Por Bernard-Henri Levy 

Un país de la Unión Europea que llama a consulta a su embajador en otro país de la Unión Europea. Otro país, o el mismo, que, despreciando todas las reglas de solidaridad entre Estados miembros, se convierte en un vertedero de refugiados que, cuando esté lleno, terminará siendo un territorio de relegación, como las leproserías gigantes y aisladas de la Edad Media.

El espacio Schengen que vuela en pedazos.

Cumbres oficiales que suceden a otras cumbres oficiales y cuyas decisiones son puestas en solfa, como ocurrió la semana pasada en Austria, por unas subcumbres regionales, sin legitimidad, ilegales.

La ley del sálvese quien pueda y, por tanto, el riesgo de anarquía.

El retorno de los egoísmos nacionales y, por tanto, de la ley de la jungla, la auténtica, mucho más aterradora que la de Calais.

En resumen, lo que la llamada crisis de los refugiados está dinamitando no es otra cosa que Europa como tal.

Es el espíritu mismo del Viejo Continente que, abandonado al capricho de unos mandatarios sin rumbo, timoratos, entra en estado de catalepsia.

Y tal vez nos encontremos ante lo que ni la crisis griega del año pasado, ni la debacle financiera de 2008, ni siquiera las maniobras de Vladímir Putin consiguieron provocar: la muerte del gran y hermoso sueño de Dante Alighieri, Edmund Husserl y Robert Schuman.

Esto no sorprenderá a aquellos a quienes, como el que suscribe, les preocupa desde hace tiempo —Hotel Europa— ver al Gobierno de Bruselas convertido en una burocracia inmóvil y obesa, poblada por esos “chupatintas coronados” de los que ya se burlaba Paul Morand en su retrato del emperador Francisco José, y de los que otro escritor, testigo de la misma descomposición, decía que eran príncipes de la “norma”, reyes de los “pesos y medidas” y emperadores de la “estadística”, pero que la idea de confrontarse con la Historia con mayúsculas, o incluso con la Política con mayúsculas, les resultaba inconcebible.

En suma, una nueva Cacania, un nuevo reino del absurdo, carcomido, como el otro, por la rutina y a punto de morir, también como aquel, por falta de ímpetu, de proyecto, de una estrella fija que guíe su trayectoria… un segundo “laboratorio del crepúsculo” (Milan Kundera) en el que unos dirigentes sonámbulos repetirían, en un éxtasis mórbido y complaciente, todos los errores de sus mayores…

Y la catástrofe, si hubiera de completarse, sería una prolongación de ese gran error que algunos denunciamos desde hace décadas: Europa no es algo ineluctable, no está inscrita en la naturaleza de las cosas ni tampoco en el sentido de la Historia; lo mismo que Italia en la famosa respuesta del rey de Cerdeña a Lamartine, no se construirá sola —da sè— aunque nosotros no hagamos nada; y si olvidásemos esta ley, si cediéramos a ese providencialismo y a ese progresismo perezoso, el destino de esta Europa, de nuestra Europa, sería el mismo que el de la Europa romana, el mismo que el de la Europa de Carlomagno y más tarde de Carlos V, el mismo que el de la Europa del Santo Imperio Romano Germánico, del imperio Habsburgo o incluso de la Europa de Napoleón, todas esas Europas que ya eran Europas, verdaderas y hermosas Europas, y cuyos contemporáneos creyeron, como nosotros creemos ahora, que estaban consolidadas, que eran firmes como la roca, que habían sido grabadas en el mármol de unos reinos de apariencia eterna y que, sin embargo, se desmoronaron.

No obstante, lo peor tampoco es seguro.

Y aún estamos a tiempo, estamos a tiempo de provocar una reacción política y moral que se nutra de las lecciones del pasado; que parta del principio de que, sin la voluntad testaruda, contra natura, casi demencial, de sus dirigentes, Europa siempre ha tenido todas las razones para disgregarse, absolutamente todas; y, así, conjurar lo inevitable.

Una de dos

O no hacemos nada; o nos dejamos vencer por ese sálvese quien pueda generalizado y obsceno; y entonces la pasión nacional se impone de una vez por todas sobre un sueño europeo reducido a los bienes gananciales de un gran mercado único que, si bien conviene al mundo de los negocios mundializado, desde luego no a los pueblos y su aspiración a más paz, más democracia y más justicia.

O bien las 28 naciones europeas se sobreponen; se deciden a seguir:

Primero. La línea trazada por Angela Merkel sobre la cuestión de la hospitalidad, moralmente infinita y políticamente condicionada, que debemos a esos hermanos en humanidad que llaman a las puertas de la casa común.

Y segundo. La línea trazada por François Hollande sobre la cuestión de Siria y la doble barbarie que, al vaciar el país de sus habitantes y al empujarlos por millones a los caminos del exilio, es la verdadera fuente de la presente tragedia; ninguno de los dos dirigentes, dicho sea de paso, omiten escuchar y aprender uno del otro sus respectivas porciones de verdad, cuya sola combinación puede dar cuerpo y alma a ese eje franco-alemán sin el que todo está perdido; y entonces, solo entonces, Europa, contra las cuerdas, obtendrá una nueva prórroga y, con un poco de coraje, tendrá una oportunidad de sobrevivir e incluso, quién sabe, de reactivarse.

Pues hoy más que nunca la elección está clara: Europa o barbarie; Europa o caos, miseria de los pueblos, regresión política y social; un paso adelante, pero de verdad, en la dirección de una integración política que es la única respuesta posible a los terribles desafíos del presente, o la certeza de la decadencia, de quedar al margen de la Historia y, tal vez, algún día, de la guerra.

Fuente: Diario El País, España.