Por Alejandro Maidana

En los balances contables, el pasivo reúne las obligaciones o deudas que una empresa o entidad tiene pendientes de pagar en el futuro, tanto las deudas a corto plazo como las deudas a largo plazo. Tales pasivos merecen particular atención por parte de inversores y analistas financieros en tanto interesa definir la capacidad de la empresa o entidad para cumplir con sus obligaciones de pago en el futuro.

Sin embargo, en ese conjunto de obligaciones y deudas, no se contabilizan los daños no compensados producidos en forma directa e indirecta por las actividades productivas a las comunidades locales o a la sociedad en general, ni los daños ambientales; como así tampoco se contabiliza el valor de los servicios recibidos del ambiente, que hacen posible las actividades productivas y que no son compensados o contabilizados como costos de producción.

De esta manera emerge un pasivo socioambiental o ecosocial que debería ser asumido como una deuda hacia los titulares del ambiente, hacia la comunidad o país donde opera la empresa. En una interesada simplificación de la realidad, los economistas de la corriente principal asumen el tema como “fallas” del mercado frente a “externalidades” que no le permiten al sistema de precios informar correctamente. Por ello concluyen que no deben ser los responsables del daño quienes paguen la reparación o compensación requerida, sino que tales pasivos deben correr a cuenta de la sociedad en su conjunto, ya sea ignorando absolutamente el tema o mediante mecanismos de internalización que, en realidad, son mecanismos de translación de los costos a la sociedad, que permiten a las empresas ser falsamente competitivas.

Historizando sobre la médula extractiva de américa latina, podemos encontrar que la misma siempre estuvo ligada a lo que esta región del planeta podía ofrecer en el intercambio comercial. Pero claro, todo proceso extractivo debe tener como meta una transición que permita la sostenibilidad y el desarrollo con inclusión, algo que supo encaminar Bolivia, mientras que en Argentina la profundización del modelo sigue su destructivo cauce.

>>Te puede interesar: Extractivismo: dependencia, pobreza y deuda externa

Un buen ejemplo lo tenemos con la agroindustria en la que, al no asumir sus pasivos ecosociales y externalizarlos nos hacen creer que es un modelo capaz de producir alimentos baratos. Para la campaña 2007-2008 el ingeniero forestal Carlos Merenson, realizó una estimación del pasivo ambiental del monocultivo de soja en Argentina en el que solamente contempló erosión de suelos; pérdida de nutrientes; deforestación y carbono alcanzando un valor de aproximadamente USD 4.500 millones. No considerando otros factores significativos como agua virtual o los muchos y muy graves impactos sociales.

Cabe destacar que los pasivos ecosociales resultan sumamente importantes en el análisis crítico de las actividades extractivistas. Carlos Merenson es Ingeniero Forestal, se desempeñó como Técnico en el Departamento de Investigaciones Forestales del ex Instituto Forestal Nacional y Director General de Recursos Forestales en la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación. Ocupé el cargo de Gerente Forestal de la Corporación Forestal Neuquina – CORFONE. Se desempeño en la Secretaría de Ambiente de la Nación, desde su creación en 1992, ocupó los cargos de Director de Recursos Forestales Nativos; Director Nacional de Desarrollo Sustentable; y el de Director Nacional de Recursos Naturales y Conservación de la Biodiversidad, como así también ocupó el cargo de Secretario de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación.

Con la intención de conocer detalles imprescindibles al momento de analizar minuciosamente el impacto del modelo productivo actual con principal anclaje en el agronegocio, Conclusión dialogó con Carlos Merenson, palabra autorizada y calificada para poner en relieve el preocupante «Pasivo Ambiental» que acorrala a la Argentina.

– ¿Qué características tienen las actividades extractivistas?

