Por Esteban Guida- El Ciudadano

La aceleración del aumento de precios internos, en un contexto electoral con final incierto, puso nuevamente en escena el problema de la inflación y las medidas para controlarla.

Como suele ocurrir, un numeroso coro de economistas, opinólogos seriales y políticos de pantalla se subieron nuevamente al tradicional caballito de batalla para explicar este fenómeno. Culpar al gobierno que gasta y toma deuda del BCRA (emisión monetaria) para financiera el déficit es algo que se puede decir sin quedar en ridículo, gracias a que la mayoría de los periodistas ya no se animan a preguntar por qué esto es así, siendo que el déficit fiscal del primer semestre del 2021 se aproxima a cero, o que durante épocas de restricción monetaria la inflación igualmente alcanzó niveles inaceptables.

El sano debate para conocer el fenómeno de la inflación y encontrar verdaderos cursos de acción para solucionarlo, sigue brillando por su ausencia en los medios de comunicación. Adentro de un estudio de televisión o radio, los disertantes se sienten más cómodos con el discurso superficial que no pisa cayos, habida cuenta de que los principales beneficiarios de que nada cambie, son justamente generalmente los empresarios que pagan las pautas publicitarias.

Pero la discusión está en la calle. Todos aquellos que no se conforman con la puesta en escena mediática se deben preguntar por qué motivo, sea cual fuere el color político del gobierno de turno, estemos en recesión o crecimiento, la inflación sigue siendo un serio problema desde mediados de los ’70 hasta hoy.

Pero que sea un problema económico, no quiere decir que la solución esté reservada al saber de los economistas, mucho menos de aquellos que se jactan de sus años “diciendo”, o de haber participado de (casi) todos los gobiernos que propagaron la pobreza en una economía dotada de recursos y riqueza. Hay un problema de organización política y económica en la base del problema de la inflación, que la dirigencia parece no querer enfrentar de verdad.

Para entender el problema, en serio, hay que preguntarse quiénes son los que deciden aumentar el precio de un determinado producto; por qué motivo lo aumentan; y qué poder tienen para hacerlo sin que ello les genera una pérdida económica. Sí, es complejo responder a esto, pero cuando se trata de la comida de los argentinos y de los bienes y servicios de primera necesidad, el Estado tiene la ley de su lado y todas las herramientas a su alcance para saberlo e informar claramente para que todas sepan la verdad.

Ciertamente el gobierno regula determinados precios de la economía, como salud, servicios públicos, energía, combustibles, etc. Pero poca o ninguna influencia tiene sobre tantos otros que son imprescindibles y consumimos todo los días, como alimentos, vestimenta, electrodomésticos, artículos de higiene y limpieza, remedios, recreación y cultura, etc. Misma cosa ocurre con los insumos claves para numerosas industrias y empresas del país, como ser el cemento, el hierro, el aluminio, los químicos, metales, etc. que están acaparados por grandes empresas que administran las condiciones de oferta discrecionalmente.

En definitiva, nuestro país se rige por un sistema de precios libres, salvo algunos puntualmente regulados. Por lo tanto, la primera cosa que debemos saber es que quienes fijan los precios de la mayoría de los bienes y servicios que consumimos, son los dueños de las empresas que los proveen.

En teoría, estas personas deciden el precio al que van a ofrecer sus productos considerando un margen de ganancias sobre el costo total que enfrentan para fabricarlas (o comprarlas). Si la ganancias pretendida resulta muy elevada, el precio puede resultar superior a otros alternativos (o sustitutos) y sufrir una caída en las ventas. Pero si se trata de empresas con poder monopólico u oligopólico (pocos oferentes de un mismo producto) no sufrirán pérdida alguna por incrementar sus márgenes de ganancias, ya que la demanda no encontrará una alternativa próxima o sustituta.

Lo que explica la teoría, se evidencia en la realidad: las empresas que acaparan grandes segmentos del mercado logran ampliar o sostener sus ganancias, incluso si la demanda cae, ya que tiene poder suficiente para fijar el precio que les permita mantenerlas.

En el caso de la economía argentina, tristemente esta situación se registra en numerosos encadenamientos productivos, sobre todo en aquellos vinculados con los productos de la canasta básica: alimentos y bebidas, comunicaciones, artículos de higiene y limpieza, presentan niveles de concentración y cartelización elevados y preocupantes.

Por lo tanto, ¿qué relación hay entre el aumento del gasto público social y el precio de los productos de la canasta básica? Dado que los principales receptores de la política de ingresos del gobierno (subsidios, jubilaciones, asignaciones familiares, planes sociales, etc.) son personas que gastan la mayor parte de su ingreso, el sólo anuncio de la expansión de este gasto anticipa una mayor demanda de bienes. Esta mayor demanda beneficia a estas empresas con un incremento en las ventas, pero dado que ese nuevo nivel de consumo igualmente se va a registrar (porque los ciudadanos difícilmente puedan irse a otro país a comprar la comida) muchas empresas aumentan los precios para incrementar sus márgenes de ganancia “proyectados”.

A su vez, la pretensión de dolarizar las ganancias en pesos (sean empresas de capital extranjero, o de capitales nacionales que fugan sus ganancias) hace que quieran incrementar el precio de sus productos, tanto como sea necesario para mantener sus márgenes de ganancias en moneda extranjera, lo cual introduce la expectativa devaluatoria en la política de fijación de precios de estas firmas.

Siendo que estas empresas representan mucho más de la mitad de la oferta total de los productos que venden (incluso entre 70% y 90% en casos emblemáticos) sus aumentos de precios repercuten también en las cadenas de venta minorista y de otros rubros del IPC. El mecanismo de propagación entra en vigencia y se extiende a otros sectores de la economía.

Como se señaló más arriba, este análisis no es necesariamente extrapolable a otros rubros de la economía, pero sí le cabe a amplios sectores clave, con fuerte incidencia en personas y familias de ingreso medio y bajo. Por eso, y dada la estructura económica argentina, una expansión del gasto social termina yendo a parar al bolsillo de los grupos económicos concentrados, sobre todo en el rubro alimentos y bebidas.

Mientras que mucho sigue quejándose del gasto público y la emisión monetaria, todos seguimos esperando que algún gobierno deje de darnos aspirinas y se digne a extirpar el tumor. Hay que modificar la estructura económica productiva del país, que se ha mostrado fallida e incapaz de satisfacer las demandas de la población, pero está bien organizada para que pocos acumulen ganancias extraordinarias y las fuguen legalmente.

En este contexto, la política de fijación de precios por tiempo determinado, sin un plan complementario que permita mejorar, ampliar y extender la oferta de productos masivos, sirve sólo para ganar algo de tiempo, pero no para solucionar el problema.

De allí que la inflación sea también un problema político. Por acción u omisión, los gobiernos siguen manteniendo el statu quo, esquivando resolver el conflicto de intereses con quienes manejan la economía real por detrás de las cámaras, pero siempre cerca del poder. Si al gobierno le falta idea para hacerlo, debe tener la humildad de acercarse y consultar con el pueblo los cursos de acción. Si en cambio le falta voluntad y decisión política, no hay más remedio que esperar el cambio, el que claramente no provendrá de los que profundizaron este problema, endeudando al país para financiar la fuga de capitales.