Por Rubén Alejandro Fraga

“No podemos contar con nadie. Ni con la Unión Soviética ni con los aliados. Que nuestro acto desesperado sea una bofetada de protesta en la cara del mundo”. El espíritu que guió a los judíos del gueto de Varsovia a una revuelta desesperada, el lunes 19 de abril de 1943, está captado en ese pasaje del diario de uno de los participantes, Hersh Berlinski.

“No pensábamos ganar, sólo queríamos demostrar que no éramos seres inferiores, una clase de insectos”, sostuvo hace unos años Mark Edelman, uno de los sobreviviente de esa milicia judía que decidió librar tan desigual batalla contra las fuerzas del Tercer Reich alemán liderado por el Führer, Adolf Hitler.

Edelman murió el 2 de octubre de 2009 en Lodz, Polonia, y hasta sus últimos días asistió a las ceremonias realizadas en Varsovia cada 19 de abril para rendir homenaje a los centenares de miles que cayeron en la insurrección.

“Estoy aquí para dar fe de la trágica historia del gueto de Varsovia, para que no sea solamente yo, sino todos los polacos y la totalidad del mundo los que recuerden”, expresó Edelman en 2005 tras visitar el búnker donde la mayoría de los comandantes del alzamiento se suicidaron tras quedar rodeados por las fuerzas nazis el 8 de mayo.

Los líderes de la comunidad judía y las autoridades polacas colocan cada 19 de abril ofrendas florales en el monumento que se levanta en el centro de Varsovia en honor de los judíos que empuñaron las armas aquel día de 1943, la primera acción de resistencia civil importante contra los nazis.

El ex canciller Wladyslaw Bartoszewski, fallecido en 2015, quien fue miembro de la organización polaca que ayudó a los judíos durante la guerra, contó que los combatientes sorprendieron a los nazis, que no esperaban resistencia alguna, y mucho menos tan enconada.

“Los judíos demostraron al mundo que eran capaces de combatir por su libertad y fueron admirados por ellos”, indicó Bartoszewski.

Los insurgentes decidieron dar la cara a sus captores ante los planes nazis de exterminar a las decenas de miles de judíos que quedaban en el gueto (del italiano ghetto, que a su vez deriva de borghetto: pequeño burgo o ciudad), en el que los nazis habían encerrado a más de 400.000 personas en noviembre de 1940.

La “solución final”

El plan alemán, para la exterminación de la población judía, era sencillo: primero establecer guetos, para vigilar a los judíos y luego enviarlos a los campos de concentración.

Se trataba, ni más ni menos, que de la primera fase de aquella “solución final” hitleriana, que, veinte años antes, ya había anunciado el dictador alemán en su libro Mi lucha (Mein kampf).

Durante la Segunda Guerra Mundial, uno de los guetos más importantes fue el de Varsovia, en Polonia.

El 12 de octubre de 1940 se dio lectura por la radio polaca, un comunicado por el cual todos los judíos de Varsovia, tenían que concentrarse hasta el 31 de octubre, en un sólo sector. Al vencerse el plazo, los portones del gueto fueron cerrados y vigilados por guardias alemanes.

Las enormes paredes terminadas en alambres de púas y vidrios rotos habían sido levantadas un año después de que los nazis ocuparan Polonia en septiembre de 1939.

El gueto recibió constantemente nuevos refugiados, por lo tanto fue necesario construir más casas, pero lo que hicieron los alemanes fue reducir cada vez más la superficie del gueto. La desproporción entre la población del gueto y su superficie, ocasionó una serie de epidemias, hambre y miseria. De ese modo, la población judía se transformó en una población agonizante.

Los cadáveres reposaban en el suelo, desnudos o envueltos en papeles sucios. Incluso los judíos más piadosos se vieron obligados a no honrar a sus muertos, y depositarlos en la noche sobre la vereda. Los muertos anónimos fueron arrojados en fosas comunes.

En el gueto, un solo hombre de cada 138 tenía trabajo. La mayoría de los judíos trabajaban en fábricas alemanas, confeccionando trajes militares y fabricando armas. Algunos judíos trabajaban en el sector “ario”, en las vías férreas, en fábricas de armamento o establecimientos militares. Algunos de esos obreros se transformaron en contrabandistas de mercancías.

Los judíos del gueto tenían una estructura de clases, basada en el número de calorías consumidas. El estrato social más deprimente fue el de los mendigos, que pedían algo de comida en las calles del gueto. Los principales mendigos fueron niños.