-De manera general se trata de actividades capital intensivas, impulsadas, directa o indirectamente, por corporaciones trasnacionales, que en sus operaciones implican la extracción de grandes volúmenes de recursos naturales, teniendo en cuenta aquí que, si bien el resultado final pueden ser pequeños volúmenes, ello se logra por medio de la remoción de enormes volúmenes de suelos y rocas, procesos de alta ecotoxicidad e impacto ambiental. A lo anterior se suma que las actividades extractivistas muestran un bajo o nulo procesamiento en origen, con un destino principal de exportación; todo ello desarrollado en países que tienen una alta dependencia de la extracción y exportación de recursos naturales, como lo son los países del sur global. Debemos tener en claro que las actividades extractivistas no pueden ser calificadas como sostenibles. En conjunto los extractivismos configuran un modelo socioeconómico al que podemos denominar extractivo-exportador que no es sinónimo de desarrollo, antes bien se puede afirmar que conduce a precarizar el concepto mismo de desarrollo, vaciándolo de las transformaciones que debieran venir con él.

– ¿Qué actividades extractivas predominan en nuestro país y que origen tiene este modelo?

Califican como actividades extractivistas la minería a gran escala; la explotación de hidrocarburos y las monoculturas de exportación. Como lo propone Horacio Machado Aráoz, el origen del reparto del mundo se formaliza en 1494 cuando se firma el Tratado de Tordesillas entre España y Portugal, donde se establece el espacio geográfico de los sujetos propietarios y el mero espacio de los objetos poseídos, abriendo las puertas a la economía de rapiña desplegada por la economía, mundo europea que, hacia 1870, comienza a mutar a un extractivismo articulado al mercado mundial, modelo extractivista que, a partir de la década de 1950 cobra un crecimiento exponencial con el establecimiento de la sociedad de consumo manteniéndose hasta nuestros días, ya sea como paleoextractivismo neoliberal o como neoextractivismo progresista.

–  En Argentina, ¿cuál es la actividad extractivista hegemónica?

El modelo agroindustrial exportador y de manera particular, las monoculturas transgénicas para la exportación, pueden ser consideradas como hegemónicas entre las actividades extractivistas de nuestro país. Su análisis crítico resulta sumamente importante porque permite visualizar claramente las relaciones metabólicas entre sociedad y naturaleza a la par que su evolución histórica, permite analizar el modelo causal del extractivismo. También su análisis introduce la contradicción hambre-malnutrición en un mundo con graneros repletos; introduce el debate sobre los límites del crecimiento y sobre el papel de la tecnociencia en la configuración del futuro; permite analizar el concepto de sostenibilidad y es clave en el debate político-ecológico actual.

– ¿Por qué resulta importante analizar la sostenibilidad de nuestros sistemas de producción y distribución de alimentos?

-Porque ha sido la insostenibilidad de la producción de alimentos, la inseguridad alimentaria el factor que desencadenó el colapso de muchas de las civilizaciones que nos precedieron como es el caso del colapso de la civilización Sumeria o el ocaso de los Mayas. Si bien la civilización industrial parece ser menos vulnerable al colapso que las antiguas -como sistema complejo que es- no queda excluida de la posibilidad de alcanzar su punto de caos, punto en el que la sociedad llega a ser tan críticamente inestable que, de una manera u otra, tiene que iniciar un proceso de cambio y en ese proceso, la inseguridad alimentaria, que está aumentando en el mundo por la combinación de diferentes factores, particularmente el cambio climático global, puede volver a ser la que nos precipite a un colapso.

– ¿Cuál es línea histórica que se puede trazar desde el ingreso de los transgénicos en 1996 a esta parte?

