Por Fabrizio Turturici

Frente a una tribu del África profunda, donde el tiempo no existe y el presente se dibuja como el pasado más remoto, un blanco agita los brazos desde su bicicleta. Las incontables pedaleadas que necesitó para alcanzar ese punto del mapa resultan insignificantes comparadas a la satisfacción de estar conociendo un mundo totalmente nuevo.

Bajo el sol incesante, algunos niños -ágiles como atletas- se escapan de los brazos de sus madres para corretear alrededor de Favio Giorgio, aquel argentino que parece venir del futuro. Más allá, unas mujeres dejan de lavar la ropa y el jefe de la tribu se va acercando para recibir al invitado. Siempre una sonrisa para ofrecer lo mejor que tienen al de afuera. Así es que el ciclista estaciona “La Estrella”, con la que pronto seguirá viaje, y comienza a sumergirse en sus costumbres, que relatará en esta entrevista de Conclusión.

Atrás quedaron los peligros del camino: desiertos, enfermedades, animales salvajes y civilizaciones peligrosas. Todos los contratiempos se esfuman en un segundo cuando un desconocido le presta cama a un completo desconocido y se sienten tan a gusto juntos. Al día siguiente, Favio desayuna algo ligero y se dispone a seguir pedaleando. Ese día en la aldea, la familia se despertó más temprano para despedirlo con gran emoción, una imagen que no se borrará para ninguno de los presentes.

Se dice que el africano permanece en estado de inerte espera. ¿Se imagina el occidental una vida donde el tiempo y el dinero no existen, o son factores elásticos que pueden moldearse por el hombre y no al revés? “De los africanos aprendí que la pobreza espiritual no se puede comprar como la material”, responde Favio Giorgio, rosarino de 51 años que está cumpliendo su sueño de darle la vuelta al mundo sobre pedales. Ya hizo América y África y planea seguir por Europa y Asia.

“Canalla y guevarista; asmático y alérgico”. Con estas palabras se define el mismo que recorrió 33 países de África en 31 meses, trazando más de 35.800 kilómetros a bordo de su bicicleta, desde Tánger hasta Ciudad del Cabo, en la costa oeste, para luego trepar hacia el norte hasta las pirámides egipcias de El Cairo. Durante la travesía tuvo que soportar una malaria que lo dejó al borde de la muerte, el abandono de su compañero de ruta y una manada de elefantes salvajes, entre otras cosas.

A la entrevista pactada en una biblioteca céntrica de la ciudad de Rosario, Favio llega como no puede ser de otra manera: a bordo de su bicicleta y junto a un viejo amigo de aventuras. De la piel marchita por el sol africano no quedan rastros, pero sus ojos oscuros siguen reflejando experiencias únicas que empezará a contar con gran avidez.

“Comenzamos a recorrer África inspirados en películas como Tarzán y series como Daktari. Lo gracioso fue cuando quisimos buscar los sets de grabación y nos dimos cuenta que habían sido invenciones de Hollywood. Pero bueno, seguiamos con el interés de conocer la flora y fauna, de convivir con las tribus nativas. La cultura es tan diferente que al principio te resulta chocante, pero luego vas abriendo los ojos y aceptás lo que ves», explica con naturalidad antes de disponerse a las preguntas.

—Estando en África, ¿por qué te interesaste más en conocer las humildes aldeas que los opulentos palacios?

—Para conocer un lugar hay que estar con la gente del pueblo. Esto es algo que me permite el hecho de viajar con bicicleta, porque en el trascurso voy parando en distintos lugares. Al pasar pedaleando, me tocó ver niños llorando porque nunca habían visto un blanco en sus tierras. Yo quería conocer la cultura, cómo viven. Tienen un sistema tribal en el que le dan importancia a la familia y a los ancianos, que son valorados de verdad. Son muy generosos entre todos, incluso conmigo que era un visitante extraño.

—¿Cómo encajaste dentro de esas tribus?

—Al principio fue desconcertante, más para ellos que para mí. Piensan que el blanco es millonario, colonizador y que trabaja en multinacionales. Entonces de repente ven a uno que les pide lugar para quedarse y no lo pueden creer. Luego uno empieza a hablar y entra en sintonía, se forma una linda relación. Al otro día te despide la familia entera, viene gente del pueblo para saludarte, entonces uno se va con lágrimas en la cara. El africano siempre te recibe con una sonrisa y te hace sentir especial cuando estás con ellos.

—Me interesa detenerme en las historias mínimas…

—Uh, millones… Lo más risueño es que ellos hablan lengua local, entonces no hay manera de comunicarse más que con gestos. Los nenes te corretean al lado tuyo, alrededor de la bici, quedé impresionado con la velocidad que tienen. Con los que hablan inglés, muy pocos, se han dado lindas charlas donde cada uno nos enseñamos un mundo totalmente diferente. Estuve trabajando en un orfanato en Kenia, di charlas sobre el racismo y sobre realizar los sueños, porque la vida se nos va antes de lo que pensamos…

—¿Cómo se lidia con la soledad?