Dentro del gueto, los judíos debían llevar obligatoriamente un brazalete con la estrella de David, la estrella de seis puntas. Esos brazaletes eran muy demandados, porque si los alemanes veían a algún judío portando un brazalete sucio o arrugado, lo golpeaban despiadadamente.

En el gueto, se formaron una serie de centros de protección social, para ayudar a los más necesitados, sobre todo a los enfermos, a los huérfanos y a los niños. También se crearon establecimientos educacionales clandestinos, para que los jóvenes continuaran sus estudios.

Sin embargo, incluso en medio de ese cuadro de muerte, de enfermedad y de terror, las escuelas clandestinas prosperaban, las zonas bombardeadas eran cultivadas, cuatro teatros permanecían abiertos, los músicos daban conciertos y los poetas infundían en sus versos tanta desesperación como imágenes de esperanza; pintores y escultores creaban y exponían obras nuevas; se publicaban periódicos clandestinos, entre ellos el Négued hazérem que en iddish significa Contra la corriente.

Esa prensa contrarrestó las campañas alemanas para crear confusiones entre los judíos del gueto y levantó el ánimo de sus lectores y los estimuló para resistir y enfrentar al enemigo.

Así, poco a poco, los movimientos que habían surgido para realizar actividades educacionales, decidieron preparar una lucha armada.

El fermento de una rebelión

Durante meses, los alemanes habían vaciado el gueto y enviado a su casi medio millón de habitantes al campo de concentración de Treblinka.

Como matar a un solo alemán suponía represalias masivas, la mayoría de los habitantes del gueto intentaba no cruzarse en el camino de los ocupantes y algunos incluso colaboraban con ellos para sobrevivir.

Es que, la vida en el gueto, durante los meses anteriores al alzamiento, estuvo signada por la lucha por la supervivencia. Las mínimas raciones de comida –180 gramos diarios de pan, 220 mensuales de azúcar y casi nada más– no llegaban a cubrir la décima parte de los requerimientos básicos de nutrición de una persona.

Por ello, el contrabando se convirtió en una práctica indispensable, el instrumento necesario para prolongar la vida.

Sin embargo, cuando el hambre, las enfermedades y las ejecuciones comenzaron a acabar con la vida de centenares de personas al día y se filtraron las historias de las cámaras de gas de Treblinka, el destino final de los deportados, cada vez más judíos empezaron a sentir que ya no tenían nada que perder.

“Acuciados por el hambre, salíamos durante la noche. Como ratas, revolvíamos entre la basura en busca de un trozo de pan. Me debilité gradualmente y mi cuerpo se cubrió de llagas”, relató por aquellos años un rebelde del gueto de Varsovia que logró escapar por las alcantarillas.

Una entre miles de historias espeluznantes, de seres humanos desesperados, reducidos a su mínima expresión y que, en algunos casos antes de morir de hambre, llegaron incluso a comer trozos de zapatos, vestidos o el empapelado de las paredes de las viviendas donde se hallaban confinados.

En ese marco, el 18 de enero del 43, nueve días después de que el siniestro Heinrich Himmler visitara el gueto y ordenara la reanudación de las deportaciones, se produjo la primera y sorpresiva resistencia armada cuando 50 alemanes fueron asesinados mientras arrestaban a víctimas para un envío a los campos de la muerte. En la acción murieron mil judíos.

A la cabeza del movimiento estaba Mordejai Anielewicz, un joven sionista de izquierda de apenas 23 años.

Luego, en la madrugada del lunes 19 de abril, víspera de la Pascua judía, el gueto fue cercado con la llegada de 2.000 soldados alemanes para empezar a deportar a los 60.000 judíos que quedaban allí.

Unos 1.500 hombres, mujeres y chicos judíos hambrientos y harapientos les hicieron frente pobremente equipados con pistolas, granadas, cócteles molotov y dos o tres ametralladoras ligeras contrabandeadas por la guerrilla polaca.

Esas armas en manos de los habitantes del gueto, convertidos de un día para el otro en soldados de un ejército irregular, anónimo y heroico, eran nada en comparación con el formidable armamento de los nazis.

Sin embargo, los residentes, superados en número y en armamento, mantuvieron a raya a las fuerzas de Hitler durante tres semanas, transformados en rabiosos guerreros empeñados en matar o morir en combate, antes que terminar en un campo de exterminio. Tan sólo en el primer día de combate unos mil judíos murieron en las calles del gueto.

