Por Fabio Montero

El profesor de Filosofía y Teoría de la Educación Jan Masschelein junto al filósofo Jorge Larrosa coinciden en que la Iglesia es la “encarnación arquitectónica de la fe en Dios”, en este sentido, una sociedad que cree en Dios construye iglesias y templos. De la misma manera, acordaron que el palacio de tribunales es la “encarnación arquitectónica de la fe en la justicia” y el parlamento hace lo propio con la “fe en la democracia”. Sin embargo, cuando piensan en la escuela se preguntan: ¿en qué tiene fe una sociedad que decide construir y mantener escuelas?

Una respuesta rápida, y casi de suyo, podría proponer que es la “fe en la educación”. Entonces, la escuela es la encarnación material de la “fe en la educación”. Sin embargo, la muerte de Maxi Gerez, el pibito de 12 años asesinado por un sicario narco en Empalme Graneros, deja en claro, entre otras cosas, que la escuela es algo más que un imperativo pedagógico.

En torno a esto, las escuelas de las barriadas y sus docentes son la primera línea de defensa contra la fermentación generalizada del consumo de drogas y el narcotráfico. Los testimonios de los padres que protagonizaron la pueblada del lunes en Empalme Graneros reconocen en la escuela un lugar de hospedaje seguro, un “espacio arquitectónico” donde los chicos, al menos por unas horas, son sustraídos de las zarpas inhumanas de la violencia. Un motivo más para profesar la fe.

Una vez más, ni la primera ni la última, las escuelas asisten a una enorme cantidad de chicos que, en muchas ocasiones, ni siquiera conocen la diferencia entre el sueño y la vigilia; criaturas que rápidamente pierden la inocencia, pibitos condenados a la biosupervivencia y al goce a corto plazo.

Las maestras y los maestros de estas instituciones saben de cuidado y de asistencia, saben poner la oreja y el hombro al chico maltratado, abusado, violentado, y se hacen expertas en cuidados paliativos. Las aulas de las escuelas suelen convertirse en un laboratorio de bálsamos curativos, verdaderos analgésicos que intentan aliviar el cuerpo y el alma de los niños. Otra atribución para la fe.

En las escuelas de los barrios los tiempos del aprendizaje alternan con períodos de contención y la pelea por el pensamiento, que distingue a toda organización educativa, convive, en algunos casos, con la pelea por la supervivencia.

“Para ser alguien mejor” fue una de las frases de los padres que acompañaron las protestas por la muerte de Maxi. Sin dudas, esta frase enfática pone en la escuela la expectativa casi exclusiva de un espacio institucional capaz de transmitir valores aptos de producir personas íntegras. Otro motivo para tener fe.

En algunas escuelas la cultura toxica, como la llama el psicólogo Horacio Tabares para definir la intersección entre las organizaciones narcos y la cultura del consumo, coexiste con la cultura escolar. Una rompiendo los lazos sociales y sumiendo a las comunidades en conductas egoístas, individuales y violentas. La otra intentando hacer “buenas personas” en un contexto social que enhebra la esperanza y el llanto. Los docentes saben que en su fortaleza se define esta disputa.

En las barriadas pobres la escuela es la esperanza en un futuro previsible, la oportunidad de superar la opacidad de una vida de carencias, el sueño de un mundo, como decía Paulo Freire, donde amar no sea tan difícil.

La escritora y teórica política Hannah Arendt decía que “mediante la educación decidimos si amamos a nuestros hijos lo bastante como para no arrojarlos de nuestro mundo y librarlos a sus propios recursos” (que hoy en Rosario es como librarlos a las fauces de los narcos) y completaba la idea apelando a la necesidad de “prepararlos con tiempo para la tarea de renovar un mundo común”.

Entonces, una sociedad que construye y mantiene escuelas tiene “fe en la educación”, pero también, en la necesidad de fundar algo nuevo entre las ruinas, que prepare a las nuevas generaciones (que hoy son atacadas por “las violencias”) en “la tarea de renovar un mundo común”. Sobran los motivos para tener fe en la escuela.