-Creo importante mencionar que previo al ingreso de los transgénicos, la línea histórica de agroindustria comienza, como consecuencia de la primera revolución termo-industrial, con una transición desde una agricultura de subsistencia, a la agricultura intensiva británica. A continuación de la misma continuó una transición al denominado dry-farming que se desarrolla en las grandes planicies de América, de Australia y del sur de Rusia, hasta llegar a la década de 1950 en que se inicia la denominada primera revolución verde, caracterizada por la selección genética de nuevas variedades de cultivo de alto rendimiento, producción extensiva de gran escala, riego, uso masivo de fertilizantes químicos, pesticidas, herbicidas, tractores y otra maquinaria pesada. En la década de 1970, con el desarrollo de la biotecnología e ingeniería genética para la creación de organismos genéticamente modificados (OGM) y el posterior establecimiento, en la década de 1990, de monoculturas transgénicas extensivas, el uso de alta tecnología y de agroquímicos se inicia la segunda revolución verde o como algunos la denominan: la revolución dentro de la revolución. Argentina es uno de los países que tempranamente se suman a esta segunda revolución verde ya que el cultivo de transgénicos se inició en la campaña 1996-1997, cuando se aprobó la siembra comercial de soja transgénica resistente al herbicida glifosato y se sembraron aproximadamente 170.000 hectáreas. A partir de allí se registra un crecimiento exponencial del área sembrada alcanzando en la campaña 2020-2021 más de 17 millones de hectáreas de soja transgénica que, sumado al área sembrada con otros cultivos transgénicos, como maíz, algodón y colza convirtieron a Argentina en uno de los principales productores de cultivos transgénicos en el mundo.

>>Te puede interesar: El 60% de las tierras de la provincia de Santa Fe se encuentra en manos del 0,06% de la población

En cuanto a la línea histórica en el desarrollo de la agroindustria de monoculturas transgénicas en Argentina, primero necesitamos diferenciar los periodos de desarrollo de nuestro país que, de manera general, son el de “transición” desarrollado desde 1810 a 1852, el “agro-exportador” de 1852 a 1930, el de “sustitución de importaciones” de 1930 a 1976, el de “apertura económica con hegemonía financiera” de 1976 a 2001 y el “neoagroexportador” de 2002 a nuestros días. Entre 1996 y 2002 se puede identificar la etapa de introducción y adopción del modelo agroindustrial de monoculturas transgénicas, a partir del cual y ya dentro del periodo neoagroexportador se desarrolla una etapa de expansión entre 2003 y 2012, alcanzando en la campaña 2011-2012 un área sembrada de más de 23 millones de hectáreas de cultivos transgénicos y una etapa de consolidación entre 2013 y el presente, etapa en la que se mantuvo estable el área sembrada con cultivos transgénicos en alrededor de 24 millones de hectáreas anuales.

– ¿Este explosivo avance del modelo solamente se produjo en Argentina?

-No, este nuevo modelo agroindustrial se desarrolló también en Brasil; Uruguay; Paraguay y Bolivia generando una comunidad de intereses económicos y hasta culturales y políticos de tal intensidad que -conjuntamente- ha conducido a la creación de la que podríamos denominar una “Unión de Repúblicas Productivistas Sojeras” (URPS) que, si tuviéramos que identificar su capital, ella sería Sinop, en el Estado de Mato Grosso, Brasil. Se trata de una alianza entre grandes productores agroindustriales locales y las corporaciones internacionales que los proveen de insumos y exportan sus producciones, reunidos y asociados por una mancomunidad de intereses económicos y de principios básicos que hacen a su organización: no tolerar la interferencia de los gobiernos en sus negocios; usar todos los recursos de los gobiernos para mantener y acrecentar sus privilegios; estimular el individualismo; no tolerar la interferencia del trabajo asalariado; no pagar más que lo absolutamente necesario para sobrevivir; consagrar al lucro como el único motivo de toda acción productiva y hacer de la competitividad y la productividad la razón de vivir.

Las cinco Repúblicas Productivistas Sojeras que integran la URPS muestran algunos importantes rasgos en común que transmiten a los países de los que forman parte: una muy alta monopolización y extranjerización de la producción y comercialización de granos en general y soja en particular; una muy alta dependencia genómica y agroquímica de los países centrales; importantes asimetrías en el comercio y aumento de los déficit comerciales; un acelerado proceso de concentración de la tierra; un acelerado proceso de primarización y transnacionalización de la economía; muy alta vulnerabilidad económica asociada con los fluctuantes precios de las materias primas; gran vulnerabilidad asociada con su absoluta dependencia respecto de los menguantes combustibles fósiles; muy graves impactos ambientales, particularmente en materia de deforestación y desertificación; muy graves impactos sociales, vinculados a migraciones y daños a la salud; crecientes conflictos distributivos y creciente confusión social que lleva a la recuperación de las vertientes neoliberales del productivismo, como en Uruguay y Paraguay; e incluso, al surgimiento de expresiones de extrema derecha, como en Brasil y como también lo fue el intento golpista en Bolivia.

