Cuando se habla de violencia e inseguridad, los lugares comunes al que en general se refiere son hechos delictivos, tiros, asaltos, muertes… Esas noticias se diseminan cotidianamente en grandes cantidades porque apelan a una cierta dosis de morbosidad social y se vende como pan caliente. Sin embargo, muy pocas veces se da cuenta de las otras violencias, que son tanto o más peligrosas que las primeras, porque son las que circulan y se ejercen con el aval del Estado, fomentan el odio y el prejuicio y condenan a amplios sectores de la sociedad a convertirse en amargos estereotipos de los cuales no pueden desprenderse, sin importar cuanto lo intenten.

Hay otras inseguridades de las que no se habla: la inseguridad de no poder circular libremente, de que te paren por el color de piel, por la ropa que vestís o por la gorra que te ponés. La inseguridad de que, sin ningún motivo, te pongan contra la pared y te requisen, de no poder salir de casa sin temor a que te acusen o te acosen, de ser estigmatizado, de no poder encontrarse en la esquina con los amigos sin que te azoten o insulten gendarmes y policías, o te apunten con la ithaca o la pistola y griten «todos contra la pared». La inseguridad de una violencia que se ejerce verticalmente y se dirige específicamente hacia determinados sectores.

«Parece que nos han sitiado, parece que no podemos salir de acá, del barrio… estamos sitiados».  Quien dice esto es Milton, un referente de barrio Tablada que trabaja codo a codo con otros vecinos de la zona y un nutrido grupo de chicos y jóvenes en Rancho Aparte, un proyecto barrial, comunitario y superador, en el que se dictan talleres, se enseñan oficios, se alfabetiza y hasta se fabrican muebles con madera reciclada.

Semanas atrás, con la llegada del mes de octubre, el paseo Pellegrini anunció una nueva edición de la Fiesta de la Cerveza, un evento que poco a poco se ha ido instalando en la ciudad, en el que la avenida se vuelve peatonal, se arman escenarios con música en vivo, hay variada oferta gastronómica y la gente disfruta de una noche diferente. Aunque no toda la gente. Según el relato de los chicos de Rancho Aparte, parece ser que la avenida Pellegrini no les está permitida.

«Ese sábado estábamos acá y, para hacer algo, se nos ocurrió ir a la fiesta de la cerveza», contó uno de ellos. «Cuando llegamos, estábamos por estacionar las motos y ahí nomás nos bajaron».

El relato de los chicos no tiene adornos, ni exceso de palabras ni ningún tipo de justificaciones. Es el claro reflejo de una situación que lleva años convirtiéndose en algo de todos los días, que se ha naturalizado y, en muchos casos, fomentado y aplaudido.

«Eramos seis. Fuimos en tres motos, y no alcanzamos a poner el pie en la vereda. Nos hicieron bajar de las motos a los empujones, nos pusieron contra la pared y la gente nos empezó a sacar fotos, a grabar, mientras nos palpaban y nos gritaban «¿que hacen acá, a qué vinieron? Y nosotros les decíamos ‘nada, vinimos a la fiesta de la cerveza'».

Los que quisieron hablar con Conclusión y contar lo que les pasó no lo hacen con muchas ganas. Es un relato a media voz, escueto, en el que puede intuirse tanto la rabia como el miedo y la resignación.  La policía los puso contra un muro mientras les gritaba que «no podían estar ahí y que se tenían que ir». No había delito, el único crimen que les pudieron imputar fue el «atrevimiento» de un grupo de pibes de un barrio periférico de querer ejercer el derecho de transitar por su ciudad y divertirse.

«A mi me dieron una patada y me abrieron las piernas. Y después nos revisaron a todos, como si hubiéramos hecho algo malo, nos sacaron las motos y nos echaron. Nos dijeron que nos vayamos, que no nos podíamos quedar».

Mientras todos eso pasaba, la gente comenzó a rodearlos y empezó a filmar y a sacar fotos. «Después subieron esas fotos a Facebook y una página de noticias policiales publicó que la policía nos había detenido por un robo piraña… Así nos escracharon por todos lados. La Guardia Urbana se llevó las motos y nos tuvimos que volver caminando».

«Pero lo peor de todo esto, dice Milton, es que el de la Guardia Urbana que les sacó las motos a ellos, estuvo acá hace unos días y los conocía». Acá es Rancho Aparte, el lugar donde alrededor de 60 pibes de todas las edades aprenden, trabajan, enseñan y comparten. «Vinieron a dar una charla de seguridad hace un tiempito. Y esa noche ellos le dijeron «somo los chicos de Rancho Aparte». «Al final, ¿cómo es?, se indigna Milton. ¿Son todos hipócritas? ¿Vinieron hace un par de semanas, a dar una charla, los conocen, saben lo que hacen y quienes son y después los encuentran y por poco los meten en cana? Son todos hipócritas», repite.

Rocío, otra de las chicas que forma parte del proyecto de Tablada, interviene «Lo mejor de todo es que dijeron que estaban robando y después les dijeron que se vayan. ¿Como es entonces? ¿Estaban robando pero les dicen que se vayan?».

