Colombia recuerda este domingo el 25 aniversario de la muerte de Pablo Escobar Gaviria, el capo de la droga que el 2 de diciembre de 1993 cayó abatido sobre el tejado de una sencilla vivienda de Medellín que utilizó como último refugio, cuando trataba de escapar de la policía, después de haber construido un imperio sobre la cocaína con el cual desestabilizó al Estado y a la sociedad.

Para algunos, un Robin Hood criollo; para otros –la mayoría–, un delincuente que perpetró magnicidios, hizo estallar un avión de pasajeros, dirigió el asesinato de más de 300 policías, ordenó el crimen de periodistas, funcionarios y jueces, y sembró de terror y muerte varias ciudades.

Lo cierto es que quien fuera en vida el jefe del Cartel de Medellín dividió en dos la historia de su país.

Antes de él, Colombia era una nación que exportaba café, esmeraldas y petróleo y que había pasado la mayor parte de su historia inmersa en guerras civiles más o menos ignoradas por el resto del mundo. Con Escobar se convirtió en uno de los principales puntos de preocupación para Europa y Estados Unidos en América latina. La violencia política se transformó en un infierno terrorista y el culto por el dinero fácil contaminó casi todas las esferas del país: desde la arquitectura y la política, hasta el periodismo, las artes plásticas, la agricultura, la industria y el deporte.

Escobar nació el 1º de diciembre de 1949 en El Tablazo, localidad cercana al departamento de Antioquia. Pariente del padre Marianito Eusse, el único santo católico colombiano, estudió bachillerato en una escuela de Medellín donde se unió a una banda que se dedicaba a robar lápidas de los cementerios para pulirlas y venderlas como nuevas. De ahí pasó al robo de autos y muy pronto se vio involucrado en el tráfico de marihuana.

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De baja estatura, con tendencia a la obesidad y con la cara cruzada por un largo bigote, Escobar fue apodado el Doctor o el Patrón a medida que iba ascendiendo en su carrera delictiva.

Se lo señaló por primera vez como narcotraficante en 1976 –cuando fue detenido con 39 kilogramos de cocaína–. Poco después pasó a dirigir una banda que descubrió el tráfico ilícito de la cocaína, hasta entonces manejado por chilenos que abastecían a excéntricos y acaudalados consumidores estadounidenses y terminó por convertir su producto en un negocio de consumo masivo que alcanzó a mover, sólo en Estados Unidos, 86 mil millones de dólares por año.

Gracias a las canchas de fútbol que él mismo construyó en los barrios marginales de Medellín y Envigado logró reclutar a un gran número de sicarios.

Apoyado en esos matones y en un régimen de sobornos, su imperio prosperó de tal modo que tuvo a su servicio al Congreso, la policía, el ejército, la Justicia, la prensa, la banca y el gobierno. También puso a sus pies al empresariado, que con su fortuna se robusteció y creó nuevas compañías.

Debido a sus múltiples obras benéficas –realizadas con el dinero proveniente de la droga– se ganó la adhesión popular de grandes sectores marginados que vieron en él su única alternativa para salir de la agobiante pobreza. Con su apoyo logró ingresar a la Cámara de Representantes por el nuevo liberalismo, lo que le dio una inmunidad parlamentaria ideal para el “rey de la cocaína”.

La fortuna de Escobar –calculada en 3.500 millones de dólares– saltó a la fama en los años 80, cuando el jefe del Cartel de Medellín propuso al entonces presidente Alfonso López Michelsen que su organización pagara la deuda externa colombiana. El convite fue rechazado, pero desde entonces la revista estadounidense Forbes incluyó a Escobar en su lista de personajes más ricos del mundo. El Patrón gozó de su dinero adquiriendo departamentos, villas y fincas, entre ellas la llamada “Nápoles”, donde instaló un zoológico con animales traídos de todas partes del mundo –donde aún hoy retozan unos hipopótamos– y en cuya entrada, como un desafío, mandó instalar la avioneta en que coronó su primer embarque de droga a Estados Unidos.