– ¿Cuáles fueron las principales características de este nuevo modelo agroindustrial?

-Como consecuencia lógica de la base tecnológica que lo sustenta, este modelo definió una clara tendencia hacia la concentración de la producción en: muy pocos países, en muy pocas especies y en muy pocas empresas hegemonizando el mercado mundial de semillas, de agroquímicos y de biotecnología. Es esta inédita concentración del poder sobre la seguridad alimentaria, la que por sí sola, torna al actual modelo agroindustrial en una grave amenaza para la seguridad alimentaria. Otra característica es que la aplicación del modelo, al liberar organismos genéticamente modificados, constituye un acto de contaminación genética del ambiente y conlleva riesgos entre los que podemos destacar las transferencias horizontales de los genes introducidos desde ellos a individuos de especies silvestres emparentadas; efectos indeseables sobre insectos beneficiosos; ocurrencia de recombinaciones genéticas productoras de nuevas versiones de virus patógenos e introducción de resistencia a herbicidas que puede conducir a un aumento del uso de agroquímicos.

>>Te puede interesar: El otro campo toma la palabra

Otra característica es su vulnerabilidad frente a plagas y enfermedades como así también frente a los cada vez más frecuentes e intensos impactos del cambio climático, vulnerabilidad derivada de la extrema uniformidad de las monoculturas transgénicas. Si bien se trata de un modelo de alta productividad, en tanto se empleen grandes cantidades de fertilizantes y agrotóxicos; tales beneficios no alcanzan a mejorar la vida de los trabajadores rurales, sector donde la mecanización ha significado un aumento del desempleo y la migración, mientras que, para los pequeños propietarios, ha conducido a un aumento en sus endeudamientos para la obtención de los cada vez más sofisticados insumos y el consiguiente aumento de la pobreza y también de su migración.

– ¿Qué patrones de degradación del ambiente se pueden identificar en Argentina por la expansión del modelo agroindustrial de monoculturas transgénicas?

-El primero es el que Rabinovich y Torres identificaron como Síndrome de Agriculturización, que se centra en la Pampa Húmeda, enfocado esencialmente en los cambios de uso del suelo que operan en esa región destinados a aumentar la producción de cultivos para la exportación a expensas de los usos ganaderos, lo cual se manifiesta en el cambio de la proporción del uso agrícola y ganadero de sus tierras. Tales cultivos se encuentran asociados a tecnologías de insumos y a la concentración de los recursos productivos, que llevan a una mayor degradación y contaminación del ambiente, y a la exclusión social de productores con menores recursos. Basándome en lo anterior he propuesto la existencia de un patrón de degradación ambiental que se asemeja al de Agriculturización solo que su efecto es interregional y sus consecuencias son más graves en términos sociales, ambientales y económicos; patrón al que identifico como Síndrome Pamphúmedo en el que el cambio de usos del suelo no solo se manifiesta por cambios en la proporción de agricultura y ganadería, sino que, además, se verifica un masivo proceso de conversión de usos del suelo, principalmente en la forma de deforestación. A ello se debe agregar la vulnerabilidad socioeconómica que caracteriza a las regiones donde se registra el avance de la frontera agrícola que queda reflejada por los indicadores sociales más desfavorables del país.

El creciente aumento en los precios internacionales de los granos, impulsado como resultado de las tendencias no resueltas de limitación de la oferta y crecimiento de la demanda, sirvieron de aliciente para el aumento en la producción agrícola basado en la intensificación de un paquete tecnológico integrado por el empleo conjunto de variedades de alto rendimiento (fundamentalmente transgénicos), agroquímicos y mecanización, que forman la base de la moderna producción agroindustrial. Si bien ello redundó en el aumento de los rendimientos, por sobre todas las cosas, facilitó la expansión de la frontera agrícola hacia regiones marginales extra pampeanas en las que las condiciones naturales del ambiente restringen el uso agrícola.

