Por Maximiliano Sambucetti- Avión negro

Lo que no me deja dormir es, no la oposición que puedan hacerme los enemigos, sino el atravesar estos inmensos montes.

14 de junio de 1816, carta de San Martín a Tomás Guido

Enero de 1817

Francisco José de San Martín ya tiene casi todo listo. En algunos días abordará de lleno el plan que durante los últimos dos años viene pergeñando en su mente. Libertad se llama el plan y consiste en la aventura más alocada que un ser humano pudiera imaginar: cruzar la Cordillera de los Andes con 5600 hombres, 1600 caballos y 10 mil mulas para dar un golpe al poder realista de España en Chacabuco; y de allí, subir por el Pacífico hasta Lima y libertar América toda.

Francisco José está de frente a la Cordillera. La contempla embelesado: cadenas de peñascos angulosos decorados por nieves perpetuas que se pierden entre las nubes, musgos y cactus que invitan a mirarse a uno mismo por dentro, y el cóndor como testigo del universo inabarcable. El ejército entero formado tras él lo observa cómo se observa a un elegido: en silencio y con el corazón en la mano. Palpa la tierra el General, hunde las manos entre el pasto húmedo y pinchudo. Escucha el viento. Disfruta el frío en el rostro. Huele la vegetación. Y llora. Llora de frente a la inmensidad y a lo imposible de la existencia.

San Martín sabe una cosa: la tierra es la que te marca. Tiene un currículum tremendo el General, de tierras y de dolores. Se ha salvado la vida tantas veces que ya no recuerda cuántas. Ni en África ni en Portugal ni en Francia ni en Bélgica. Ni siquiera en los trece meses que pasó arriba de un barco en altamar, nada, nada lo ha matado.

El General camina por los valles y quebradas al pie de la Cordillera y escupe sangre. No se asombra. Ha escupido mil gargajos como este y aprendió a convivir con ello. Escudriña el gargajo rojo sobre el pasto.

La sangre —piensa—, el color de la sangre. ¿Cuántas sangres lo han conducido hasta hoy?

Piensa en todas las sangres de su vida. Se recuerda a sí mismo enhebrando su sable en cuerpos de gabachos a orillas del Guadalquivir, se recuerda disparando a un bereber en el Tánger siendo un niño todavía.

Se recuerda a sí mismo la primera vez que hizo el amor a Remedios. Y toda esa sangre en las sábanas. El miedo, el placer, la maravilla.

¿Y la sangre primera? —murmura San Martín—. ¿La sangre con la que uno viene envuelto al mundo, arrojado al universo?

Va a cumplir cuarenta años. Ya hombre, a los cuarenta años, se pregunta por primera vez por la muerte y por la vida. Un hombre a los cuarenta años calcula cuánto falta, si está a la mitad, si está orgulloso de ser, si se ha ganado un respeto, si se ha jugado la vida en la aventura del vivir…

Escupe otro gargajo sangriento. Sondea la Cordillera inabarcable. Puede determinar las líneas y los puntos estratégicos de la invasión, puede calcular las marchas divergentes y convergentes.

Pasa la bota por el pasto y refriega un gargajo sanguinolento y asqueroso. Con el costado de la manga se seca la boca. Da media vuelta y queda la Cordillera a su espalda. De frente, su ejército.

Entonces grita: ¡Soldados! Una tropa organizada que lo llena de orgullo hace silencio marcial y en formación perfecta lo escucha. ¡Soldados! —continúa el General— se me llena el corazón al ver a tantos guerreros dispuestos, nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos recordarán este momento con orgullo, porque les dejaremos una tierra digna de ser vivida. Donde puedan sembrar, crecer y prosperar libres de toda cadena, donde cada hombre pueda decidir su destino sin importar su color, su linaje, su procedencia ¡ni qué carajo!

Los hombres claman su nombre, se estremecen, se encandilan. La cuestión comunitaria. El jugar cuerpo a cuerpo. El entusiasmo de la adrenalina compartida. El rito.

Algunos piensan que está loco.

El otro día —le cuenta un soldado a otro— se apareció de noche en el campamento, convidó a todo el regimiento con vinos cuyanos y nos hizo aferrar de las manos quedando uno frente a otro. ¡Casi cien hombres, uno frente a otro formando una estructura de puente humano! El silencio que se vivía era sepulcral. Solo el sonido de la Cordillera como un hálito fresco nos conminaba a entender que algo parecido a una herencia ancestral estaba por transcurrir.

