Por Jorge Carrión*

Aunque parezca mentira, la poeta indiocanadiense Rupi Kaur, el youtuber mexicano Luisito Comunica, el empresario norteamericano Mark Zuckerberg, el escritor español Javier Castillo, la escritora china Fang Fang y el presidente de Estados Unidos, Donald Trump tienen algo importante en común. El principal canal de comunicación de los seis es una red social o plataforma. Respectivamente: Instagram, YouTube, Facebook, Amazon, Weibo y Twitter.

Cuando tienen algo que decir, se dirigen directamente a sus enormes audiencias, sin edición, sin anestesia. La idea de que el editor no es necesario se asocia con las redes sociales de mayor impacto y muchas plataformas tecnológicas. Nada debe interponerse entre el productor de discurso y su público. Nadie debe corregir, matizar, maquetar o verificar. Hay que derribar las viejas jerarquías, para que el talento brille en el nuevo panorama horizontal y democrático.

Pero eso es en realidad un espejismo, porque está claro que sí existe una intermediación. El intermediario es algorítmico. El editor, en este caso, es una fórmula matemática, una serie de protocolos automatizados que no solo se apropia de los procesos de edición: los algoritmos están editando la mismísima realidad. Ya va siendo hora de que las grandes plataformas asuman que son, entre otras cosas, las editoriales más poderosas de hoy. Editan en parte, incluso, a los medios y a las editoriales tradicionales. Versionando libremente a Juvenal, me pregunto: ¿y quién edita a las editoriales de las editoriales?

Los miles de millones de dólares que están ganando Facebook, Instagram, Twitter o Amazon con nuestro esfuerzo, nuestra artesanía y nuestro ego deberían provocar que esas gigantescas corporaciones —y su extenso parentesco— asuman su auténtica naturaleza. Les guste o no, son editores de contenidos y de realidades. Y, como hacen los editores de libros, películas, series o noticias, deberían pagar a quienes los producen para ellos.

El trabajo de los medios de comunicación y de las empresas de edición ha sido, desde siempre, una mezcla de lectura, artesanía y curaduría. De todo aquello que se crea y produce, los editores han decidido tradicionalmente lo que merece ser leído. Y han liderado un proceso que incluye la corrección, el arte, la impresión, la distribución o la mercadotecnia. De ese modo, mejoran, domestican o embellecen el texto y las imágenes de la pieza periodística o del libro. Y las hacen visibles.

Entre la producción y la recepción de textos, fotos o vídeos publicados directamente en línea siguen existiendo mecanismos de selección, filtro y publicidad. Pero son parcialmente inhumanos. Todo lo que nos llega a través de Google, YouTube o Tik Tok ha sido decidido por sus respectivos algoritmos, actualizaciones pixeladas de los tradicionales agentes de la visibilidad. Si la apuesta por un libro de una editorial tradicional se traduce en anuncios en prensa o en redes o en compra de espacio en librerías, la de Amazon —que depende de cálculos que se producen en algún lugar entre el Big Data y el machine learning— también consiste, finalmente, en destacar ese título, en hacerlo brillar en la selva oscura de internet.

Esos nuevos mecanismos de prescripción no buscan la mejora, la belleza o la verificación de los contenidos, sino su viralidad. En eso las grandes plataformas coinciden con las pequeñas fábricas de desinformación. Quienes creen —absurdamente— que los virus pandémicos han sido creados en laboratorios biológicos son víctimas de memes y noticias falsas que, muchas veces, sí han sido diseñados en laboratorios de desinformación. Mensajes que se benefician tanto de un diseño que apela a nuestros instintos más primarios como de la tendencia de internet a difundir lo que ya cuenta con gran difusión.

Se aprovechan —como dice Marta Peirano en su imprescindible El enemigo conoce el sistema— de que “Facebook puede publicar noticias falsas como si fueran reales sin temer una demanda, cosa que un periódico no puede hacer”, lo que contribuye a la existencia de un “ecosistema mediático fraudulento”. Entre las respuestas posibles a ese gravísimo problema, están la artificial y la personal. Son buenas noticias que la red social haya cambiado el algoritmo para privilegiar las noticias que estén basadas en reportería, como hizo a finales de junio; y que potencie la figura del moderador —entre el editor y el censor—, al tiempo que crea un comité de asesores en cuestiones éticas. La intermediación algorítmica debe convivir con la humana. Con esa precaria alianza Facebook modera a sus casi 2500 millones de usuarios. O lo intenta.

También en su principal dimensión editorial, la que implica la publicación constante de millones de contenidos informativos y culturales, las plataformas deberían asumir su papel de intermediadoras. Económicamente. Si el sistema que hemos heredado del siglo XX paga a los creadores un porcentaje muy bajo de los derechos de autor que genera su trabajo, el que ha emergido en el siglo XXI por lo general no paga nada. Se basa en la consigna de que tú te explotas a ti mismo. Después, con suerte, consigues articular una comunidad de fans que se autoexplotan en tu beneficio. Y de todo ese trabajo gratuito tú puedes llegar a extraer ingresos secundarios, pero quienes más se benefician son las corporaciones (y sus accionistas). Y la gran mayoría de la humanidad (conectada) sale perdiendo.

De modo que las mayores redes sociales y plataformas no solo deberían controlar los contenidos violentos y los mensajes de odio, que sabemos que están decidiendo limpiezas étnicas y elecciones democráticas. También tendrían que diseñar políticas económicas para asumir que están cocreando millones de contenidos narrativos, artísticos, pedagógicos, humorísticos y mediáticos; y actuar como editores éticos de sus trabajadores voluntarios.

El modelo de YouTube ha demostrado ser moderadamente exitoso. Los youtubers cobran según la repercusión de sus vídeos. Y, aunque parezca mentira, los artistas están ganando de media, por las reproducciones de sus canciones en Spotify o Apple Music, más del 10 por ciento de derechos de autor que ingresaban (o ingresan) por sus discos. También deberían cobrar sus honorarios, derechos, comisiones o anticipos los autores de hilos de Twitter, de historias de Instagram o de libros casi autoeditados en Amazon. Al fin y al cabo, los creadores digitales están trabajando tanto para su propia marca personal como para las plataformas. Y estas se están lucrando con los datos y con la publicidad gracias a la atención, el prestigio o el tráfico que generan sus usuarios más constantes y creativos.

*Jorge Carrión, colaborador regular de The New York Times, es escritor y director del máster en Creación Literaria y del posgrado en Creación de Contenidos y Nuevas Narrativas Digitales de la UPF-BSM. Su nuevo libro se titula Lo viral.

Fuente: nytimes.com

Foto: Dado Ruvic/Reuters