Vemos la lluvia pero no la sentimos en la piel hasta que nos moja, observamos el sol pero notamos que existe de verdad cuando su calor entibia nuestro cuerpo, miramos el rostro de personas desconocidas y nos resulta difícil imaginar que cada uno de ellas posee amores, sueños, dificultades, trabas, enojos, alegrías y proyectos tan parecidos a los nuestros, que podríamos intercambiarlos al cruzarnos y seguir nuestras vidas sin darnos cuenta del trueque hasta mucho tiempo después.

Alguien ha dicho que donde más nos parecemos los seres humanos, es precisamente en lo que creemos diferenciarnos, en lo que suponemos tenemos de únicos y auténticos, de santos o demonios, de héroes o malvados. Tal parece ser nuestra humana naturaleza y vaya a saber por que nos sorprende a veces nuestro habitante interior insistiendo en hacernos creer que somos exclusivos e irrepetibles.

Y así vamos construyendo nuestra historia, pretendiendo saber quienes somos sin percibir que ignoramos muchos aspectos importantes de nuestra mismidad, y hasta la memoria es tan selectiva que nos hace recordar cosas diferentes cada vez que acudimos a ella, porque en cada rememoración la modificamos con algún nuevo condimento, y con el paso de los años el pasado suele lucir completamente distorsionado.

La memoria debe formarse con los pequeños instantes de conciencia plena que como un destello se nos enciende muy de vez en cuando, y será por esto que algunas situaciones que no han sido relevantes en nuestras vidas, se mantienen frescas en el recuerdo a través de los años y nos evocan no solo la propia situación, sino las sensaciones, emociones, olores y adornos que la componen, regresando a nosotros el momento pasado con toda su carga sentimental; y por el contrario, solemos olvidar con facilidad cosas verdaderamente significativas. Es decir, no es la importancia del hecho lo que se ha grabado en nuestra mente, sino el breve instante de conciencia que nos iluminó en ese momento.

Podríamos decir que nuestra memoria es equivalente al lapso que hemos sido concientes en la vida, y que el resto del tiempo lo transcurrimos en piloto automático, simulando que pensamos en lo que hacemos mientras actuamos la mayoría de las veces con nuestra cabeza en otro lugar, y todo eso mañana será ajeno a nuestros recuerdos porque en el fondo no lo hemos vivido, sólo lo transitamos como caminantes desorientados. En cierta manera también hay que reconocer que el olvido es sanador, si no supiéramos olvidar y perdonar, no soportaríamos la carga durante mucho tiempo.

Algo parecido sucede con las cosas que creemos saber, confundiéndonos con las que en su mayoría sólo conocemos, porque entre conocer y saber existe una gran diferencia: Conocemos aquello a lo que hemos tenido alcance, acceso o contacto por cualquier vía, y podemos intelectualmente luego describir y trasmitir, incluso con mucha precisión.

En cambio Saber, sabemos únicamente lo que somos capaces de hacer. La sabiduría incluye el conocimiento y la acción, y es lo que distingue a los sabios de los eruditos, a los maestros espirituales de los simuladores y falsos profetas, a los líderes de los jefes, a los estadistas de los políticos, y a los seres solidarios de los que viven  sólo para sí mismos.

Pero hay algo que siempre delata la diferencia, y es la mirada. Es lo que nos permite conocer al otro de verdad, porque las palabras, los gestos y las sonrisas son fácilmente simulables, generalmente fingidas y exageradas en quienes prometen paraísos y bienestar eterno a sus seguidores. Sólo así reconocemos a los hombres sabios, en sus miradas profundas, directas y sinceras, sostenidas sin recelo y de frente al ojo ajeno, y por supuesto, en sus enseñanzas mediante el ejemplo, la coherencia y la acción.

Pareciera sutil la diferencia entre saber y conocer, pero conocemos mucho y sabemos poco, y sólo el saber le otorga sentido a la vida pues nos permite construir nuestro Legado, esa huella que dejaremos como justificativo suficiente de haber estado en este mundo.

 

Hugo March

hugomarch@hotmail.com