Por Carlos Duclos

La cerviz del hombre doblada por el peso de la piedra, pero sobre todo por el peso de la humillación; la mirada hecha de angustia, puesta sobre la arena caliente, latigazos, opresión, debajo de un sol que parte en mil pedazos la piel, o del frío de la noche que congela hasta la misma esperanza, esa es la primera imagen de la esclavitud judía en Egipto. Una imagen que no sólo es posesión del judaísmo, sino de muchos otros pueblos a lo largo de la historia humana.

Es la imagen de los cristianos de ayer y de hoy, la imagen de los pueblos originarios de América, la imagen de los armenios, de los tibetanos y de cientos de millones de seres humanos de cualquier raza, idea o clase social, perseguidos, discriminados, apartados, sojuzgados, humillados hasta hacerlos sentir cosa o nada.

Esa parece ser la historia humana que parece eterna. Se repite; de una u otra forma se repite: los judíos llorando entrando en las cámaras de gas luego de haber visto morir a todos sus seres amados; los cristianos hoy mismo decapitados, torturados o echados de sus hogares por creer en Cristo; los hermanos discapacitados considerados como una “cosa aparte”; los trabajadores tenidos como meras herramientas, como “bienes de capital”, cuando no como objetos descartables que pueden ser pisoteados… En fin, los ejemplos abundan. Sí, esa es la historia humana, es la historia del verdadero amor (no el que muchos humanos confunden con otro sentimiento de menor graduación) herido, maltratado y aplastado.

Ante esta realidad atroz que algunos aceptan equivocadamente como vida normal y parte de todo lo que existe, como parte de un juego o de un statu quo, surgen en la historia humana dos hombres, dos paradigmas que son blasones de esperanza; aparecen dos sucesos llamadas pascuas: la Pascua Judía, primeramente, o Pesaj, y la Pascua Cristiana representada por la tortura, muerte y resurrección de Jesús. En esas dos pascuas, sea el hombre creyente o no, se encuentra el paradigma de la libertad, de la dignidad de los oprimidos, de la vida que en realidad les corresponde y que les es negada por otros hombres.

Pesaj tiene, etimológicamente expresado, el significado de “salto” de saltar. Y la liberación de la esclavitud se recuerda con esta palabra, porque los enviados de Dios “pasaron por alto”, saltaron con una marca, las casas donde vivían los esclavos judíos que iban a ser liberados. La liberación, cabe decirlo, se logró por la unión de Dios con la propia voluntad de los judíos, exaltada por el líder: Moisés. Como la historia lo recuerda, la libertad no fue fácil, nada fácil. Hubo desierto, lágrimas, hambre, enfermedades, muerte y hasta grandes traiciones. El mismo Moisés, ese que hubiera podido quedarse en la comodidad de Egipto, ese que amaba genuinamente, espiritualmente, fue cruelmente traicionado por parte de su pueblo. Y no sólo él, el líder, sino que la traición alcanza a Dios cuando parte del pueblo hebreo decide adorar al becerro de oro y pone toda su expectativa de vida en el valor material.

Esa parece ser, para algunos, hoy en día y siempre, la medida de las cosas. Lo miden todo con la vara de lo mundano, de lo material y no les importa ser injustos, viles, a la hora de medir, porque les importa más la extensión de lo que miden, sus posesiones y razones, que aquello que de verdad importa: el otro y sus derechos, el conjunto, la salvación de todos. Pero no, a estos egoístas y traidores a la verdad no les interesa la salvación de todos, eligen salvarse ellos a costa de los demás.

En este marco desgraciado, debe haber un Pesaj en cada ser humano, en cada sociedad. El Pesaj implica éxodo, es decir irse de aquello que maltrata, y en el éxodo hay desierto, soledad, hambre, penuria y hay también humillación. En el éxodo hay dolor. Pero al mismo tiempo hay (debe haber) fe, esperanza, voluntad, deseos de seguir aun contra toda esperanza, aun cuando el verdugo de la vida tenga puesta en la garganta la daga de la muerte.

Al pie del monte Sinaí, sucede otra circunstancia desgraciada, la más amarga: la mayoría del pueblo judío se sintió confundido cuando hubo quienes comenzaron a adorar al ídolo de oro. Moisés, cuando baja del monte con las Tablas de la Ley, se siente traicionado. En realidad es traicionado. Su dolor debe haber sido grande, porque por un momento su amor se convierte en enojo y arremete contra los idólatras y traidores. Sin embargo, pasado este momento de desconsuelo, tristeza e ira, él y su pueblo dejan esto atrás y siguen marchando hasta la Tierra Prometida. No había otra opción, nunca puede haber otra opción para el hombre cuando busca la libertad y la paz interior.

Pesaj es, en suma, una lección sobre la libertad que les corresponde a todos los seres que aún hoy, de diversas formas y con disímiles apariencias, siguen siendo esclavizados. Pesaj es un divino manual de cómo liberarse de tantas cosas en la vida que en ocasiones hacen doblar la cerviz.