Thomas Piketty: la riqueza se concentra en menos manos y la pobreza se extiende a más sectores de la sociedad, polarizándose indefectiblemente.

Por todo esto y más, es que la respuesta a aquella pregunta del título es que sentimos vergüenza. Vergüenza e impotencia al ver cómo se gastan miles de millones de pesos para hospedar a los principales responsables de la degradación y la precarización de la vida en el planeta.

Y si alguno/a se les ocurre decir que esto forma parte del progreso y que son naciones avanzadas con alto grado de desarrollo, habrá que responderle que eso no es progreso, el consumo no es sinónimo de progreso, eso es un fetiche del deseo provocado, del deseo estimulado por la propaganda.

El progreso es integración con acceso a la igualdad de oportunidades, la paz con diversidad, la producción al servicio de las mayorías necesitadas, que hoy ven cómo se reúnen para seguir complotando intereses de élite, en medio de una ciudad militarizada por el odio que provocan cuando juegan a repartirse el mundo.