A 25 años de su muerte, la figura del bandoneonista y compositor Astor Piazzolla impone una certeza: nadie escribe tango sin acudir a su referencia y, acaso por esa misma razón, la obra del músico que atizó y amplió los horizontes de una estética también puede ser observada como un riesgo para aquellos que se detienen en la copia y en la repetición de un estilo.

Con la ambición de cruzar el lenguaje de lo popular y lo culto, Piazzolla emergió del mejor linaje de la tradición tanguera -la orquesta de Aníbal Troilo-, a la que luego desafió para, finalmente, instalarse en el canon que hoy ocupa.

Su legado trasciende un género, pero la pericia compositiva y la amplitud de su enfoque prevalecieron por afirmarse en ese lenguaje popular y local que tan bien conocía a pesar de su crianza neoyorquina.

Formado en la música erudita y entrenado en el discurso musical del jazz, Piazzolla impregnó al tango de una estética más rica y compleja, con un estilo singular y poderoso que combinó elementos nuevos con el pulso natural del género. Fue un derrotero árido y, por momentos, errático.

A los 8 años, su padre le regaló un bandoneón e inició sus estudios, que tuvieron una etapa esencial en Nueva York bajo las enseñanzas del pianista húngaro Bela Wilda, discípulo de Serguéi Rachmaminov.

La historiografía oficial del tango se complace en destacar su temprano encuentro con Carlos Gardel en Manhattan, en 1934.
Fue durante la filmación de la película «El día que me quieras», donde Piazzolla interpretó a un canillita. Detrás de escena, el joven Astor le mostró a Gardel su pericia con el bandoneón. «Vas a ser grande, pibe, pero el tango lo tocás como un gallego», sentenció el cantor.

De vuelta en la Argentina, Piazzolla inició en 1941 una etapa de estudio decisiva: teórica con Alberto Ginastera y práctica con la orquesta de Troilo, en la que fue bandoneonista, primero, y arreglador, después.

A menudo Troilo debía moderar sus composiciones para no espantar a la ortodoxia tanguera y, sobre todo, para aplacar las quejas de sus propios músicos, que necesitaban horas de estudio para llevar al escenario las partituras del bandoneonista.

En 1944 abandonó la orquesta de Troilo para formar una propia, que acompañó al cantor Francisco Fiorentino, pero la experiencia sólo duró hasta 1949 cuando Piazzolla, decidido a investigar nuevos horizontes artísticos, abandonó el tango y el bandoneón para estudiar otras sonoridades.

Volvió a la Argentina en 1955 y formó el Octeto Buenos Aires (dos bandoneones, dos violines, contrabajo, cello, piano y guitarra eléctrica), que fue motor de innovaciones compositivas y significó la ruptura definitiva con el formato tradicional.

La revulsiva experiencia del Octeto continuó apenas hasta 1958, cuando Piazzolla lo disolvió para emprender un viaje a Nueva York donde trabajó como arreglador. De esa etapa surgió el célebre «Adios Nonino», escrito a raíz de la muerte de su padre.

En 1972 Piazzolla se radicó en Italia e inició una serie de grabaciones, entre ellas «Libertango», con las que se ganó la admiración del público europeo, con un registro menos tanguero y con mayor arraigo comercial.

En sus últimos años, acaso los de mayor difusión de su música, intensificó su exploración en la música sinfónica. Murió el 4 de julio de 1992 afectado por una trombosis cerebral.

Su obra, inmensa, encontró inspiración en las innovaciones de Osvaldo Pugliese en piezas como «Negracha» o «La Yumba», pero sobre todo en aportes extraños al género como los del pianista y compositor de jazz estadoundiense George Gershwin.