Por Nabih Yussef*

El actual déficit fiscal tiene al gobierno nacional con dolores de cabeza. Mientras en el Congreso las presiones por expandir el gasto público se oyen tanto en opositores como en oficialistas, la Casa Rosada está empeñada en comenzar el 2018 gastando menos de lo que recauda.

Los economistas que defienden el gasto por debajo de la recaudación, utilizan la trillada analogía de la economía doméstica. “En una casa, no se puede gastar más de lo que ingresa de dinero al hogar”, repite con soltura el economista Martin Tetaz de simpatía con el gobierno.

Esta preocupación por el gasto público trajo aparejado consigo un debate político sobre el rol del Estado en los egresos contables. De esta manera, se resolvió con relativo consenso político la desarticulación del programa “Futbol para Todos”, donde el Estado desembolsaba grandes sumas de dinero público para televisar partidos de fútbol en todas las televisiones del país. No obstante, no corrió con el mismo acuerdo el desguace de otros programas estatales, que incluyeron reducciones de partidas presupuestarias en el instituto científico del Conicet, despidos en la administración pública o modificaciones al sistema previsional. Ante estos recortes, gran parte del espectro político salió a criticar las medidas del Ejecutivo, con maratónicas jornadas parlamentarias para tratar el tema.

Esta preocupación por el gasto del Estado, es lo que alimenta naturalmente la discusión pública de la dirigencia nacional. Pero cuando se trata de poner el foco en la recaudación tributaria, los argumentos de los distintos sectores políticos parecen perder fragor. Si bien es cierto que existen críticas extendidas a la eliminación de las retenciones a las empresas mineras, el sector es una parte muy marginal de la recaudación estatal.

La importancia de la arquitectura fiscal de un Estado es vital para la configuración de su gasto público. En otras palabras, para saber en qué debemos gastar el dinero del Estado, antes se deben fijar los criterios políticos que establezcan qué sectores de la sociedad deberían afrontar esa carga económica. La respuesta rápidamente se viene a nuestras mentes, cuando entendemos que naturalmente deben ser los sectores económicamente más favorecidos quienes deberían contribuir a ese propósito colectivo. ¿Pero esto sucede en la realidad?

El gobierno nacional ha encarado en solitario un proyecto de reforma estructural del sistema impositivo. El argumento es simple, debemos aligerar la carga de los sectores que generan empleo para dinamizar la economía.

Detrás de la reforma de nuestro complejo sistema de impuestos públicos, se sostiene indemne una máxima que sostiene una de las columnas vertebrales de la cosmovisión económica de Cambiemos. La idea de que, cuanto menos dinero paguen los empresarios, mayores beneficios existirán para los sectores asalariados. La fórmula es más sencilla de lo que parece, en la medida en que los sectores de rentas altas tengan mayores márgenes de maniobrabilidad fiscal, existirán en ellos mayores estímulos para invertir sus excedentes de renta en emprendimientos que generen empleo “genuino” (en oposición al empleo público, que parecería ser “falso”, producto de políticas económicas de ciencia ficción).

Detrás de la falta de una discusión política sobre nuestro sistema impositivo, sobreviene una baja propensión cultural y social a controlar y pagar los impuestos. Esta tolerancia social es la que nos diferencia de otras sociedades, donde la endereza de las cuentas privadas son cruciales para determinar la endereza ética de un candidato político en Islandia o en Nueva Zelanda. En nuestro país, en cambio, la evasión fiscal y el blanqueamiento de capitales (producto de esa evasión), parecen ser la regla general. Incluso no sería del todo descabellado sostener que Argentina es la “campeona” de la inmoralidad tributaria en el mundo. Así parece sostenerlo el economista César Litvin, cuando entre sus números revela que Argentina ha blanqueado US$110.000 millones, por encima de Italia con US$102.000 millones, Brasil con US$53.000 millones y España con US$45.000 millones.

La tolerancia social a la evasión fiscal y el desinterés político a discutir nuestra ingeniería de recaudación, nos puede llevar a impulsar una reforma impositiva que nos encierre en un dilema tributario. Desgravar más impuestos a los sectores rentísticos en una economía que necesita más recursos para cubrir nuestros déficits en educación, infraestructura o salud pública.

Una política pública que no diversifique nuestras fuentes tributarias de manera equilibrada, y que por el contrario desgrave más impuestos en cada vez sectores más concentrados, llevaría al Estado a profundizar nuestro subdesarrollo.

Según un estudio de la OCDE, los países desarrollados allí aglutinados, poseen en promedio un 35% de presión tributaria a sus unidades productivas; mientras en los países en vías de desarrollo, ese porcentaje oscilaría entre el 21 y 23%. Y mientras eso ocurre, las fuentes de recaudación tributaria para países como Argentina, terminan por reposar en el impuesto al consumo de bienes y servicios, debilitando directamente el poder de compra de los sectores asalariados más bajos y de los trabajadores informales.

Concretamente, la presión tributaria de los países de la OCDE se dirige con especial hincapié al impuesto a la renta (53,8%). De esta manera, sociedades comerciales y personas físicas acaudaladas, poseen mayores cargas tributarias ante aquellas que poseen menores ingresos. Mientras que del impuesto al consumo (IVA), los países de la OCDE obtienen menores ingresos (19,8%), ya que afecta el poder de compra de los sectores más vulnerables. Por el contrario en los países subdesarrollados la recaudación del Estado se asienta en el impuesto al consumo (40,1%), mientras del impuesto a la renta se obtiene menores porcentajes (28,3%).

La falta de voluntad política hace que en Argentina exista una gran imposibilidad tecnológica y humana en el cobro efectivo de impuestos sobre la renta, mientras que se vuelca el foco de la política fiscal al cobro del IVA, de más fácil control y cobro. Esto genera distorsiones, ya que personas de rentas altas pagan iguales impuestos al consumo de bienes que personas de rentas bajas. En definitiva, una política fiscal que profundiza la inequidad distributiva y la inmoralidad fiscal.

Reformar el sistema para profundizar las distorsiones y no corregirlas, equivaldría a elevar mayores obstáculos en nuestro ya laberinto político hacia el desarrollo económico.

*Licenciado en Relaciones Internacionales y Director del Consejo de Estudios Interdisciplinarios Económicos y Políticos www.CEIEP.org