Por Rubén Alejandro Fraga

Despuntaba 1939 y el verano golpeaba sin piedad a los porteños. El calor hacía sentir su rigor en la austeridad del viejo departamento alquilado, en el segundo piso de la calle Esmeralda 22, donde aquel hombre que había batallado durante años por una Argentina mejor se encaminó con paso lento hacia las ventanas por donde se filtraba el bullicio de la calle en pleno mediodía.

Lisandro de la Torre las cerró, y notó que el almanaque en una de las paredes tenía la fecha del día anterior. Arrancó entonces el papel del taco y dejó al descubierto la hoja correspondiente al jueves 5 de enero de 1939, el último día de su vida.

Es muy probable que el fantasma de su viejo camarada y maestro, el doctor Leandro N. Alem, quien se quitó la vida en 1896 cuando era máximo referente del incipiente Partido Radical, haya sobrevolado en ese instante las penumbras de su cuarto.

Con 70 años recién cumplidos, el rosarino que llegó a erigirse en las primeras décadas del siglo XX en uno de los máximos referentes nacionales de la lucha contra la corrupción, el autoritarismo, el clericalismo como factor de poder y los negociados entre los gobiernos de turno y los grupos económicos internacionales, se sintió vencido.

Golpeado por los fracasos políticos, frustradas revoluciones, los negociados impunes que descubrió, las inequidades que no pudo vencer, las presiones económicas y el fraude electoral, De la Torre consideró que personalmente ya no podía hacer nada más para dotar a la Argentina de aquello que él consideraba necesario para su progreso y desarrollo.

Sentado en el sillón, tomó un revólver y lo apuntó directo a su corazón. El también llamado Fiscal de la Nación, habrá recordado quizás en ese instante final a sus viejos maestros como Alem y Del Valle, a su malogrado compañero de banca en el Senado, Enzo Bordabehere, a su entrañable y perdido campo de Las Pinas en Córdoba.

Sólo Dios, aquél en quien él no creía, hubiera podido torcer su decisión. Por eso, don Lisandro apretó con firmeza el gatillo del arma que destrozó su corazón. En su última carta pidió a sus amigos: “Si ustedes no lo desaprueban desearía que mis cenizas fueran arrojadas al viento. Me parece una forma excelente de volver a la nada, confundiéndose con todo lo que muere en el Universo”.

Un rosarino ilustre

“Sé que no llegaré, pero llegará la juventud si estudia, trabaja y persevera”. La cita es del ilustre político y periodista rosarino Lisandro de la Torre, quien pasó a la historia como el Fiscal de la Patria, y que un día como hoy, hace 81 años, decidió poner fin a su vida, cansado de batallar, casi siempre contra la corriente y durante muchas décadas, por una Argentina mejor.

Nieto de vascos que emigraron a la Argentina cuando España cayó bajo la espada de Napoleón, Nicolás Lisandro de la Torre nació en Rosario el domingo 6 de diciembre de 1868 y cursó sus estudios en el Colegio Nacional Nº 1. Luego partió hacia Buenos Aires donde se instaló en casa de unas tías y se recibió de abogado a los 20 años.

Por entonces, lo conmovió la prédica educativa laicista de Domingo Faustino Sarmiento. Desde muy joven, Lisandro comenzó a participar en la actividad política y se sumó a una naciente fuerza: la Unión Cívica, liderada por Leandro Nicéforo Alem y Aristóbulo del Valle, en la que también se iniciaron políticamente Hipólito Yrigoyen y Juan B. Justo. Como los anteriores, también se inició en la masonería, institución donde reafirmó sus ideales laicos y progresistas.

La frustrada Revolución del Parque, el 26 de julio de 1890, lo contó al joven abogado rosarino entre sus filas. Luego, el 30 de julio de 1893, un movimiento revolucionario de similares características se llevó a cabo en Rosario y De la Torre fue uno de los jefes de las milicias que lograron tomar la ciudad como paso previo a la caída del poder provincial. Si bien el gobierno santafesino fue tomado el 1º de agosto, el gobernador Mariano Candioti y los miembros de su gabinete se vieron forzados a renunciar poco después. Entre ellos, De la Torre, su ministro de Justicia.

En 1895, De la Torre fue nombrado director de El Nacional, el combativo diario porteño de Del Valle. Pero un año más tarde, la muerte de Alem y la de Del Valle dejaron al partido virtualmente acéfalo, agudizándose en su interior los enfrentamientos.

Un pacto entre radicales y mitristas consolidó una alianza que, para algunos, como Yrigoyen, no era más que un acuerdo con el “régimen”.

Duelo al amanecer

De la Torre, que defendía esa nueva “política paralela”, encaró entonces una personalizada lucha con quien más tarde sería el primer presidente radical. El encono llevó a Yrigoyen y De la Torre a enfrentar sus sables en San Fernando, al amanecer del 6 de septiembre de 1897, en un memorable duelo. Las condiciones pactadas no eran light: a filo, contrafilo y punta, y autorización para liquidar al oponente si uno podía lograrlo.

De la Torre era convencional santafesino del radicalismo; Yrigoyen, el jefe de ese partido, que en febrero de 1905 haría tomar como rehén en Córdoba al vicepresidente de la Nación, José Figueroa Alcorta, para intentar infructuosamente derrocar con las armas al eterno gobierno oligárquico del país –entonces representado por Manuel Quintana–, reemplazándolo por uno salido de la clase trabajadora.

Lisandro había acusado a Hipólito ante los otros convencionales de “egoísta, malsano y paternalista”, declarando a continuación que “su influencia es hostil y perturbadora”.

Inmediatamente, el caudillo lo retó a duelo con el arma que se le antojara, aunque con el deseo íntimo de que eligiera los puños. “Quiero romperle la jeta a ese cajetilla perfumado”, declaró entonces el Peludo.

El coronel Tomás Vallée y Marcelo Torcuato de Alvear, que llegaría a ser presidente de la Nación, fueron los padrinos de Yrigoyen. De la Torre, que eligió como representantes a Carlos Rodríguez Larreta y a Carlos Gómez, les dijo a éstos: “Usaré sable porque lo voy a moler a planazos a ese viejo de mierda”. Y en los días previos al lance se floreó ante ellos, en el Jockey Club de Buenos Aires, con unas elegantes fintas con el arma elegida.

Lisandro tenía 28 años, Hipólito 45, y al alba del 6 de septiembre de 1897 salieron sable en mano de uno de los galpones portuarios de las Catalinas Sur, en Buenos Aires. De la Torre era ágil y esbelto además de un eximio esgrimista; mientras que su contendiente tenía 17 años más y un gran sobrepeso, se movía con lentitud y sostenía con dificultad su arma. Habían sido amigos íntimos y ahora se odiaban con ferocidad, y de tal manera que el combate era a muerte.