El síndrome Pamphúmedo, se manifiesta como un síndrome de “sobreexplotación” e implica una sistemática violación a las leyes de la sostenibilidad. Su desarrollo llevó a la degradación e incluso destrucción de los ecosistemas naturales en las áreas de expansión de la frontera agrícola. La deforestación, el sobrelaboreo y sobrepastoreo que le son inherentes, llevaron a la degradación de los suelos, al avance de la desertificación y a la pérdida de la diversidad biológica en todos sus niveles. Como así también, condujeron al aumento de las concentraciones de plaguicidas en la cadena alimentaria. Mediante la importación de un modelo basado en el despliegue intensivo de energía, capital y tecnologías agrícolas, no solo se impactó sobre la base natural de la producción, sino también en la estructura social, en tanto se importaron métodos de producción ajenos a la región que profundizaron la situación de marginación al enfrentar a las comunidades locales y aborígenes a una degradación cada vez mayor de su ambiente natural.

>>Te puede interesar: Avellaneda no es solo Vicentin

Ello redundó en el aumento de la pobreza, el éxodo rural, una mayor vulnerabilidad a las crisis alimentarias, así como el aumento de la frecuencia de los conflictos políticos y sociales por los recursos escasos. Un factor externo que aumenta la virulencia del síndrome “pamphúmedo” lo constituyen las políticas proteccionistas y los altos subsidios de energía, materias primas y otros aprovisionamientos por parte de los países desarrollados que agudiza la sobrexplotación en los países del sur global y conduce a una desenfrenada externalización de los efectos ambientales

-Ante un escenario que interpela tanto el presente como el futuro ¿Puede existir una agroindustria sostenible?

-Si nos atenemos a las características distintivas del modelo agroindustrial y las contrastamos con los criterios básicos de la sostenibilidad, tales como: reducir a cero las intervenciones acumulativas y los daños irreversibles; tasas de recolección de los recursos renovables iguales o menores a las tasas de regeneración de estos recursos; explotación de recursos naturales no renovables, con tasas de vaciado iguales a la tasa de creación de sustitutos renovables y tasas de emisión de residuos iguales a las capacidades naturales de asimilación de los ecosistemas a los que se emiten esos residuos se concluye que estos criterios operativos están muy lejos de ser satisfechos por el modelo agroindustrial de monoculturas transgénicas el que ha demostrado que origina degradación, erosión y pérdida de fertilidad de suelos, pérdida de diversidad biológica, gravísimos daños a la salud humana y biosférica, cambio climático, agotamiento de los bienes necesarios para el futuro, concentración de la riqueza, desplazamiento de poblaciones humanas, fomento a la especulación, y su talón de Aquiles, que lo torna absolutamente insostenible: su total dependencia de los menguantes y ecocidas combustibles fósiles, muy particularmente, su dependencia del petróleo en momentos en los que urge abandonar los combustibles fósiles (tanto por limitaciones de fuentes, como saturación de sumideros).

– ¿Cuáles son los datos que demuestran esta dependencia de los combustibles fósiles?

-Aquí tenemos que referirnos a un término que no resulta familiar para quienes analizan las “bondades” del modelo agroindustrial, me refiero al transumo de energía y materiales que circulan por este sistema productivo, donde el 95% de las entradas energéticas provienen del petróleo. Se trata de un modelo que, en lugar de apoyarse en un flujo de energía renovable, como lo ha sido durante siglos, ha pasado a apoyarse en combustibles fósiles y recursos no renovables, transformando a la actividad agraria en un proceso que exige un aporte energético superior al que posteriormente ofrece en forma de alimentos, en otras palabras, el modelo agroindustrial es un modelo energéticamente deficitario y, en consecuencia, es un modelo insostenible. En promedio requiere el suministro de 10 Kcal (95% del petróleo y solo 5% del sol) para entregar 1 Kcal en forma de alimento. Como vemos, cuando consumimos productos agrícolas o carne, la mayoría de la energía bioquímica que ingerimos no procede del sol, sino del petróleo.

– ¿Existe un conflicto entre energía y alimentos?