La vida lujosa y siempre riesgosa del capo fue retratada en decenas de libros, mezcla de todos los géneros y fuente de inspiración a taquilleras cintas con las que Hollywood caracterizó al delincuente latinoamericano.

En Crónica de un secuestro, un libro de Gabriel García Márquez donde, según su autor, “no hay una sola gota de ficción y, sin embargo, parece más novela que cualquiera”, el premio Nobel de Literatura lamentó no haber dialogado con Escobar.

Pero la vida relativamente tranquila del capo cambió a mediados de los 80, cuando sus acciones ilegales fueron denunciadas por el ministro de Justicia, Rodrigo Lara, y por el diario El Espectador. Lara y el director del periódico, Guillermo Cano, fueron asesinados meses más tarde.

Esa fue la gota que rebalsó el vaso: Escobar fue expulsado de la política y se lo amenazó con la extradición a Estados Unidos. Para evitarla –algo que lo aterrorizaba– orquestó una ola de atentados que cobró centenares de víctimas en todo el país.

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Tras un año de bombas en los aviones, centros comerciales y edificios públicos, el flamante presidente César Gaviria (1990-1994) ofreció reducir las penas y no extraditar a los narcos que se entregaran.

Escobar aceptó y el 19 de junio de 1991, precedido por sus lugartenientes, entró en la cárcel de La Catedral, construida por él mismo en una montaña de Envigado, cerca de Medellín, más parecida a un hotel cinco estrellas que a un centro de detención.

Sin embargo, desde la prisión de lujo, donde había computadoras, teléfonos, fax y hasta jacuzzis, Escobar mantuvo su negocio, recibió visitas y condenó a muerte a quienes se le oponían.

El 20 de julio de 1992 el gobierno de Gaviria intentó poner fin a esa situación ridícula, trasladándolo a una prisión de verdad. Escobar se negó, y dos días más tarde escapó tranquilamente, con la complicidad de varios guardias.

Allí comenzó la cacería contra el jefe del Cartel de Medellín, que generó una extraña alianza en la cual la policía y el ejército colombianos, agencias de seguridad de Estados Unidos, paramilitares y el Cartel de Cali –su rival en el comercio de droga– cooperaron bajo cuerda para dar con Escobar.

Fiel a su leyenda, el capo permaneció oculto y desafió abiertamente a las autoridades durante más de 16 meses.

Su esposa, Victoria, y sus hijos Manuela y Juan Pablo –que eran su adoración– trataron de exiliarse, pero ningún país quiso recibirlos. Recién en 1995 y al amparo del gobierno menemista la mujer y los dos chicos conseguirían radicarse en la Argentina con identidades falsas.

Precisamente, fue la desesperación por arreglar la situación de su familia la que perdió a Escobar. Una llamada a su hijo fue rastreada, y el cuerpo de elite que lo buscaba logró dar con una vivienda común de Medellín donde se ocultaba.

Al entrar los uniformados, Escobar trató de escapar por el techo, pero allí fue alcanzado por las balas. El día anterior había cumplido 44 años.

Al momento de su muerte, la revista Semana de Bogotá describió así la huella que marcó en la historia colombiana: “No dejó gobernar a tres presidentes. Transformó el lenguaje, la cultura, la fisonomía y la economía del país. Antes de él los colombianos desconocían la palabra sicario, Medellín era considerada un paraíso, el mundo conocía a Colombia como “la tierra del café”, y nadie pensaba que allí pudiera explotar una bomba en un supermercado o en un avión en vuelo. Por Escobar hay autos blindados en Colombia y las necesidades de seguridad modificaron la arquitectura. Por él se cambió el sistema judicial, se replanteó la política penitenciaria y hasta el diseño de las prisiones, y se transformaron las fuerzas armadas. Pablo Escobar descubrió, más que ningún otro, que la muerte puede ser el mayor instrumento de poder”.