Por Brian Winter*

Yo era practicamente un niño, tenía 22 años cuando me mudé a la Argentina con la loca idea de consagrarme como periodista. De manera sorprendente, el Buenos Aires Herald no tenía apuro en contratar a un tejano sin experiencia y la economía del país empezaba a verse en problemas. Yo conocía sólo a dos argentinos -ambos encantadores pero mayores que yo, con hijos y una vida desarrollada-. Así que pasé esos días sofocantes paseando por las calles y viajando en el colectivo 60 (cruzaba toda la ciudad, desde Constitución hasta Tigre, por menos de un dólar y disfrutaba de una brisa agradable) mientras devoraba empanadas, ñoquis y sandwiches de jamón y queso por un presupuesto de 70 pesos -que en ese momento eran 70 dólares- por semana.

Los fines de semana eran de lo más desolador. Leía a Borges, Arlt y Mafalda. Me daba panzadas con el canal del tiempo y hasta memorizaba las letras de una canción de Rodrigo. Finalmente, después de ver la asunción del presidente uruguayo Julio María Sanguinetti por TV de principio a fin decidí que tenía que construir una vida allí o decididamente volver a casa.

Finalmente, dos cosas me salvaron. La primera, que es un cliché absoluto, fueron las clases de tango, que se convirtieron en un buen hobby y años más tarde en un libro. La segunda, y mucho más importante, fue una docena de argentinos de Temperley, un pequeño suburbio ferroviario de Buenos Aires, a quienes conocí por un amigo en común. Ellos se conocían entre sí desde la escuela secundaria; pasaban fines de semana jugando al tenis, haciendo asados, yendo a boliches con música de los 80 hasta las cinco de la mañana. Se llamaban con apodos como «Cartera», «Lobo» o «Boti». Yo también caí, y por razones que todavía sigo sin entender, me apodaron «Caruso» a raíz de un niño actor de la época, era el único Brian que conocían. (NdeR: Brian Caruso es el actor que interpretaba a ‘Gamuza’ en la serie Cebollitas).

Yo tenía mi grupo de amigos en casa, pero rápidamente descubrí que el talento de los argentinos para formar amistades de toda la vida era especial. Estos muchachos hacían todo juntos. Tenían chistes que se mantenían a lo largo de décadas -uno de ellos siempre estaba por casarse «en la próxima primavera»- y hasta tenían un lenguaje indescifrable. También estaban abiertos a comentar sus problemas, algunos realmente muy profundos. Los problemas de noviazgos, pérdidas de trabajo y las peleas familiares eran compartidos con humor y con una sutil compasión. Se iban juntos de vacaciones: Villa Gesell, Bariloche, los glaciares. Fui invitado varias veces y no podía dejar de sorprenderme de sus vínculos, convencido -de manera correcta, al final de cuentas- de que ese grupo se mantendría unido, aún después de los casamientos, de los hijos y de las carreras profesionales que cada uno desarrollara.

El martes por la noche pensé en esos muchachos, poco después del terrible ataque terrorista en la ciudad de Nueva York, donde yo vivo ahora. De las ocho víctimas fatales, cinco eran argentinos, eran amigos que habían compartido la escuela secundaria y que estaban de viaje para celebrar el 30° aniversario de su graduación, exactamente el mismo tipo de evento que habría hecho mi grupo de amigos de Temperley. Cuando vi la foto de estos amigos reunidos en el aeropuerto de Buenos Aires, vistiendo camisetas con la inscripción «Libre», entendí inmediatamente lo que este viaje significaba para ellos. Seguramente, habían quedado «libres» por un fin de semana de las presiones habituales de la mediana edad, tanto en los trabajos como en las familias, pero reconocí también que eso era secundario. Por encima de todo, era una oportunidad única para mantener esa unión, para volver a contar esos chistes de tres décadas de antigüedad y reír hasta las cinco de la mañana.

De acuerdo a la prensa argentina, Ariel Erlij, de 48 años, quien elaboró una exitosa carrera como ejecutivo en la industria del acero en Rosario, estaba en ese grupo. Él ayudó a pagar los pasajes de sus amigos, lo que no es pequeña cosa en un país que está empezando a salir de una complicada recesión. Aterrizaron en Nueva York e hicieron un traslado rápido a Boston, donde vive actualmente otro integrante del grupo. Regresaron a la Gran Manzana el martes por la mañana y decidieron salir a pasear en bicicletas por el Bajo Manhattan. Erlij y otros cuatro amigos, Hernán Diego Mendoza, Diego Enrique Angelini, Alejandro Damián Pagnucco y Hernán Ferruchi perdieron sus vidas.

Desde aquel viaje mío, yo pude vivir en otros países de Latinoamérica y comprobé que las relaciones sociales son muy fuertes también en esos lugares. Pero insisto, hay algo especial en Argentina. Pasaron demasiadas cosas terribles allí: la brutal dictadura en los 70, la hiperinflación en los 80 y la devastadora crisis económica de 2001/02, la cual viví en carne propia (y se convirtió eventualmente en mi primera cobertura como periodista). ¿Cómo fue que no todo el mundo abandonó el país en esos momentos? Bueno, muchos lo hicieron, pero la mayoría de los argentinos que se quedaron te dirán, casi de manera universal, que fue por las relaciones cercanas. Las familiares, por supuesto, pero también por su grupo de amigos de la infancia. El talento nacional para las amistades de toda la vida representa a la Argentina en su mayor esencia. Ver eso ahora en el epicentro de una tragedia internacional, en la ciudad donde yo viví, perdónenme, me rompe el corazón.

El autor del artículo es editor jefe de la revista Americas Quarterly, una publicación basada en Nueva York y enfocada en asuntos políticos, económicos y culturales en todo el continente. La revista tiene un estilo similar al de publicaciones como The Economist y Foreign Affairs, pero con el foco puesto en América Latina