El General iba y venía como un trueno montado en su caballo.

¡Mírense a los ojos, hombres! —gritaba— Claven la mirada en el compañero. Acá no hay razas, acá hay solo hombres. ¡Vamos mierda! —gritaba y resonaba el eco en la montaña—. Nadie corre la mirada de la vista del compañero. ¡Mírele el alma, no sea cobarde!

Y pasaba una y otra vez entre la hilera de hombres de la mano que formábamos un canal humano de energía, y nos decía: “¡Sean valientes carajo. Ser valiente no es dar muerte a un hombre. Ser valiente no es matar. Ser valiente es esto, entenderle el alma al otro, carajo. Eso es ser valiente!”.

Juro —continuó el soldado— que de pronto los cien hombres estábamos llorando porque una emoción muy fuerte, la emoción de ver la historia del hermano a través de los ojos nos inundaba. Esa noche el General los había hecho invencibles, los había liberado, los había hermanado en una misma Patria.

No estaba loco San Martín. Era un hombre de ritos.

Otro ritual. “Yo también soy indio”. Cinco meses antes del cruce

He creído del mayor interés tener un parlamento general con los indios pehuenches, con doble objeto, primero, el que si se verifica la expedición a Chile, me permitan el paso por sus tierras; y segundo, el que auxilien al ejército con ganados, caballadas y demás que esté a sus alcances…

Septiembre de 1816, carta de San Martín a Pueyrredón, director supremo de las Provincias Unidas.

El General entra en trance.

Caballos, caciques, armas, soldados, mujeres, niños, chicha, fuego, crines, tierra, vómitos, hedor, lujuria, placer, lealtad, valentía, sudor, pasión. El Ejército de los Andes con San Martín a la cabeza y las altas cúpulas pehuenches y araucanas se dan cita en Plumerillo y parlamentan. El objetivo: permiso para atravesar sus tierras.

Firman los principales caciques pehuenches y firma el General. No solo se le otorga el permiso para pasar sin riesgos, sino que el Ejército de los Andes también recibirá la ayuda invaluable de estos feroces guerreros que los secundarán con rastreadores y baqueanos y que, además, son capaces de mover mil hombres en ofensiva a la primera orden del cacicazgo.

Sabe el General que esta firma le va a partir el estómago. Cada logro implica un descanso posterior. Cada relax le descarga la tensión en la úlcera.

Los soldados conceden las armas en gesto de camaradería. Sus caballos son llevados a pastorear. Quedan solo unos hombres con otros hombres. Sin armazones. Sin revestimientos.

San Martín —como Odiseo cuando franquea la isla de las sirenas y pide ser atado al mástil para oír aquel canto hipnotizante— pide ahora que lo dejen ser, que nadie interfiera aunque lo crean loco, que ninguno ose entorpecer su conexión con el indio. Su india conexión.

Se desmontan de las mulas los trescientos barriles de vino mendocino y aguardiente de San Luís. En círculo, se sientan los hombres y las mujeres a beber directamente del suelo. A tal fin se han hecho pozos sobre la tierra. Pozos de cuarenta centímetros de diámetro. Allí dentro se aplastan cueros de reses faenadas, aún con restos de sangre, formando cuencos sobre los huecos. Pueden contarse de a decenas. En ese recipiente de cuero se echa la bebida mezclando aguardiente, licor y vino. Se bebe directamente con cuernos, huesos, botas y con las manos. San Martín bebe con la mano, se le dilatan las pupilas, se muerde los labios, aprieta fuerte los dientes. La mezcla es realmente poderosa. Por momentos se siente un lobo y camina en cuatro patas y bebe de varios pozos. En todos es bien recibido con abrazos y loas a la patria y a la hermandad de todos los pueblos.

Al cuarto día de la ceremonia, San Martín siente que ha emergido de su cuerpo y emprende vuelo hacia la cordillera. ¡Qué hermosa que es! —dice—.  Ah, la inmensidad… —y luego canta una sola palabra como en trance— maravilloso, maravilloso, maravilloso.

Se le unen al canto primero dos hombres. Luego algunas mujeres. Y al rato son cientos cantando juntos: maravilloso, maravilloso… Parece un concierto de locos. Lo cierto es que el General está más vivo que nunca.

