Por Cristina Soreanu Pecequilo (*)

El Brasil de mayo de 2016 es un país en crisis en la economía, en la política y en la sociedad y sus valores. De los cacerolazos anti-Dilma Rousseff a la intolerancia con el empoderamiento social de la era de Lula (2003-2010) al gabinete de hombres blancos y de media edad del recién asumido vicepresidente Michel Temer, la cronología del golpe nos revela un país dividido.

Incluso, una nación polarizada que fue ignorada y muchas veces tolerada en sus señales de racismo, homofobia, sexismo y violencia verbal, diseminados por los medios y las relaciones sociales, escondida en un discurso contra la corrupción.

El miedo, el prejuicio y la ignorancia vencieron en el Golpe de Mayo a las fuerzas progresistas y pasan en estos primeros días de gobierno de Temer por una suerte de alivio y resaca: parece que finalmente la revolución social y estructural brasileña interna y su proyección externa podrán ser terminadas y el país volverá a estancarse en los años 1990.

Es sabido hacia donde va el Brasil de Temer: internamente, los intentos cíclicos de desmantelar el Estado y sus políticas de bienestar ganaron una nueva voz. Bajo el signo del ajuste fiscal y de la necesidad de la reducción del gasto público, la agenda neoliberal retorna.

Además de las medidas inmediatas, como el aumento de impuestos, recortes en recursos para la salud, educación infraestructura, programas sociales en general, es alta la expectativa de que reformas más profundas en los derechos civiles, laborales y sociales puedan ser implementadas. Temas como la tercerización de los servicios y la flexibilización del régimen de trabajo son recurrentes en el imaginario del empresariado brasileño, siendo apuntados como solución para sus problemas de competitividad y lucro.

En el frente externo, el mito de las relaciones Norte-Sur, de la modernidad de los acuerdos de libre comercio como el Tratado del Pacífico, liderado por Estados Unidos, prevé la elevación del poder nacional y la re-inserción político-económica atada a Estados Unidos y a Europa Occidental. Esta visión apolítica e instrumental relega a las relaciones internacionales a una opción por ser una nación comerciante.

Brasil es apenas un aventón de los grandes centros, rebajando su poder. Esta visión se relaciona con la búsqueda de ventajas económicas y de una perspectiva que niega la real identidad del país: una nación latinoamericana, líder del Mercosur y de la Unasur, protagonista en el Tercer Mundo.

Ignorar esta vocación es ignorar quienes somos y todo lo que conquistamos con nuestros vecinos y naciones amigas. No deberíamos quedarnos exentos de la Cláusula Democrática de estos organismos en este momento, pero son pocas las voces que se levantan. Lo que se quiere relegar es el cambio: desde el fin de la Guerra Fría en 1989, el sistema de gobernanza multilateral que fue creado por la hegemonía estadounidense pos-1945 no se veía tan confrontado. Los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), el nuevo Banco de Desarrollo, acciones de estas potencias, colocaron en jaque tradicionales mecanismos de poder, promoviendo la democratización de las relaciones internacionales, con énfasis en la cooperación Sur-Sur.

Pero es el problema no es que Temer persiga las metas anunciadas, eso ya era esperado. El gran punto de estrangulamiento fue el gobierno de Rousseff, que dio espacio para estas tendencias. Desde 2011, la política exterior asumió una trayectoria de re-aproximación ante Estados Unidos (y el ilusorio acuerdo Mercosur-UE) despolitizándose.

Este bajo perfil nos distanció del liderazgo sudamericano y silenció frente a muchas crisis. Tensiones graves con el gobierno de Barack Obama (espionaje por parte de sus agencias de seguridad) fueron superadas.

Internamente, el paso del primer al segundo mandato fue el punto crucial: se ha quebrado la coalición popular de 54 millones de votos que reeligieron al gobierno de Dilma, optando por los otros 51 millones que no lo hicieron.

Si hoy Temer gobierna Brasil es porque las puertas fueron abiertas debido a opciones estratégicas equivocadas haber dejado de lado el proyecto iniciado en 2003 y de no llevarlo adelante, para que tuviera bases más sólidas. En estas últimas semanas, fuimos sorprendidos con políticas de cortes sociales mientras salíamos a las calles para defender la democracia y el Estado de derecho. Pero vino la derrota del golpe, relevante para un renacimiento.

Al final, otras batallas vendrán y la ‘ventaja’ de estar lejos del poder es repensar caminos, con una necesaria autocrítica.

(*) Profesora de Relaciones Internacionales de la Universidad Federal de San Pablo. Autora del libro «O Brasil e a América do Sul» (2015).

Traducción: Pablo Giuliano, corresponsal de Télam en Brasil