Unos días antes de Navidad, Paris Vox cedió la palabra a Camille Mordelynch con la intención de recordar el mensaje que Jesucristo vino a traer a los hombres. La entrevista fue traducida por Juan Gabriel Caro Rivera y publicada por el medio Geopolítica.ru.

PARIS VOX: Al parecer, la comunidad de bienes era un principio practicado entre los primeros cristianos. ¿Qué significaba tal cosa en términos concretos?

Significaba, en concreto, el poner los bienes producidos en común, tal y como lo indica el pasaje de los Hechos de los Apóstoles: “y todos los que creían vivían unidos teniendo todos sus bienes en común; pues vendían sus posesiones y hacienda y las distribuían entre todos, según la necesidad de cada uno” (Hechos 2, 44-45), o también: “No había entre ellos indigentes, pues cuantos eran dueños de haciendas o casas las vendían y llevaban el precio de lo vendido, y lo depositaban a los pies de los Apóstoles, y a cada uno se le repartía según su necesidad” (Hechos 4, 34-35). Entonces, al parecer, los creyentes vendían sus bienes y el dinero que obtenían de esas ventas le era entregado a los apóstoles para que lo redistribuyeran entre todos ellos, por lo que surgía la existencia de un fondo común. El relato de los Hechos de los Apóstoles ilustra esta norma comunal con el ejemplo de Bernabé: “Bernabé, que significa hijo de aliento, era un levita de Chipre, dueño de un campo; él lo vendió, trajo el dinero que tenía y lo puso a los pies de los apóstoles”. Y su contraejemplo, es el de Ananías y Zafiro (Hechos 5, 1-11), que retienen parte de las ganancias de la venta de sus bienes para su propio beneficio, afrenta que pagarían con sus vidas.

La puesta en común de los bienes practicada por los primeros cristianos está corroborada por muchos textos extra-canónicos del siglo I como la Didaché, la enseñanza de los apóstoles, que ordena el despojarse de los bienes materiales para usarlos en beneficio de todos: «No rechaces al necesitado, pon todo en común con tu hermano y no digas que esto es tuyo, porque si estás en comunión con los otros mediante lo inmortal, ¿cuánto más no lo estarás por medio de los bienes perecederos?»; pero esto también lo señalan las fuentes griegas que se burlan de este rasgo distintivo de los cristianos, como lo narra Luciano de Samósata, autor del siglo I: “Así que despreciaban todos sus bienes de una manera similar y los consideran comunes a todos, aceptando locamente tal doctrina sin necesidad de prueba alguna” (Luciano de Samósata, Sobre la muerte de los Peregrinos, 13). Así que, por lo tanto, la comunidad de bienes al interior de la Iglesia primitiva se basa en el rechazo de la propiedad privada, la pobreza voluntaria y el uso colectivo de los bienes.

PV: ¿Sigue siendo posible el rechazo del enriquecimiento y de las posesiones al día de hoy?

Obviamente, ya que debemos alejarnos de esa irremediable lógica que se basa en la apropiación egoísta de todo lo que nos rodea, antes de que nosotros mismos terminemos completamente cosificados bajo semejante determinación. Tenemos que alejarnos de nuestra obsesiva búsqueda por el poder, tanto sobre las cosas como sobre los demás, e igualmente de esa inquebrantable búsqueda del gozo por medio del consumismo, que solo ha dado a luz a un hombre des-idealizado, desnaturalizado e incluso deshumanizado. Queriendo poseerlo todo, queriendo alcanzar una especie de acumulación ilimitada, terminamos siendo seres vacíos y atomizados; y, sin embargo, sentimos que algo anda mal con nosotros mismos, lo cual resulta ser el testimonio de que existe un vestigio indomable en nuestro interior que se resiste a todo eso: un destello de humanidad que quiere experimentar el goce de lo que significa ser humano, y ello solo puede lograrse al liberarse de todas estas patologías relacionadas con el tener. Se trata de nuestra humanidad, aquella que quiere reconectarse con el otro por medio del amor y que quiere volverse hacia lo absoluto por medio de la fe (algo que hoy podemos ver claramente gracias al retorno de la espiritualidad), es una sed que sentimos por lo inmaterial y lo incondicionado que vive en nuestro interior. Ello constituye nuestra esperanza: es una señal de que el capitalismo no ha absorbido por completo todo lo que existe y ha convertido todo lo existente en algo inerte. Nos demuestra que podemos alzarnos contra la tiranía de ese interés comercial egoísta y que incluso es necesario que lo hagamos, en la medida de lo posible, de forma concreta.