Como si esto fuera poco, sólo uno de ellos pudo recuperar la moto. «Es que para sacarlas hay que pagar. Y es mucha plata, si te cobran de todo. Las otras dos motos están ahí y no sabemos cuando vamos a poder ir a buscarlas».

Milton también cuenta que eso que les ocurrió ese sábado es moneda corriente, les pasa a «cada rato». «Parece que no nos dejan hacer nada, que no podemos salir de acá, del barrio. Parece que nos han sitiado, que estamos sitiados. Y parece que Avenida Pellegrini es para ciertas personas. Otras veces hemos ido a comer y nos han parado. Entonces eso te da bronca y te lastima. ¿Qué onda? si nosotros tenemos derechos también».

Primero fue una plaza

Rancho Aparte tiene varios años. Es un proyecto que germinó en las calles y que, como la hiedra, fue multiplicando pequeñas raíces que se expandieron y prendieron con fuerza y siguen creciendo en el corazón de Tablada. Allí se aprenden oficios, se intercambian saberes, se dictan talleres de todo tipo y se ejercita el amor y la solidaridad.

Enclavado hoy en la esquina de Rueda y Berutti, no siempre tuvo techo. Rancho primero fue una plaza.

«El que empezó con esto fue Coco. En la plaza Italia, todos los sábados. Venía con un bolsito y nos buscaba a todos los chicos que andábamos dando vueltas para que vayamos a la plaza a tomar la leche…  y así arrancábamos todos para la plaza. Y se fue juntando gente, cada vez más chicos, cuenta Tita, una de las pibas que es parte de Rancho Aparte desde las primeras horas. Tiene quince años y lo vio nacer. «Mi papá es amigo de Coco, entonces él me iba a buscar  y después salíamos a juntar a los chicos».

El grupo comenzó a crecer y a mutar y así, poco a poco, fue generando su identidad propia. Cuando consiguieron un lugar, que según cuentan sus fundadores estaba en Amenabar al 100, surgió la posibilidad de hacer apoyo escolar para los más chicos y luego el proyecto de una huerta. Casi al mismo tiempo, los pibes que se iban sumando empezaron a trabajar con un taller de tambores que fue madurando y que poco después, con el apoyo del programa Nueva Oportunidad, se convirtió en un curso de armado de instrumentos donde se construían cajones peruanos y bongós.

«A partir de ese techo empezaron otras actividades además de las meriendas, explica Milton. «Después tuvimos que mudarnos y la tía de uno de los chicos nos prestó esta esquina. Cuando llegamos, miramos y no había nada, se llovía por todos lados, el piso era de tierra, el baño era un desastre…. Pero de a poco en dos años y medio lo fuimos arreglando. Todo a pulmón, con cosas que fuimos consiguiendo o que nos donaron. Hasta construimos un aula para alfabetización y apoyo escolar. Ahora nos va quedando chico el rancho».

A su ritmo, el taller de carpintería fue creciendo. Los pibes aprendieron a reparar y construir muebles y así surgió la oportunidad de hacer valer ese oficio. Y los pedidos empezaron a llegar. No sólo por parte de los vecinos, sino de gente que no es del barrio.

«Armamos una página de Facebook, cuenta Alexis. Y ahí vendemos lo que hacemos y sirve también para que nos contacten y hagan pedidos. Hacemos de todo: baúles, muebles, cajoneras, sillones, mesas, maceteros, estanterías… lo que pidan se hace. El único límite es la falta de madera».

Todo el trabajo se hace con madera reciclada. «Un material que se usa mucho son los pallets, explica Milton.  Y todo lo que la gente quiera donar. A veces hay más trabajo que madera y nos demoramos en entregar porque no conseguimos. Hay muchas donaciones, pero no alcanza. Hace dos años y medio que no paran de trabajar».

Los precios son accesibles y el dinero se reparte entre quienes se encargaron de hacer el trabajo menos una pequeña parte, mínima, que se destina a comprar algunos materiales.

Pero también la solidaridad es primordial para quienes sostienen Rancho Aparte. Por eso, parte del trabajo que realizan, muchas veces se convierte también en donaciones. «Hemos hecho mástiles o bancos para escuelas.  Un taller de arte para chicos que funciona en Cabin 9 necesitaba un tablón, caballetes y otras cosas y se las hicimos sin cobrarles. Si no nos ayudamos entre nosotros…», dice Milton.

Muchas otras actividades funcionan en esa inquieta esquina de Tablada. «Además del taller de carpintería, el Nueva Oportunidad tiene un taller de peluquería. Entre los dos asisten más de cincuenta chicos».

Sumado a esos talleres, hay cine, apoyo escolar, alfabetización, candombe y asesoramiento jurídico. Todo prolijamente detallado con su día y su horario en un pizarrón semioculto entre las maderas. Y como si todo esto fuera poco, están terminando de filmar su propia película.

