Por Hugo March

Es habitual que los seres humanos nos interroguemos acerca de las periódicas necesidades de cambio en nuestras vidas, cuando la pregunta central pareciera ser otra ¿Estamos dispuestos a cambiar?

En primer término deberíamos evaluar qué es lo que consideramos un cambio, y según mi modo de ver consiste simplemente en iniciar una nueva manera de hacer las cosas, y no solamente modificar la forma de pensar sobre relativos temas, es decir y como siempre, lo importante es lo que hacemos independientemente de nuestras reflexiones. Me refiero entonces a los cambios de actitudes, hábitos y conductas, fundamentalmente en nuestras interacciones humanas cotidianas.

Es relativamente sencillo tomar conciencia de la necesidad de cambio, pero suele tornarse sumamente difícil ponerlo en práctica, ¿Por qué? Simplemente porque la sola perspectiva suele venir acompañada de dolor emocional, que como siempre, es un indicador de que algo no está funcionando bien en nuestra vida, y ese dolor suele ser el primer indicio de que hay algo que debemos necesariamente modificar.

Pero existe también una tendencia natural a persistir en nuestras formas de actuar, incluso prometiéndonos futuros cambios, y es el momento en que generalmente nos descubrimos instalados en nuestra Zona de Confort, a veces dolorosamente, pero continuamos actuando de la misma manera, a pesar de los reiterados golpes y tropiezos en los mismos lugares.

Suele decirse que el obstáculo para el cambio es el miedo a lo desconocido, pero estoy convencido que no es eso, sino el temor a perder lo conocido. “Esto” me resulta familiar y aunque me duela lo sostengo, y persisto en mi manera de actuar incluso cuando personas queridas y cercanas me hacen ver mis errores.

También mucho se habla del famoso “fondo emocional”, ese lugar tan subjetivo que pareciera ser el límite que cada uno está dispuesto a soportar antes de afrontar las modificaciones necesarias.

En mi experiencia, las personas tomamos la decisión de cambiar luego de una sencilla ecuación aritmética: Cuando consideramos que el dolor de continuar como estamos es superior a cualquier dolor que el cambio pueda ocasionarnos.

Es decir, simplemente nos damos cuenta que peor de lo que estamos ya no vamos a estar, por más trabajo y dificultades que nos acarreen las modificaciones que decidimos hacer.

Por fortuna, también mi experiencia y la de muchas personas que conozco me indican que en la mayoría de los casos las nuevas situaciones siempre son para crecer y mejorar, y lo único que hacemos es negarnos la posibilidad de estar mejor. Uno de los secretos pareciera ser tomar la decisión más rápidamente la próxima vez, sin prolongar innecesariamente el sufrimiento.

Por supuesto que no existirá el cambio sin una decisión, como tampoco ninguna decisión sin una pérdida. Siempre deberemos renunciar a algo, que desafortunadamente tampoco es algo que no nos guste, sino todo lo contrario, posiblemente deberemos abandonar algo que nos produce placer, quizás mucho, pero también nos hace daño. Cada uno sabe de qué se trata en su caso personal.

Pero en eso consiste precisamente la madurez, en subordinar las emociones a los principios, y en reconocer que los únicos habilitados para hacer la mayoría de las cosas según sus gustos, son los niños; los adultos tenemos que construir nuevas tablas de valores privilegiando en primer término nuestra pertenencia a un grupo social y el bien común, y postergando a veces muchas ambiciones personales, pues como bien se ha dicho, no es posible la realización individual en una sociedad que no se realiza.