Venía por Córdoba cruzando Dorrego cuando veo una figura reconocida,  pero que no guardaba nada de la fisonomía con la que yo la recordaba. “¿Hernández, profesor Hernández, cómo anda usted?” Estaba casi irreconocible. Un hombre ya entrado en edad, encorvado, demasiado abrigado para nuestra actual primavera, y con su infaltable maletín portafolio, probablemente el mismo que utilizaba en aquellos años de la secundaria cuando con cierto hálito militar nos decía: “Lo principal de la educación, sea esta la que fuera, es la de educar al soberano.” Para que me recordara, me le anticipé con su célebre consigna… “¿Cómo le va? ¿Me recuerda?» Hay que educar al soberano; ¿se acuerda? Y ahí sí, levantó la pequeña cabeza y como con cierto esfuerzo me contesta: “Ja…, sí, sí me acuerdo. No recuerdo quién es usted, pero puedo asegurarle señor que ya no es así. Eso ya no es así.”
Me sorprendió y me provocó cierta consternación… “¡¿Ah, no?!”; dije, “¿…y cómo es ahora?” “Ahora, ahora todo es más…más…intangible, señor. Eso, intangible. Antes lo verdadero era lo que se podía tomar entre las manos. Ahora es algo que penetra por los ojos o por las orejas. Solamente eso es verdadero ¿Me entiende, usted?” Y continuó solo sin que yo asintiera siquiera. “Es cada vez más evidente la escasa relación existente entre esfuerzo y compromiso, señor. Sucede que comprometerse cuesta un Perú y es observable cómo nuestros jóvenes de hoy se sienten verdaderamente exigidos y hasta expoliados frente a la vivencia del compromiso del estudio. Sucede que son instrumentos del progreso, instrumentos de la tecnología y parásitos del futuro. También un poquito soberbios.
Le aseguro, más de media hora de clase y ya empiezan a bostezar, sacan esos aparatajos tecnológicos y eso los mantiene un poco más despiertos pero abstraídos. Se ríen solos como locos, hablan al aire. Es más, tengo que hablar fuerte, casi en re sostenido (hizo como una sonrisita cómplice por el chiste malo), hacer  notaciones más o menos jocosas para entretener pero no las entienden, no puedo utilizar muchas metáforas, nombrar de vez en cuando algún personaje mediático de moda o que esté permanentemente sufriendo sus penas en la tevé, ser pausado, caminar lentamente por lo menos para que me sigan con la vista, no darles la espalda para utilizar el pizarrón porque ipso facto me pelan el mate y se larga la ronda a la hilera de atrás, no hacerme el simpático, más bien utilizar una mueca hipócrita que era  la que usaba mi abuela, vieja re jodida,  cuando le dábamos un beso, tener el libro en la mano del cual estoy hablando demostrando palmariamente su existencia y que no se trata de un objeto inventado por mi, porque si no lo ven no existe, no usar neologismos, paráfrasis, anáforas, alíscafos, parábolas y menos que menos hipérboles.
El relato debe ser llano, literal, ir al grano, sencillo, y sobre todo corto. Ni pensar en exigir si la clase se desarrolla a primera hora de la mañana. Los jóvenes tienen que desayunar y justamente para llegar a tiempo lo vienen a hacer acá….acá….en mí clase, ¿me entiende? Si fuera a media mañana, si bien no es tan distinto, es más fácil calmar el vacío existencial con una medialuna, un Gatorade o con una botellita de agua nomás. Porque con el mate y algunos bizcochitos de grasa, el organismo se mantiene atento y vivaz, casi naturalmente. Más difícil es sobre el mediodía. Le aviso señor, si va a dar clases nunca ponga horarios sobre el mediodía, se rajan todos porque el apetito ahí es verdaderamente cruel. A la hora de la siesta….ni se le ocurra: horario de protección al soberano.
La media tarde suele ser más utilitaria, porque igual que la media mañana, con mates y alfajorcitos de maicena, turrones de arroz, o caramelitos media hora, se banca y ahí las neuronas se deslizan aceitadamente y se pueden hacer 2 o 3 cosas a la vez: aspirar la bombilla, morder el turroncito de arroz y tomar apuntes. Quizás no quede mucho espacio para escuchar qué se dijo, pero eso sería lo de menos porque uno puede ahí hacer volar la imaginación y escribir lo que se le cante.
Y luego la noche; y, la noche es densa. Están cansados, exhaustos. Yo creo que no debería haber clases de noche. La atención es lábil, la escritura es sintética, los mates están muy lavados, ya se han comido 25 turrones de arroz, etc, etc. Una cena fuerte y consistente en hierro y magnesio se hace necesaria justamente para que el soberano al que tenemos que instruir pueda levantarse a la mañana con ganas, vigor y motivación…sobre todo mo-ti-va-ción…, para completar sus estudios, para convertirse en un ciudadano pleno y en función de sus derechos y obligaciones. Por eso, le aconsejo, si va a dar clases, …shhhh, con cuidado, sin gritos ni aporías…no despierte al soberano bruscamente que puede entrar en estupor demencial.”
Ahí, el anciano acercó su cabeza a la mía y como traspasándome un secreto de Estado, me dice: “Hay que dejarlos dormir, señor, dormir plácidamente que así, por lo menos, hacen menos cagadas… ji ji ji…” Y me dejó ahí, parado en la calle, de una pieza. Chau, me dije, creo que estamos fritos.