El aire le entra y los sonidos de los tambores araucanos le hacen sentir que tiene un cuerpo de corazón, que es un corazón con patas. El general rueda en el suelo entre el vino y la tierra. Está impregnado en un menjunje americano. Una y otra vez retumban los sonidos graves de una música que parece salírsele de los poros. Siente que va reventar de pasión. Entonces traen una yegua y, como es la costumbre entre los pehuenches, le hacen un tajo en la yugular. La sangre mana y todos, incluidos mujeres y niños se acercan a beber. San Martín también. Se abrazan.

Claramente, San Martín ha oído el canto de las sirenas.

Al quinto día despertó y lo primero que dijo al abrir los ojos y contemplar la montaña inmensa fue: “yo también soy indio”. La revolución era suya.

Concluí con toda felicidad mi gran parlamento con los indios del Sur: auxiliarán al ejército no solo con ganados, sino que están comprometidos a tomar una parte activa contra el enemigo.

Carta de San Martín a Tomás Guido.

Dos años antes, 1814

Teko’a (del guaraní: esto que somos, forma de existir).

Un grupo social está atrapado por un hábitat y tiene un manejo determinado de su ecología que hace a su economía. Está condicionado por una forma de pensamiento que se rige por su propio código y un horizonte simbólico que hace a su personalidad grupal.

Rodolfo Kusch, Esbozo de una antropología filosófica americana.

Por su propia raíz indígena, San Martín comprende algo fundamental para la gesta. Es que el problema de la economía no se resuelve con los cánones de manual, específicos y científicos. Lo que subyace es la relación de fondo con la tierra. Hacer de Cuyo un aparato comunitario perfecto era fundamental para pensar en el cruce de la Cordillera y en la patria enorme sin fronteras.

Septiembre de 1814

Ama Mendoza el general. En dos años que lleva gobernando estas provincias, supo alimentar el embrión de la revolución.

Ha creado un útero perfecto para la concepción de la gesta. Una verdadera “ciudad máquina” cabalmente organizada, en donde cada engranaje funciona con el otro. Desde los caminos hasta los correos, desde el embellecimiento de las alamedas hasta la educación. Desde las leyes para los peones rurales hasta las fábricas de acero y las expertas tejedoras. No quiere que le rompan las pelotas con comidas todos los días y todas las noches. Está centrado en la concepción de algo enorme. Pero oligarcas no faltan en ningún lado y Mendoza no es la excepción. Lo invitan a probar desde manjares de la China hasta inventos de pastelería gallega. Cada vez le importa menos lo que piensen. Así que se libra fácil y con excusas simples: dice que está mirando mapas o que está cansado, y evita que lo molesten a la hora del almuerzo. A esa hora come solo, con un cubierto, un plato y un vaso de vino en su modesta habitación. Luego duerme una siesta de dos horas y piensa en los detalles más específicos de cada uno de los cuatro pasos por los que cruzarán las tropas del Ejército libertador. Por las noches cena guisos o pucheros. Dice que no hay otra comida que reúna “lo que hay” para hacer algo admirable. Le gusta comparar al ejército con un guiso. En el Ejército de los Andes hay indios, negros, criollos, españoles… Si faltara uno solo de todos ellos, la cosa no tendría sabor.

Y tiene razón. Si pudieran ser como el cóndor y en franco planeo observar con vista excelente, verían que en la ciudad del sol nadie se detiene un segundo: Se elaboran cartuchos por cientos de miles. Las fraguas arden día y noche. Se hierran mulas. Se cosen tamangos.

San Martín está en el mejor momento de su vida. Hábil, rápido, memorioso, osado. Calcula desde alimento de las bestias hasta el alimento de los hombres. Desde la modificación de las armas de guerra hasta en quienes se encargarán de tostar y moler la carne para generar las toneladas de charqui necesarias que precisan los soldados. Piensa en la cantidad de lana de segunda que hace falta para abrigar a las mulas durante el intenso frio y en evitar bajas, hasta en estos rudos equinos de carga.

Cuando hace el amor con Remedios repasa: “…el camino de Los Patos conduce al valle del Putaendo, al cual se penetra siguiendo el camino del río por una estrecha garganta denominada Las Achupallas”.

Un fanático de la vida. Un hombre que vuelve a la sangre que lo parió. Un héroe que escucha el llamado de la tierra y le hace el amor a la vida, bajo un cielo lleno de estrellas y buscando la libertad.