Con el correr de los días, se combatió casa por casa dentro del gueto y los alemanes, comandados por el general de las SS Jürgen Stroop, sufrieron más de un centenar de bajas.

Ante tan encarnizada resistencia, los nazis comenzaron a desplegar sus tanques y hasta la Luftwaffe –fuerza aérea alemana– mandó sus bombardeos para terminar de una vez por todas con los judíos revoltosos.

Decididos a poner fin a aquella inédita insurrección civil, los alemanes también comenzaron a incendiar edificio por edificio del gueto. La gente se arrojaba por los balcones y continuaba peleando.

Los líderes de la revuelta, con un arsenal muy limitado, se refugiaron en búnkers subterráneos que fueron gaseados por los nazis.

El 8 de mayo, los nazis bloquearon las entradas al búnker donde estaban los líderes de la revuelta. Ochenta de ellos murieron bajo fuego alemán, algunos se suicidaron. Mordejai Anielewicz estaba allí.

Dos semanas antes de su heroico fin, Mordejai había escrito a su lugarteniente, Antek Tzukerman quien se hallaba en el lado “ario” de Varsovia: “El sueño de mi vida se ha cumplido, la autodefensa judía en el gueto es un hecho, la resistencia judía armada es una realidad. Soy testigo del heroísmo de los sublevados judíos. ¡Esa fue –esa es– la victoria!”.

Algunos líderes, los menos, lograron escapar por las alcantarillas. Muchos fueron asesinados o traicionados por delatores.

Sin embargo, la lucha se prolongó durante ocho días más.

En total, 56.000 judíos murieron durante la rebelión. Cerca de 7.000 fueron deportados a Treblinka y otro tanto murió en combate. Unos 5.000 murieron a causa de las explosiones y los incendios.

Cuando la insurgencia terminó, los últimos judíos de Varsovia habían muerto, habían sido deportados o estaban escondidos.

Todo acabó el domingo 16 de mayo, a las 20.15, con la demolición de la gran sinagoga del gueto.

“El gueto ya no existe”, escribió lacónicamente Stroop en su informe.

En verdad, el gueto había sido reducido a escombros. Pero las ansias de libertad de aquellos heroicos judíos no pudieron ser derrotadas. Aún resurgen, cotidianamente, en la lucha de cada ser humano en aras de su dignidad.

El barrio del horror

En su libro Los guetos bajo el dominio nazi, el profesor Abraham Huberman señala que el gueto de Varsovia existió en su forma “normal” desde el 16 de noviembre de 1940 hasta el 22 de junio de 1942, cuando comenzó la deportación masiva de sus habitantes.

Durante siete semanas fueron llevados diariamente miles de judíos hacia el campo de muerte en Treblinka.

Aun después, el gueto siguió existiendo dentro de límites más reducidos y su estructura fue diferente. Desde entonces y hasta el 19 de abril de 1943, fecha en que comenzó la insurrección conocida como la “Rebelión del gueto de Varsovia”, los judíos que quedaron en el gueto estuvieron sometidos al duro régimen imperante en los campos de concentración.

Cuando el gueto se formó, se extendía sobre una superficie equivalente al 2,4 por ciento de la ciudad de Varsovia.

Eran muchísimos habitantes que vivían en pocas calles. De acuerdo con el periódico oficial Gazeta Zydowska, 380.740 personas vivían en el gueto, el 1º de enero de 1941. De éstos, 1.718 eran católicos, protestantes y griegos ortodoxos.

¿Cómo llegaron esas personas que no se definían como judíos al gueto? Al principio de la ocupación alemana, una asociación cristiana pidió protección para esas personas que no pertenecían a la religión judía. Eran conversos mayormente. Los alemanes pidieron la lista, así como las direcciones de los interesados. Cuando llegó el momento los fueron a buscar y los encerraron en el gueto, aplicando principios raciales –no religiosos–. La población del gueto siguió aumentando, pues siguieron las deportaciones y el 1º de marzo de 1941 ya eran 445.000 personas. Luego, debido a la alta tasa de mortalidad, la población comenzó a declinar. Durante el año 1941 más de 43.000 judíos murieron en el gueto, alrededor del 10%. La muerte por hambre era uno de los objetivos del régimen nazi hacia los judíos. El mismo Hans Frank ya lo había dicho: “Hemos condenado a 1.200.000 judíos a la muerte por hambre. Si eso no sucede, deberemos implementar otras medidas”.