Por Fabio Montero

Dicen que los libros no muerden pero a mí una vez me mordió uno que me dejó una cicatriz que todavía tengo. Lo raro es que no era de una raza agresiva, todo lo contrario, era de esos libros que cuando uno los ve no teme acercarse. Tal vez esa sea su perversión: se dejan tocar para luego darte el zarpazo.

El libro es un bien cultural, un elemento de conocimiento indispensable para entender la complejidad del mundo. En este sentido es un derecho humano fundamental que deberían garantizar los Estados con el objetivo de alcanzar, principalmente, a los sectores que siempre quedan lejos de los consumos culturales. Sin embargo, no todos los gobiernos lo entienden así; para algunos la cultura es un bien de lujo que alcanzan solo los que hacen “mérito” para ello.

Los libros acumulan la historia y el conocimiento de la humanidad, la apasionante y la desapegada, la compasiva y la impiadosa, la que vale la pena conocer y la que no sirve para nada, la de las cosas vivas y las cosas muertas, las que hay que conservar y las desechables. Seguramente por ello, no hubo objetos más asediados.

La humanidad no tiene antecedentes de tanta persecución. Parece extraño que un cuerpo rígido, silencioso en cuanto a su sonoridad, frío, inerte, riguroso, disciplinado y a veces austero, haya despertado tantas pasiones. Tal vez, los ardores humanos que esconden sus páginas sean tan intensos que hasta los tiranos le temen. Tanto, que no pueden permitir que derramen su alboroto.

El Fraile Jorge de Burgo envenenó, según Humberto Eco, las páginas de un libro de Aristóteles dedicado al humor para que nadie pudiera tocarlo sin morir envenenado. El monje pensaba que la risa era para personas incultas y salvajes, y despojaba al hombre del temor a Dios.

El emperador Chin Shih_Huang, autodenominado “Primer emperador” mandó a quemar todos los libros anteriores a su dinastía, y junto con ellos, a los intelectuales que los habían escrito. Sus cadáveres todavía forman parte de las paredes de la muralla china. La hazaña terminó con siglos de historia china.

Los libros de alquimia de la biblioteca de Alejandría, las obras artísticas “inmorales” en Florencia, los manuscritos Mayas, los libros escritos en árabe, los de autores judíos, los republicanos, los catalanistas, los de magia, los de religión, los de política, los de arte y hasta los de niños fueron destruidos en algún momento de la historia humana. ¿Razones? Todas y ninguna.

Por distintos motivos los libros terminaron en el purgatorio. En los relatos de Manuel Vázquez Montalbán, el personaje Carvalho quema cada noche uno o dos libros de su biblioteca porque no le habían permitido “aprender las grandes verdades de la vida”. ¿Razones? Todas y ninguna.

En nuestro país la dictadura quemó libros, todos los que pudo, todos los que consideró subversivos, y otros también por las dudas. En nuestra ciudad la dictadura destruyó la biblioteca Vigil, una de las organizaciones sociales, educativas y culturales más importante de América Latina. Los dictadores son impiadosos, pero siempre le temieron a los textos.

En el fondo las obras escritas plantean un debate contra la ignorancia; ya lo sabía Dios cuando le prohibió a Adán y Eva comer la manzana del árbol del conocimiento. El saber, que siempre es poder, cuanto menos para tomar mejores decisiones, suele circular en las páginas de los manuales. No es casualidad que los déspotas, que no están dispuestos a compartir la autoridad, siempre hayan intentado su paliación.

Pero los libros no siempre fueron objetos a devastar, para muchos, es un bien que debe protegerse; y así como la destrucción responde a motivaciones políticas e ideológicas, la reconstrucción también se sostiene en ideas que entienden el acceso a la cultura como un patrimonio humano.

En este sentido, nuestro país tiene experiencia: en el año 1984 se creó un Plan de Lectura con iniciativas de promoción de textos que no alcanzó a extenderse en el territorio ni en el tiempo. La experiencia fue desarticulada, salvo excepciones, por el gobierno de Menem. En el año 2009 fue retomado por el Ministerio de Educación de la Nación que relanzó el Plan con el objetivo de formar lectores en todo el país. En ese período el programa llegó a 2.254.721 personas, y se distribuyeron gratuitamente 40.000.000 de ejemplares de cuentos y poemas y más de 15.000.000 de libros en escuelas y en espacios no convencionales.

A partir del 2016, demostrando que no todos están convencidos de la circulación democrática del saber, se desmanteló el plan y dejaron de entregar ejemplares que, incluso, ya estaban disponibles para su distribución. En diciembre del 2019 se retoma la iniciativa con la intensión de llegar a 10 millones de niños y niñas con el objetivo de cambiar la realidad del acceso desigual de la cultura escrita, principalmente de sectores vulnerables.

No se trata de tal o cual gobierno, aunque a veces incide, porque un derecho debe cumplirse más allá del gobernante de turno. Tampoco alcanza con entregar textos si detrás de ello no hay una vocación de emancipación cultural que profundice el conocimiento. Sin embargo, algo es seguro: si se garantiza el acceso al libro y la lectura, ningún tirano se animará a encender la hoguera.