—Tengo una profunda fe en Dios y el Universo, por lo que todos los días estoy hablando con ellos. Me relaciono con la gente, me gusta parar cada dos horas y media para interactuar con personas. A la noche siempre pido un lugar para dormir. Lo positivo es que soy millonario en tiempo, entonces manejo mi vida y la destino a cosas lindas. Ésta es una clara diferencia con África: nosotros vivimos corriendo y para ellos el tiempo es algo que no existe. Ahora hago esto y después veré.

—Y es un poco lo que hiciste en tu viaje, improvisar sobre la marcha, porque muchas cosas no podías planificarlas de antemano…

—Lo lindo de estas aventuras es que uno se lanza a lo incierto. Pero me africanicé, porque uno se acostumbra al lugar. El africano te regala su tiempo que es un bien preciado. Y aprendí que también está bueno tener un momento de aburrimiento, un momento de compartir en familia sin mirar el reloj. No se puede ser plenamente feliz pensando constantamente en el futuro, ellos tienen una única visión que es el presente.

—Ya hablamos de la faceta linda del viaje, pero también quiero preguntarte sobre tus dificultades: enfermedades, animales, contratiempos…

—La costa oeste es la más complicada, porque la otra es la que hacen la mayoría de los ciclistas. Somos nada más que doce personas en el mundo quienes recorrimos ambas. Lo más peligroso fue lidiar con las enfermedades, sobre todo la malaria y el ébola. Además de los caminos en mal estado, los repuestos de bicicleta que no se consiguen o los animales salvajes que te podés cruzar. La delincuencia en algunos países es mucha, la policía y el ejército son corruptos. La señalización en la ruta no existe, el calor, los mosquitos, el agua no potable. Con lo que menos problemas tuve fue con la comida y la vivienda. La gente te ofrece lo mejor que tiene, pero sigue existiendo esa barrera cultural por nuestra visión occidental. Yo decidí salir de la zona de confort y no me arrepiento de nada.

—¿Te rozaste con la muerte?

—Con mi compañero tuvimos malaria y paludismo. Fue en Sierra Leona, cada uno cuidó del otro pero nos fuimos contagiando, así que estábamos muy debilitados. Mi amigo se bajó en Luanda y yo tuve que seguir solo, lo que significaba un desafío, pero nunca pensé en abandonar. Para mí sólo existe el plan A, no hay alternativas, porque cuando uno tiene otras opciones las termina escogiendo en momentos complicados. Con respecto a lo anterior, tuve malaria dos veces con diferencia de 17 días, estuve con 26.000 plaquetas, muy cerca de la muerte. Pero para mí siempre era seguir viviendo, esas cosas no las pienso.

—¿Sentiste peligro en situaciones con animales?

—La emoción es grande porque ves cosas que sólo creías posibles en los documentales. Leones, guepardos, hipopótamos, cebras, jirafas en su hábitat natural. Me habían dicho que tenga cuidado con las manadas de animales, sobre todo con los elefantes chiquitos. Si mueven las orejas y levantan las patas, te están diciendo que te vayas. El elefante te advierte, el búfalo te embiste directamente. La cuestión es que en una ruta de Zambia, iba con la bici y me crucé con un elefante chiquito. Hice todo mal: clavé los frenos y saqué la cámara para filmarlo. Al levantar la cabeza, veo a la madre mover las orejas y levantar las patas. Giro la vista y se me viene otro desde el otro costado. Nunca pedaleé tan rápido como ese día, por varios kilómetros; después me reía y me sentía mal por meterme en su hábitat, pero en ese momento me llevé un susto enorme.

—Aprendiste de respeto a la naturaleza pero también al ser humano.

—Cuando uno pasa por una aldea, la gente está afuera y te saluda. Al acercarte, hablás con el jefe de la tribu en una señal de respeto y por lo general te reciben de la mejor manera. El lugar más complicado fue Etiopía, un país muy sufrido para los viajeros. En la ruta te suelen pedir dinero y cuando no le das, te tiran piedras, te escupen o te empujan. Tuve que resistir, pero la pasé mal, porque no es grato que se te acerquen sin saber qué van a hacer.

—¿Cómo fue alcanzar la meta después de tantas complicaciones?

—Fue un orgullo recorrer la «U» de África, porque debemos ser menos de doce ciclistas en todo el mundo quienes lo logramos. Padecí mucho durante el viaje y al llegar, me faltaba un abrazo, alguien que me esté esperando, pero no había nadie. En las pirámides de Egipto me encontré con un grupo de ciclistas que hablaban inglés, así que fue emocionante. Si llegué a la meta, fue por la ayuda que tuve desde cada lugar del mundo. La contención y el apoyo son, muchas veces, más importante que lo material.

«Trato de ser feliz en el lujo o en la pobreza, en las comodidades o en las dificultades, porque aprendemos a base de golpes”, concluye Favio Giorgio, quien ya se reencontró con su bicicleta La Estrella en España, para hacer el camino de Santiago de Compostela en honor a una amiga suya. La aventura continuará, ahora con acento europeo.

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