El conservador cardenal George Pell, poderoso «ministro» de Economía del papa, aseguró esta semana tener «el apoyo total» del papa Francisco. Aunque muchos no lo acepten.

Era arzobispo de Sídney cuando el pontífice argentino, acabado de elegir, lo escogió en mayo de 2013 como uno de sus consejeros en el grupo de los nueve cardenales (C9), encargados de asesorarle en la reforma de la Curia Romana, el gobierno del Vaticano.

Después, en marzo de 2014, fue nombrado secretario de Economía, verdadero número 3 del Vaticano. Su misión era toda una revolución en el estado más pequeño del mundo: agrupar los servicios y someterlos a las normas internacionales, estrictas y transparentes.

Es un verdadero choque de culturas en una administración opaca y muy italiana, donde la mayoría de los funcionarios son honestos pero están poco formados, y donde todavía reina un sistema de favoritismos y pactos.

En diciembre de 2014, cambiando por completo las costumbres, George Pell reveló a la prensa que cientos de millones de euros fueron encontrados depositados (legalmente) en cajones de 200 entidades vaticanas.

Estima que la Iglesia «para los pobres», que el papa tanto defiende, no puede permitirse aberraciones contables ni malversaciones, como las que se confirmaron el pasado otoño con la divulgación de los documentos confidenciales de una comisión de expertos.

Pero en ciertos ámbitos del Vaticano, el cardenal anglosajón no es visto como una buena elección de Francisco para hacer limpieza en el sistema.

Teniendo en cuenta la sobriedad que el papa argentino predica, muchos le critican sus métodos onerosos, como recurrir a costosos gabinetes de auditoría de Estados Unidos, y su nivel de vida elevado, que lo lleva a viajar en clase de negocios.

Sus declaraciones hostiles durante el sínodo sobre la familia respecto al acceso a la comunión para los casados en segundas nupcias también lo dejan en una posición delicada respecto al papa.

Pero si todas estas divergencias dan mucho de qué hablar en el seno del Vaticano, en el exterior, son las acusaciones al prelado de haber encubierto a curas pederastas en Australia las que son más embarazosas. Acusaciones que él niega categóricamente.

Las acusaciones contra el exjefe de la Iglesia australiana incomodan a la Curia Romana, donde algunos temen que la prensa saque a relucir los escándalos sexuales en la Iglesia y en el pequeño Estado.

Especialmente cuando el cardenal multiplica las declaraciones polémicas para eximir a la Iglesia. «Si un chófer acepta a una mujer en autostop y la agrede, no creo que sea justo que la empresa de transportes sea responsable», insinuó en agosto de 2014.

En junio, el británico Peter Saunders, víctima y experto en la Comisión pontifica para la protección de los menores, atacó a Pell: «Su autoridad es inmensa en el Vaticano, y sería una gran espina en el pie del papa si debía ser autorizado a seguir en sus funciones».

Para este militante, como para otros editorialistas anglosajones, el cardenal australiano es una prueba de la voluntad de Francisco para luchar contra el encubrimiento de los escándalos pederastas.

«Un obispo que cambia de parroquia a un cura, que sabe que es pederasta, es un inconsciente y lo mejor que puede hacer es renunciar», repitió el papa en el avión de vuelta de México hace dos semanas.