Por Alejandro Maidana

La transición energética se encuentra en la agenda de diversas instituciones, gobiernos, movimientos, empresas y otros sectores. Pensar en transiciones requiere acordar el diagnóstico, delinear un futuro deseado y establecer un proceso, un camino, un recorrido. Sin embargo, no todos entienden o impulsan lo mismo en relación con el proceso y con los objetivos finales de la transición. Se pueden identificar dos visiones contrapuestas del sistema energético que dan lugar a dos grandes proyectos de transición.

Uno entiende a la energía como un bien de cambio, una mercancía, y se asocia a un paradigma productivista e instrumental de la misma. Esto da lugar a lo que se conoce como transición energética corporativa. Por otro lado, están aquellos que entienden que la energía implica un conjunto de relaciones socio-técnicas, y un elemento necesario para la reproducción y el cuidado de la vida. Desde esta perspectiva, el acceso a la energía es un derecho humano y la energía un bien común. Esto es la base de lo que se entiende como transición energética justa y popular.

La transición energética justa y popular se configura como un proceso de democratización, desprivatización, descentralización, desconcentración, desfosilización, despatriarcalización y descolonización del pensamiento, todo ello remite a la construcción de nuevas relaciones sociales, congruentes con los derechos humanos y con los derechos de la naturaleza. Desde esta perspectiva la energía es una herramienta, no un fin en sí mismo, y como tal, debería utilizarse para mejorar la calidad de vida de las personas.

De modo que, esta decisión, en un contexto de fuerte desigualdad, tendría la capacidad de mejorar la distribución de la riqueza, y, al mismo tiempo, el potencial para avanzar hacia la justicia territorial y la vida urbana digna. Las transiciones que enfrentamos (energética, agroalimentaria y socioecológica entre otras) se presentan como posibilidad de desplegar un sistema integrado de políticas públicas urbanas que apunten al mismo tiempo a descarbonizar y a democratizar el territorio.

Es por ello que desde el Taller Ecologista acompañan la necesidad de profundizar procesos democráticos estableciendo un diálogo entre ciudades y ciudadanías con el objetivo de avanzar hacia sociedades más armónicas, equitativas y con bajo impacto en el ambiente. “Entendemos que las políticas públicas a nivel local desempeñan un papel determinante en acelerar, respaldar, consolidar o incluso obstaculizar los imprescindibles cambios que necesitamos”, indicaron desde el Taller.

Energía y Políticas públicas, breve balance de situación en Rosario

La ciudad de Rosario actualmente se caracteriza por una ausencia de espacios para la participación ciudadana en la construcción de políticas energéticas, como también para la posibilidad de decidir sobre los usos del territorio. La participación ciudadana, en muchos casos adquiere un tinte meramente discursivo, muy alejado de la práctica del derecho real a decidir. “Asimismo, en los últimos años se ha logrado impulsar en la ciudad de Rosario una serie de herramientas legislativas en relación a temáticas de transición energética. Entre ellas podemos destacar: Ordenanza Nº 8335/08 Basura Cero, Ordenanza Nº 8784/11 Solar Térmica de Rosario, Ordenanza Nº 8757/11 Higrotérmica”.

Sin embargo, gran parte de los objetivos originales, como así también obligaciones impuestas, nunca fueron cumplidas, o se fueron desdibujando a raíz de diversos mecanismos entre los cuales destaca el de las excepciones. “En este marco, planteamos la necesidad de revisar la coherencia entre la narrativa de lo que se quiere alcanzar con las normativas y la política pública concreta por un lado, y con el presupuesto real por el otro. La transición energética debe ir acompañada de una transición en la legislación urbana que priorice los intereses de los habitantes y su entorno sobre los intereses del mercado”, enfatizaron.

En Rosario, desde finales de la década de 1980 y principios de la década de 1990, se ha observado un modelo de gestión urbana empresarial donde el Estado es influenciado por el sector privado, regulando en función de un reducido grupo de actores, como propietarios de tierras, sector inmobiliario, de la construcción y sector financiero. La Secretaría de Planeamiento propuso en 2007 el Plan Urbano Rosario 40+10, que, aunque nunca alcanzó la fuerza de Ley, sentó las bases conceptuales para las cuatro ordenanzas parciales aprobadas entre 2008 y 2013.

Estas ordenanzas regulan la ciudad en anillos concéntricos y reemplazan al antiguo Plan Regulador de 1967. El Plan Urbano es al mismo tiempo el instrumento y el mecanismo que articula el boom de los commodities al boom inmobiliario, una operación realizada por el Estado local que transforma a la ciudad en una mercancía regulada para la venta. “Los resultados de ese proceso están a la vista. El boom inmobiliario que se apropió de la ciudad, (construida socialmente) no resolvió el problema de la vivienda, pero sí, por el contrario, aumentó la isla de calor, agravó la circulación vehicular, no consideró la eficiencia energética, y aumentó los contrastes socioespaciales particularmente entre el centro y las periferias; contribuyendo con esto, probablemente, a la violencia endémica como fenómeno social que en la actualidad se expresa en esta ciudad”.

Las cuatro ordenanzas que hoy tienen vigencia en Rosario son producto de la estrategia de negocios y la flexibilización neoliberal, de modo que no es extraño que hayan prevalecido, desde entonces, las “excepciones” por sobre la regulación. Por estos motivos, queda claro, que no es posible avanzar hacia una transición energética justa y popular sin transicionar hacia otro tipo de concepción de ciudad ¿Ciudad habitable o ciudad especulativa? En una coyuntura socioeconómica por demás de asfixiante y ante el avance de proyectos promercado, la necesidad de recuperar al estado como garante del equilibrio resulta una premisa fundamental.