Por Florencia Vizzi

Tal vez esa frase que titula este artículo de opinión, y que fue pronunciada por Dilma Rouseff ante el Senado un día antes que se oficializara su destitución, sintetice el bochornoso proceso que se viene llevando adelante en Brasil durante los dos últimos años.

El “impeachment”, fue impulsado por los sectores más poderosos y conservadores del vecino país vinculados al poder económico y financiero, entre los cuales se cuentan muchos funcionarios implicados en los escándalos de corrupción más resonantes relacionados con la compañía Petrobras. Tal es el caso de Eduardo Cunha, el entonces presidente de la Cámara de Diputados, que debió se separado de su cargo poco después de que habilitara políticamente la suspensión de Rouseff

Cunha está sospechado de haber recibido cinco millones de dólares de la red de corrupción que operó en la petrolera estatal y de haber ocultado ese dinero en cuentas cifradas en bancos suizos. Lo negó repetidamente, pero fue confirmado por la propia justicia helvética.

Suena cuanto menos sugestivo que haya sido el mismo Cuhna quien abrió la puerta al llamado “impeachment”, el golpe de gracia a un gobierno jaqueado por los entornos comprometidos con el retorno del neoliberalismo y por cierto número de incapacidades propias y promesas de campaña incumplidas.

Es fundamental señalar en este punto que la principal acusación que acabó con la destitución de Dilma Rouseff,  fue la  “pedalada fiscal”, tal como la popularizaron los medios de comunicación brasileños (sin ninguna inocencia),  fue desestimada. Es decir, los peritos y técnicos del mismo Senado, que hoy formalizó la expulsión de la presidenta, determinaron que era inocente de cometer atrasos premeditados en los pagos a los bancos públicos.

Es hora, tal vez, de llamar las cosas por su nombre y recordar similares procesos ocurridos recientemente en Honduras y Paraguay. Llamar las cosas por su nombre es reconocer que la decisión tomada hoy por los parlamentarios brasileños es un golpe de Estado institucional que no respeta los más mínimos principios democráticos, con los cuales paradójicamente se fundamenta la destitución de un mandatario votado por más de 54 millones de personas.

La farsa, montada en nombre de esa democracia de la cual se ríen los diputados vinculados con la policía militar, los escuadrones de la muerte, los grupos de la más rancia clase de  terratenientes ganaderos y los sectores financieros, todos ellos aliados con los conglomerados mediáticos, demostró que ya no hacen falta los golpes de Estado militares en América Latina. Para eso están los medios de comunicación que se han convertido en la fuerza de choque de las derechas y los grupos dominantes económicos.

Si alguien tiene dudas de ello, que recuerde al diputado Jairo Bolsonaro, quien dedicó el voto contra Rouseff  a los oficiales de la dictadura militar brasileña, especialmente al coronel Unstra, quien torturó repetidamente a la ex presidenta.

De la manos de esa brutal y poderosa fuerza de choque, y con la bandera de “combatir la corrupción”, se ha logrado imponer un presidente como Michel Temer, que tiene una intención de voto del 2% y se encuentra envuelto en numerosos casos de corrupción. De la mano de ellos se han movilizado a las clases medias blancas (que siguen siendo una amplia minoría en Brasil) con luminosos carteles de ¡Fora Dilma!,  y exacerbado un odio creciente hacia Rouseff y los millones que la votaron y aún hoy, la respaldan.

Esos millones, cuya amplia mayoría pertenece  a las clases populares de negros y mestizos, a los que sobreviven en las favelas, a los que no son tapas de los diarios ni primeras planas en los noticieros de la Red O Globo, esos millones, seguramente, hoy renegarán de una democracia que en nombre de la “institucionalidad”, primero los reclama y luego los desconoce y se irán a dormir un poco más abandonados, más pobres, más olvidados.