Por Walter Graziano

A medida que transcurren los días cada vez queda más claro que el país se dirige a afrontar buena parte del otoño y del invierno con un apreciable nivel de “cierre” que pocos podían prever tan solo semanas atrás. Sin embargo, esto no debiera causar ni estupor ni alarma: en todo el mundo la segunda ola de la pandemia se ha afrontado con cierres, incluso masivos y muy perdurables. No solo países en vías de desarrollo han hecho esto. Si se mira hacia el Hemisferio Norte se notará que en toda Europa Occidental y en Estados Unidos a nivel estadual han proliferado las cuarentenas. Y muy pocas de ellas han sido leves. Por lo contrario Francia, el Reino Unido, Italia y varios estados de Estados Unidos han impuesto cuarentenas que por su dureza no han resultado menos antieconómicas que la cuarentena argentina de 2020. En muchos de esos países no ha sido la vacunación lo que ha empezado a eliminar al virus, sino las medidas de prevención entre las cuales la cuarentena es la principal. Incluso puede decirse sin temor al error que las cuarentenas del segundo ciclo han sido más fuertes en todo sentido que las del primero. En virtud de ello, a priori parece redundante tener que empezar a debatir en Argentina acerca de la conveniencia o no de aplicar paquetes de ayuda fiscal a los sectores más postergados: EE.UU. ha lanzado el paquete fiscalmente más expansivo de toda su historia -muchísimo más expansivo que el que aplicó para afrontar la crisis de 2009- y muchos países europeos han establecido esquemas de ayuda fiscal vía disminuciones de impuestos y créditos a tasa cero a muchos años como parte de un programa que subsane los peores efectos económicos de la pandemia muy superiores en término del PBI que la ayuda dada por Argentina.

Cuesta entonces que sea precisamente el ministro Guzmán –quien se comportó hábilmente con mucha cintura política durante la primera ola de la pandemia– quien se haya convertido en el enemigo más firme de aplicar cualquier tipo de ayuda que signifique algún grado de relajación fiscal y alguna dosis de expansión monetaria. La situación está planteada de manera tal que parece que se está mucho más avanzado en la idea sanitaria de cerrar amplios sectores de la economía que en la de –mínimamente- decidir que vías de acción fiscales y monetarias el gobierno establecerá para paliar la situación. La situación es muy peculiar porque el año pasado desde el punto de vista social el Gobierno hizo frente de manera acertada a la pandemia. Implementó, entre otros, los IFE y los ATP. Con los primeros se atendió la situación de las personas con mayores problemas de pobreza. Y con los segundos se hizo frente al pago de salarios de una parte sustancial de los sectores más dañados por la pandemia.

Si bien la oposición ha venido instalando en los medios un discurso intentando mostrar como muy desacertadas todas las decisiones gubernamentales relativas a la pandemia, la realidad es que no ha sido así. El PBI cayó cerca del 10%. Pero podría haber caído mucho más dada la gran debilidad en que se encontraba la economía argentina como resultado de la gran crisis de 2018–2019. La pobreza aumentó hasta llegar a valores muy cercanos al 50%. Cierto. Pero las cosas podrían haber ido aún mucho peor si las decisiones sociales hubieran sido desacertadas. La prueba de que no lo fueron es que pudo sortearse un año durísimo sin caos social. Y desde el costado fiscal no se puede haber pedido más austeridad. Entre ambos programas, IFE y ATP costaron unos $650.000 millones y duraron tres trimestres consecutivos. Menos de 2% del PBI frente a ayudas fiscales del 10% y más también del PBI en muchos países desarrollados. Desde el punto de vista monetario toda esa ayuda no logró torcer las presiones deflacionarias causadas por la pandemia. Lejos de producirse el caos hiperinflacionario que algunos pronosticaban a fines de 2019, la inflación de 2020 fue sustancialmente menor a la del año anterior, mostrando a las claras que el esquema fiscal elegido por el Gobierno para atender los casos más angustiantes no era exagerada en modo alguno. Clara prueba de ello es que la oposición efectúa acusaciones genéricas acerca del presunto fracaso en atender la crisis social acaecida a raíz de la pandemia en todas partes del mundo. No hay acusaciones de robos del dinero de los IFE, ni de corrupción con las ayudas con ATP. No se ha escuchado ni siquiera una. Y eso que hubo que atender la situación de millones de habitantes y de decenas de miles de empresas.

