Una suerte de mujer total, de personalidad hierática y avasallante, la escritora, ensayista, traductora, editora, feminista y mecenas Victoria Ocampo nació hace 130 años, en el seno de una familia de la aristocracia argentina de aquellos tiempos, en pleno centro de la Ciudad de Buenos Aires, y si el legado de su trabajo se suele valorar con bastante exactitud no sucede lo mismo, al parecer, con su obra escrita.

Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo Aguirre fue la mayor de seis hermanas; la menor fue la también poeta y escritora Silvina Ocampo.

Nacida el 7 de abril de 1890 y educada en su hogar y en diversos idiomas, el primer viaje a Europa con su familia, a los seis años, dejará una fuerte huella en su personalidad y decretará su futuro de alma cosmopolita: en aquellos viajes futuros se vinculará con los artistas e intelectuales más relevantes de la época, que llegarán a la Argentina de su mano, entre ellos Rabindranath Tagore, Roger Caillois, Le Corbusier, Graham Greene y Albert Camus.

En 1931 Ocampo fundó la revista Sur, emprendimiento cultural único en la historia argentina, que se publicó a lo largo de cuatro décadas, llegó a editar más de 300 números y fue el espacio donde se difundieron las obras de autores locales por entonces poco conocidos como Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, pero también extranjeros como Walter Gropius, José Ortega y Gasset, Octavio Paz, Federico García Lorca, Gabriel García Márquez y Gabriela Mistral.

 

Años después fundaría la editorial del mismo nombre, donde aparecieron libros de Aldous Huxley, Virginia Woolf, Vladimir Nabokov, Jean-Paul Sartre, Jack Kerouac, y Henri Michaux.

En su libro “La máquina cultural. Maestras, traductoras y vanguardistas” Beatriz Sarlo describe así aquel infrecuente pasaje de la aristocracia del dinero a la aristocracia del saber: «Su historia es la de una ruptura lenta, trabajosa, nunca completa, con el chic conservador de la ‘gente de mundo’, y la firma de un pacto de identidad con la ‘gente de letras y artes’. Elige la nobleza de toga frente a la nobleza de renta de la que provenía. Se desplaza, no fácilmente, de una elite a otra”.

No se señala con suficiente frecuencia el rol fundamental que Ocampo tuvo en la lucha por los derechos de las mujeres desde comienzos del siglo XX; junto a su amiga Maria Rosa Oliver fundaron en 1936 la Unión Mujeres Argentinas cuando faltaban años para que las mujeres pudieran siquiera votar; la UMA reclamaba derechos civiles y políticos, amparo a la maternidad, protección del menor e incluso disminución de la prostitución.

La ensayista Ivonne Bordelois lo dice así: “Fue feminista mucho antes que Eva Perón. Abogó por el voto femenino. Rompió con muchos moldes, fue la primera en manejar un auto en Buenos Aires y tenía independencia en elegir a sus amantes, algunos mucho más jóvenes que ella”.

Ernesto Montequin, crítico y traductor, albacea del legado de Silvina Ocampo y curador académico de Villa Ocampo, hace una completa descripción de su legado: “Hace exactamente un siglo Victoria Ocampo se propuso construir algo para lo que no había, ni siquiera fuera de la Argentina, modelos consagratorios ni ejemplos ilustres: la mujer moderna. Para lograrlo tuvo que ensanchar los límites de lo posible, aun de lo imaginable para una mujer de su clase, y abrirse paso en un territorio menos inexplorado que inexistente», señala.

«En ese derrotero no tuvo otra hoja de ruta -no era vanguardista: era moderna- que su intuición y su terquedad, a las que debemos un legado tangible que incluye la primera casa racionalista de la Argentina en 1929, las copias de ‘Un perro andaluz’ y de ‘Entreacto’ que se estrenaron en Buenos Aires ese mismo año y se exhibieron durante las décadas siguientes; y la existencia sostenida, entre 1931 y 1971, de la única revista cultural argentina que fue tan leída fuera del país como dentro de él», analiza.

«Su legado intangible no es menos amplio, pero hoy prefiero destacar su pasión casi patológica por la literatura, y la libertad con que ejerció su voracidad -por libros, por personas, por ciudades- sin dejar de asumir jamás, con insolencia y elegancia, todas las consecuencias”, resume Montequin.

El crítico y escritor Hugo Salas agrega: “Lejos de los prejuicios que suelen reducirla al papel de mecenas, Ocampo estuvo mucho más cerca de ser una versión anticipada de lo que hoy llamamos un gestor cultural. Desde esa posición, no solo invirtió una considerable cantidad de tiempo y dinero, sino que a lo largo de alrededor de cincuenta años consiguió articular el apoyo de distintas instituciones con el objetivo de favorecer no solo la recepción de distintos bienes culturales extranjeros sino también la exportación o lo que hoy llamaríamos ‘posicionamiento’ de la producción cultural local en el mundo (en esto, sin duda, su mayor éxito fue Borges). A Ocampo le debemos incluso la formación de distintas instituciones como la SADE, el PEN y el Fondo Nacional de las Artes”.

Otro aspecto poco destacado de su trayectoria es su rol como ensayista y cronista: Ocampo publicó numerosas obras escritas, entre las que destacan la serie de “Testimonios” y su “Autobiografía”, que comenzó a escribir en 1952.

Sobre este peculiar olvido, Montequin destaca: “Es extraño que el auge reciente de la crónica no haya descubierto en ella a una precursora, como si la crónica sólo pudiera nacer del viejo periodismo alimentario o de la magnanimidad actual de fundaciones iberoamericanas. Porque Victoria Ocampo fue una cronista hedónica, compulsiva».

«Por eso, más que la rauda y reticente autobiografía de edición póstuma, recomiendo los volúmenes de ‘Testimonios’ -publicados entre 1935 y 1977- en los que ella misma compiló sus crónicas y artículos. Son un mural tumultuoso de la cultura del siglo XX donde las figuras menores no están dibujadas con menos precisión ni intensidad que las mayores. ¿Acaso hay otra obra en nuestra literatura donde convivan Los Beatles y Paul Valéry, un peinador de damas y damitas porteñas y Le Corbusier, Coco Chanel y un linyera del bajo de San Isidro, todos narrados por una voz intrínsecamente argentina?”, concluye Montequin.