PV: Usted nos recuerda que los pobres son los «favoritos» de la Iglesia. Los chalecos amarillos, ¿no son lo suficientemente pobres como para ser apoyados por la Iglesia y sus fieles?

Desafortunadamente, los católicos han abandonado durante mucho tiempo este sentido de la lucha. En las primeros manifestaciones que se hicieron, pude conocer a un sacerdote, así como a ciertos cristianos que se identificaban como tales; pero está claro que, en general, la Iglesia misma ha terminado por asociarse con una espiritualidad que es completamente opuesta a la que seguían los primeros cristianos y que fue adoptada por los partidarios y fieles seguidores de la aristocracia liberal y conservadora. De hecho, toda esa franja del catolicismo jamás ha cesado de distanciarse por completo de la gente y de las reivindicaciones que ellos hacen, hasta que al final han quedado definitivamente separados de los pobres gracias a un abismo sociológico representado por una violencia real que sufren los trabajadores de la clase media, luego de la cual y en respuesta a la misma, se han producido enfrentamientos que estallaron casi por instinto debido a que no existía otra alternativa. Los muros de las iglesias han terminado por convertir en muros herméticos y, al igual que los palacios donde habitan nuestras élites, resultan ser muros que permanecen siendo sordos frente a los gritos lanzados por las clases populares (aunque, paradójicamente, dejan lugar para ciertos pobres, como sucede con los migrantes), muros que siguen siendo sordos frente a la realidad social actual. No nos debe importar lo que piensen al respecto la Iglesia o la burguesía católica, mientras mantengamos nuestra seguridad de estar del lado del pueblo, seguiremos siendo los discípulos de Cristo y continuaremos la lucha que él mismo había iniciado.

PV: En medio del Adviento y acercándonos a la Navidad, ¿qué lecciones se pueden aprender al observar a los cristianos primitivos y al conocer su forma de vida?

Para los cristianos de hoy, la lección que me parece esencial, y que es la más exigente en la actualidad, es la que nos recuerda el mensaje del Evangelio y que no tiene nada que ver con seguir una simple espiritualidad, sino la de hacer un acto de fe que está destinado a que vivamos esa espiritualidad tal y como nos la enseñaron los primeros cristianos: debemos vivir el Evangelio. En su tiempo, las Escrituras no habían sido todavía escritas: por lo tanto, no se trataba sólo de ser discípulos de Cristo únicamente en el espíritu, de quedarnos satisfechos únicamente por seguir una fe doctrinal, sino de seguir una fe que era efectiva y concreta, aplicando sus Enseñanzas e imitando su ejemplo. Recordemos que esto lo entendieron perfectamente los primeros cristianos: el Evangelio es un don, es una gracia, pero al mismo tiempo es una exigencia que nos hace llevar la carga de ese testimonio. Es el mandamiento que Cristo le exige al joven rico que desea seguirlo: «Sólo te falta una cosa: ve, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; entonces tendrás un tesoro en el cielo. Después de eso, ven a mí y sígueme»; no se trata solo de seguir a Cristo de palabra, ¡sino mediante nuestros hechos! Los primeros cristianos indudablemente nos enseñan la necesidad de que debe prevalecer lo común sobre lo privado. Para hacer nuestra comunidad lo más unida posible es necesario hacerla por medio de la comunión fraterna, a través del don que nos lleva a separarnos del egoísmo, el abandonar nuestros impulsos neuróticos de querer apropiarnos de las cosas materiales en favor del amor de todos nosotros en Dios.

PV: Te dejamos concluir libremente…

Jesús dijo «No vine a traer la paz, sino la espada», y eso divide al mundo en dos facciones antagónicas: la del tener, representada por la sumisión a Mammón y que es comandada por el deseo de los intereses individuales, de la búsqueda de poder que quiere dominar a todos los seres del mundo y también al conjunto de la Creación objetiva; todo lo cual es incompatible con el verdadero resplandor del ser, que es el camino de la Verdad hacia el advenimiento de la Vida, el poder otorgado por el amor libre y desinteresado. La práctica comunitaria de la Iglesia primitiva, que es el fundamento de la espiritualidad del cristianismo primitivo, es precisamente la protesta contra este mundo del tener que permea a nuestras sociedades contemporáneas y que nos invita a seguir el camino iniciado hace casi 2000 años: tener menos y ser más.