-En tiempos pasados, las alzas del precio de los alimentos generalmente se relacionaban con el tiempo meteorológico y eran siempre temporales. La situación actual es diferente. A medida que escasea el petróleo y para intentar compensar esa baja en la oferta se construyen más y más destilerías de combustible de etanol, los precios del grano del mundo se incrementan hacia su valor equivalente de petróleo, en lo que parece ser el principio de una subida a largo plazo. Las economías del alimento y de la energía, históricamente separadas, se están combinando. En esta nueva economía, si el valor del combustible del grano excede su valor como nutriente, el mercado lo desplazará hacia la economía de la energía. A medida que aumente el precio del petróleo, también lo hará el precio del alimento y si los precios del grano suben desmesuradamente, los conflictos por alimentos se generalizarán y la inestabilidad política en países de baja renta que importan su grano, puede tornarse incontrolable y entre otras consecuencias, puede llegar a interrumpir el progreso económico global.

– ¿Es necesario abandonar el modelo agroindustrial?

-No solo es necesario, sino que urge iniciar la transición desde el insostenible modelo agroindustrial hacia un modelo agroecológico. Pensemos que, además de muchas de sus características, algunas ya detalladas, el cénit del petróleo y la urgente e indispensable descarbonización de la economía, marcarán el cénit de la energía total y el fin de la sociedad fosilista y con ella, obviamente también, el fin de la agroindustria. Es la fragilidad del modelo energético la que torna frágil al modelo agroindustrial y lo convierte así en grave amenaza. Pocos perciben que este modelo hegemónico de producción agrícola lejos de ser la perfección de progreso es un verdadero disparate. Parafraseando a Jorge Riechmann se puede afirmar que nos estamos comiendo la Tierra en lugar de comer de la tierra y estamos devorando petróleo en lugar de alimentarnos con la luz del sol.

– ¿Es la agroecología la alternativa al modelo agroindustrial?

-Sin lugar a dudas, la alternativa es el modelo agroecológico que resulta intensivo en conocimientos, trabajo y diversidad, se caracteriza por hacer uso de la energía solar, se basa en imitar muchas de las estrategias que utiliza la naturaleza para dar estabilidad a los sistemas (en lugar de contrariarla), no requiere del empleo de agroquímicos ni de insumos externos al ecosistema y es lo suficientemente productivo como para alimentar adecuadamente a la población, en definitiva, un modelo realmente sostenible. Pensemos que, para alimentar una población de 10.000 millones de habitantes, utilizando la actual superficie de cultivo mundial, se requiere de un rendimiento de 1,7 tn/ha de alimentos, rendimiento que la agroecología, aun la más auto-restrictiva puede producir prácticamente para todos los tipos de productos.

>>Te puede interesar: Catalejo TV: el pasivo ambiental del modelo sojero

Parafraseando a José Luis Porcuna se puede decir que nos han acostumbrado a entender que la agricultura debe ser intensiva, de altos rendimientos, un modelo de monocultivos y control de plagas concebido como una guerra química. Pero en realidad existe otra agricultura, sostenible de verdad y no por ello de bajos rendimientos, intensiva en trabajo y en conocimiento. Un buen ejemplo lo tenemos con el denominado método Aigamo desarrollado por Takao Furuno que consigue casi duplicar la cosecha de arroz y cuenta con las características que debería tener todo método alternativo de producción de alimentos: emplea energía solar, funciona en un ciclo cerrado (todos los nutrientes se producen in situ), no hace uso ni de herbicidas ni de insecticidas industriales y el sistema no necesita insumos externos. Otro buen ejemplo lo tenemos con la Permacultura desarrollada a mediados de la década de 1970 por dos ecologistas australianos.

La agroecología permite salir del insostenible lema: de todo, en cualquier lugar y en cualquier momento, propio del paradigma agroindustrial, para pasar al lema: lo propio del lugar y de la época, en cantidades adecuadas. La seguridad alimentaria solo la puede garantizar un modelo que se base en la ecoeficiencia; biomímesis; equidad; dieta baja en carne; soberanía alimentaria y la autolimitación.