Tratan de hacerlos desaparecer y los vuelven más visibles, y en lugar de empequeñecerse con el paso del tiempo, hasta caer en el olvido, se vuelven gigantes. La historia está llena de personas que no pudieron ser borradas a pesar del empeño  que se puso en ello y, sin dudas, Ernesto «Che» Guevara es un emblema de esos afortunados fracasos. El 8 de octubre de 1967, en la Quebrada del Yuro, en Bolivia, Ernesto Che Guevara cayó prisionero del ejército boliviano, tras dos horas de intenso combate. Los soldados que lo capturaron lo trasladaron a La Higuera, un poblado cercano, donde fue fusilado al día siguiente. En memoria del día de su caída en combate, el toda América Latina se conmemora el Día del Guerrillero Heroico.

La caída

Alrededor de las 10 de la mañana del 8 de octubre, una ráfaga de de ametralladora impactó sobre la pierna y el fusil del Che, sacándolo de combate. Junta a él cayó Simeón Cubas, dirigente minero boliviano, y otros dos guerrilleros. Todos fueron llevados a La Higuera, un pequeño pueblo ubicado a 300 kilómetros de Santa Cruz de la Sierra, por cuatro soldados del batallón Ranger, entrenados por oficiales norteamericanos. Una vez allí, los prisioneros fueron encerrados en una escuela que fungió de celda.

Horas después, un mensaje cifrado con la orden de darle muerte llegó a La Higuera. Dicha orden, según la versión de algunos historiadores, provenía del entonces presidente boliviano René Barrientos. Sin embargo, muchos otros coinciden en que la Agencia Central de Inteligencia norteamericana y Washington fueron parte de esa decisión. De hecho, en las primeras horas del 9 de octubre, el capitán Félix Rodríguez, un agente de la CIA de origen cubano, junto a un coronel boliviano, llego al pequeño pueblo en helicóptero con la misión de ocuparse de que la orden se ejecutara exitosamente.

El final

Hay decenas de versiones y relatos sobre las últimas horas de la vida del Guevara, su estadía como prisionero en la escuela de La Higuera y los diálogos con la maestra que le acercó el último plato de comida. Y también, son muchas las versiones de cómo se decidió su ejecución y quienes participaron de esa decisión.

La que mayor coincidencia tiene entre los historiadores que lo reconstruyeron, es que hubo una reunión entre el presidente Barrientos, y el Comando Mayor del Ejército, en la que también participó el embajador norteamericano, Douglas Henderson, quien es el que más insistió en que Ernesto Guevara debía ser ejecutado.

Quien designó al ejecutor no fue otro que el hombre de la CIA, el capitán Félix Rodríguez, que encargó la cobarde misión al soldado Mario Terán Salazar. De hecho, y según admitió él mismo en varias oportunidades, le recomendó a Terán dispararle del cuello hacia abajo para aparentar que el «Che» había muerto en batalla.

La orden se ejecutó a las 13.10 del 9 de octubre de 1967.  Algunas crónicas aseguran que antes de que el soldado abriera fuego mientras evitaba mirarlo a los ojos, el «Che» fijó en él su mirada y exclamó: “¡Póngase sereno  y apunte bien! ¡Usted va a matar a un hombre!”. Terán disparó dos ráfagas con su carabina y, mientras Guevara se desangraba, otros dos soldados entraron y lo remataron con disparos en el tórax. Un día después, el presidente Barrientos afirmó a los medios de comunicación que Ernesto «Che» Guevara había muerto en combate.

Un muerto que no para de nacer

Para que la obra de poner fin a Guevara y su legado estuviera completa, era necesario exhibir su cuerpo para luego desaparecerlo. Aseverar su caída y echarlo al olvido. El cuerpo fue trasladado en helicóptero a Vallegrande y en ambulancia al hospital de la ciudad donde prepararon el cuerpo para su exhibición. Dos enfermeras lo lavaron y limpiaron las heridas, lo peinaron y le pusieron un pantalón de pijama, ya que los militares querían que el mundo entero viera las heridas de combate que significaban la derrota de Guevara y sus ideales.

Si bien la versión oficial trató de sostenerse con todo el andamiaje del gobierno de Barrientos y sus aliados de Washington, la autopsia puso en evidencia que la falacia. Un hombre con nueve impactos de bala, dos de ellos en el tórax y otro en la garganta nunca hubiera podido llegar a pie desde la Quebrada de Yuro a La Higuera.

Para sus enemigos y detractores, y sobre todo para el gobierno de Bolivia, era fundamental terminar rápidamente con el capítulo de la ejecución de un hombre que se había vuelto bandera. Pero no querían renunciar a una evidencia contundente e irrefutable que siempre diera cuenta de que lo habían aniquilado. Con ese objetivo, la cúpula militar discutió la posibilidad de embalsamar su cabeza y sus manos, mientras esperaban una identificación concluyente. Algunos mandos se opusieron a la decapitación pero todos acordaron en quedarse con las manos, que le fueron amputadas antes de enterrarlo en la clandestinidad, lo que ocurrió en la madrugada del 11 de octubre.

Esa noche, se decidió hacer desaparecer el cuerpo, con el objeto final de borrar todo rastro de su memoria y de que La Higuera no fuera un lugar de peregrinación para quienes tanto lo idolatraban. Desde el hospital, lo habían transferido a un cuartel cercano, donde se habían previsto cuatro tanques de combustible para incinerarlo. Sin embargo, cuando advirtieron que sin un horno crematorio, el proceso sería muy lento y el olor no iba a pasar inadvertido en un lugar pequeño e inundado de periodistas de todo el mundo, se resolvió con un entierro secreto y clandestino. Así, Ernesto Guevara fue arrojado a una zanja junto a la pista de aviación con los cuerpos de otros seis guerrilleros, y permaneció oculto por 30 años, hasta el 28 de junio de 1997.

Aún así, los cálculos de sus matadores y los ideólogos de la aniquilación de su pensamiento fallaron desde el primer minuto. La cobarde ejecución y la posterior desaparición sólo contribuyeron a engrandecer una figura que ya era mítica. Sus discursos y su ideología política se plasmaron en panfletos, paredes y remeras, se tornó camino e inspiración y a partir de su muerte, renació como bandera.