La pregunta entonces cae de madura: ¿Por qué el Gobierno no busca reeditar los IFE y los ATP? Si es cierto que el corte de actividad no va a ser total, y si también es cierto que en caso de que lo fuera durará mucho menos que el de 2020, entonces queda claro que el costo fiscal de implementar ambos esquemas en 2021 sería mucho menor a los 2 puntos del PBI del año anterior. Por lo tanto bastaría con diseñar los mismos programas por tiempos menos prolongados para paliar los peores resultados de la crisis. Cuando se intenta responder ese interrogante uno se encuentra con una realidad que sorprende: sería el propio ministro Guzmán el enemigo más encarnizado de reeditar estos programas de ayuda. Para ello estaría esgrimiendo supuestos grandes riesgos con la inflación e inminentes posibilidades de una devaluación descontrolada si se vuelve con el esquema de 2020.

Sin embargo, ello no guarda correspondencia con la realidad. Durante todos los meses de vida de los IFE y los ATP el dólar no subió nada. Por lo contrario, la suba de las variantes libres del dólar fue anterior a la implementación de tales esquemas. La suba descontrolada de la divisa a casi $195 se debió a la actividad compradora de divisas de los fondos de inversión que deseaban salir del país. Prueba clara de ello es que apenas el gobierno dispuso la licitación de bonos en dólares a fin de que esos fondos pudieran realizar su salida vendiendo bonos en vez de desprendiéndose de pesos, la crisis cambiaria concluyó el dólar volvió a los niveles de abril–mayo del 2020.

¿Qué es lo que lleva al ministro Guzmán a abjurar de los programas que desde el área económica fueron implementados con éxito? Probablemente lo sea el hecho de que el esquema de retraso cambiario que puso en práctica hace un par de meses esté diseñado en forma tan apretada y exigida que no soporta ni siquiera la más mínima expansión monetaria. Pero si ese es el caso lo que hay que pensar en cambiar no son los exitosos instrumentos utilizados para paliar la situación en el 2020 sino el propio esquema de retraso cambiario que puede constituirse en un dolor de cabeza gigantesco si sale mal y que para colmo fue diseñado sin prever que podía haber una segunda ola grave de la pandemia en el país. En este punto alguien podría preguntarse porqué debería pensarse que tiene el éxito asegurado un esquema que pretende reducir el valor real del dólar en un país con escasísimas reservas, ingreso de dólares del campo que empezará a menguar en no más de tres meses, gran volatilidad de los depósitos en dólares y -lo que no es menor– un arranque en el que ya se acumula cerca de 9% de deterioro en el valor real del dólar en solo tres meses: entre febrero y abril.

Seamos claros: los planes de lucha contra la pandemia de 2020 fueron exitosos. Muy exitosos. Evitaron una debacle social. Ahora el ministro Guzmán se enfrenta a la posibilidad de reeditarlos con difusos argumentos cuando lo que en realidad empieza a ser inviable y un gran problema de cara al futuro es su esquema de retraso cambiario mal diseñado. Pero como la pandemia no espera y las decisiones en algún momento deben ser adoptadas es deseable que el presidente ocupe buena parte de su tiempo meditando acerca de estas cuestiones para decidir, en caso de que Guzmán persista en luchar a capa y espada contra un esquema lógico para paliar la pandemia, a quien le va a dar las gracias y a dejar atrás: si a Guzmán, o a las principales víctimas de la pandemia.

Fuente: Ámbito.com