Según cuentan entre todos, el nombre Rancho Aparte nació porque desde sus orígenes los han buscado desde agrupaciones y partidos políticos. «Pero siempre les dijimos que no, porque esto es otra cosa. Entonces quedó Rancho Aparte. Este es un lugar para la gente del barrio, o para la gente de otros barrios, para los que quieran venir. Y todos los que vienen, colaboran. Este es un lugar para toda la familia, desde los más chicos hasta los abuelos. A veces no vienen a los talleres, sino que pasan a saludar y se quedan a tomar mate y a conversar un poco».

La importancia de tener un rancho

«Yo te voy a decir lo que dijo una nena. Que Rancho es su segundo hogar», cuenta Rocío cuando quiere explicar por qué esa esquina es tan importante y le cambió la vida a todo el barrio.  «Es un lugar de contención para todos los pibes, eso es lo que piensan las nenas del barrio de 8, 9 o 10 años».

En seguida, los otros chicos agregan: «Es importante para no estar en la calle. Venís, te quedás acá, compartís con amigos», dice uno. Y otro interrumpe: «También porque venís, aprendés un oficio y te contienen, muchas veces, más que tu familia. Además no estás todo el día en la calle, no estás en la esquina. Si te quedás en la esquina pasan los milicos y te verduguean».

El tema de la violencia institucional vuelve a surgir con fuerza. Se entiende. Es una realidad cotidiana que, en este barrio como en tantos otros, se ha convertido en un tema central. Él temor más grande es a la policía y a la Gendarmería.

«Acá es así. Te paran todo el día. Cada cinco minutos paran a los pibes, policías y gendarmes. Él estaba el otro día en la puerta de la casa, ¡en la puerta de su casa!…, lo agarraron y se lo llevaron», cuenta uno de los chicos sobre otro y, como si fuera necesario aclararlo, dice: » no estaba haciendo nada».

«El otro día también. Cuando se fueron los dos profes de música acá del taller, los agarraron y los levantaron. Y si hay un grupo, ¡agarrate! empiezan a las patadas, a veces te picanean».

Los 10 o 12 chicos y chicas que participaron de la entrevista con Conclusión, se ponen ansiosos y alertas. Cuando se toca el tema, todos quieren hablar y tienen algo para decir, «anécdotas» para contar. Las voces se enciman tratando de que no se pierda la propia historia.

«Los gendarmes son terribles, apenas vinieron…nos agarraban en las plazas y nos hacían de todo. Te sacan plata, vienen y nos piden la plata que tenemos. Y te verduguean de todas formas. Y eso que ahí, en la plaza, están las cámaras», cuentan Tita y Rocío.

Alexis también habla: «No sólo te verduguean porque te pegan, también con las cosas que nos dicen. Al Chocu, que es un chico bien negrito de piel, le hicieron cantar el himno. Y cada vez que lo ven le dicen ¿que te dije? no te quiero ver a vos por acá, no te quiero ver acá… Él trabaja de albañil y no puede volver del trabajo porque lo empiezan a perseguir y a decir: «no te quiero ver acá».

«Sino vienen y te dicen: sacate las zapatillas, sacate las medias. Te cuentan hasta cinco y te tenes que poner las dos medias. Y cuando terminan de contar, rapídisimo, vos te pusiste una sola, entonces arrancan otra vez: «Sacátela de vuelta» Y cuando te la sacás; «Te dije que te la pongas… y así».

«Si estás en la calle, cuenta Rocío, se bajan de los autos con las pistolas y las itakas en la mano y te apuntan, como si fueras un choro peligroso.  No les importa si sos mujer, si sos hombre, nada. A mi me pararon acá en la esquina, en la puerta de Rancho. Yo venía con mi hijo de la escuela y me revisaron hasta la mochila del nene. Hoja por hoja la carpeta del nene. y me decían «andate a tu casa porque te levanto y te llevo». Y yo les empecé a preguntar ¿por qué? y no me daban una explicación de por qué me iban a llevar».

Milton cuenta que algunas veces también se han querido meter en la casa donde funcionan los talleres. «A veces la policía es muy obtusa, entonces se complica hablar con ellos. Siempre de una manera educada… Pero la violencia institucional que sufrimos es permanente, todo el tiempo».

Del otro lado del rancho se escucha otra voz: «Pasa que acá, al tener una gorra sos un negro y un choro, es así. Y acá la mayoría son pibes laburadores, pero no tenés derecho a volver del trabajo y sentarte en la esquina con tus amigos, porque si hacés eso, sos un choro».

Con esa injusta y violenta cotidianeidad que los atraviesa a todos, en la que se conjugan la falta de oportunidades, carencias varias y prejuicios, Rancho Aparte y todos los pibes y no tan pibes que lo transitan tratan, día a día, de cambiarle la cara a la realidad. O al menos de pintársela un poco.

«No solamente es un lugar para niños y adolescentes, sino que también llega a la familia. Por ejemplo, el padre de uno de los chicos hace fletes, entones, si tenemos que mandar un mueble se lo encargamos a él y esas cosas van fortaleciendo los lazos. Y es un lugar que tiene la puerta abierta para todos, aunque sean de otro barrios. Todos son bienvenidos, Rancho es familia».