El pasado sábado 25 de enero, un grupo de los “chalecos amarillos” franceses se trasladaron a las afueras de la prisión de Belmarsh (Londres), donde mantienen cautivo al sueco Julian Assange, fundador de Wikileaks.

Tras varios meses de aislamiento, un día antes Assange había conseguido que lo envíen a un ala del establecimiento con otros 40 prisioneros, tras una batalla legal librada por sus abogados y un pedido de parte de otros detenidos.

No es la primera vez que se produce una manifestación de este tenor, si se recuerda lo acontecido el 2 de mayo de 2019, tres semanas después de la detención, cuando Maxime Nicolle, activista de los chalecos amarillos, organizó una protesta frente a la corte de Westminster en la capital británica.

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Esa acción tuvo una réplica en octubre del mismo año y esta vez la decisión fue ir directamente al lugar de encarcelamiento de Assange.

Según trascendió en medios internacionales (la prensa francesa prácticamente ignoró el hecho), la acción se desarrolló con calma, y pareció reinar la cordialidad entre manifestantes y la policía inglesa. “Free Julian Assange” fue una de las consignas principales.

En una carta divulgada algunas semanas atrás, una junta médica integrada por profesionales del Reino Unido, Australia y Sri Lanka, entre otros países, habían expresado su «gran preocupación» por la salud de Assange, de 48 años, y pedido que el periodista sea llevado a un hospital universitario para que se lo evalúe y reciba la atención de especialistas, consignó la agencia de noticias EFE.

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«Desde el punto de vista médico y ante la evidencia disponible, tenemos una gran preocupación por el estado físico de Assange para afrontar el juicio en febrero de 2020. Lo más importante es que, en nuestra opinión, Assange requiere una evaluación médica urgente sobre su estado físico y psicológico», añadieron entonces.

En caso de que el periodista no reciba ese cuidado médico, «Assange podría morir en prisión», advirtieron los doctores.