«Rebeca, una mujer inolvidable», que cumple sus rutilantes 80 años, no solo fue la primera película filmada en los Estados Unidos por Alfred Hitchcock y un ejemplo de cine industrial que marcó un punto de inflexión en pleno período bélico; fue también la confirmación del estrellato hollywoodense de Laurence Olivier, su protagonista masculino.

El hombre venía de rodar «Cumbres borrascosas», con Merle Oberon con dirección de William Wyler y también acababa de casarse con Vivien Leigh, quien lo había acompañado al nuevo continente como su novia y terminó protagonizando «Lo que el viento se llevó», película por la que ganó  un Oscar.

Por cierto que «Larry» ya tenía tenía su fama como actor teatral y shakespeareano no solo en Londres sino también en Broadway, pero su incursión en la Meca del cine le limó cierto hieratismo, lo humanizó y «Rebeca…» hizo lo suyo para convencer al público que lo romántico también estaba en su equipaje.

La película comienza con un recorrido sobre los brumosos jardines de la residencia de los recién casados. «Anoche soñé que volvía a Manderley», dice la protagonista en off y es su único comentario de ese modo en todo el metraje- y da a entender que lo que viene pertenece al universo de la imaginación o los sueños.

Curiosamente, el personaje principal (Joan Fontaine) no tiene nombre, es simplemente la nueva esposa de «Max de Winter» (Olivier), un mundano que la elige para ese papel como ha elegido otros objetos gracias a su riqueza y posición social, así que en su inocencia de novata la chica se siente fuera de lugar.

Hasta ese momento había sido dama de compañía de una mujer de alcurnia y enamoró a su galán en Montecarlo, en momentos en que él aún no podía olvidar a su primera esposa, que falleció pero cuya presencia no ha desaparecido de Manderley y cuyo retrato -fatalmente parecido a la recién llegada- preside una parte de la mansión, además de permanecer obsesivamente en el ánimo de la «Señora Danvers», un ama de llaves jugada con maestría por Judith Anderson.

De más está decir que a la esposa sin nombre la luna de miel le dura muy poco: en esa mansión rural británica en la que el lord vivió el amor de su vida junto a «Rebeca», su primera mujer, la vida se le transforma en un infierno cotidiano; por el comportamiento hostil del ama de llaves y porque dentro de sí misma la figura de su antecesora empieza a ser un fantasma de temer.

No será la última vez que Hitchcock utiliza la sobreexposición de identidades femeninas; 18 años después y ya con una carrera consolidada en Estados Unidos, puso a Kim Novak a luchar, en «Vértigo», contra los espectros que atormentaban a James Stewart, que además sufría de pavor a las alturas.

En «Rebeca…» Hitchcock incorpora elementos dramáticos que no estaban en el original de Daphne du Maurier porque el cine es capaz de hacer visible esos ambientes claustrofóbicos y ajenos para la recién llegada y darles un alma, una textura, unos elementos de clase prácticamente inexpugnables.

A la protagonista se le hace difícil la comunicación con su esposo, amable aunque indiscernible, pero su mayor martirio proviene de esa gobernanta que empieza a ser dueña de sus acciones privadas, le marca los pasos a dar y de todos modos le señala que le será imposible ocupar el lugar de su predecesora.

Con una composición física que aúna la rigidez con el sufrimiento, la gobernanta está empeñada en demostrarle su lealtad a la vieja patrona aun después de muerta y mantenerla viva en todos los detalles de convivencia, en un desprendimiento personal que conduce claramente a un amor tal vez correspondido.

En algún momento Max de Winter le confiará a su esposa detalles de la muerte de Rebeca: su muerte accidental al hundirse el yate en el que estaba durante una fiesta, su propia responsabilidad en el hundimiento y la posibilidad de un suicidio porque la difunta tendría una enfermedad incurable.

Es entonces cuando, por fuera de la pareja, que intenta sobrevivir con esos tristes recuerdos, el ama de llaves -que es la que empapa la mansión con las amarguras de su espíritu- provoca un final apocalíptico que le confiere un protagonismo inesperado.

El rodaje de «Rebeca…» estuvo marcado por la II Guerra en Europa y Hitchcock estaba muy preocupado por el temor de que fuera bombardeada Londres, donde estaban sus familiares; pero además influyó la inseguridad de Joan Fontaine, cuya relación con Olivier era tensa, porque él hubiese querido que el papel lo hiciera Vivien Leigh.

Además, el productor David O. Selznick estaba incómodo por la forma «inglesa» de rodar de Hitchcock, que preparaba concienzudamente sus planos y los resolvía en una sola toma, lo que le dificultaba a él mismo meter mano en el cuarto de montaje, como solía hacer con otros directores.

Eso enardeció a Hitch, que fue uno de los primeros que se animó a declararle la guerra a un poderoso como Selznick, que intervenía antojadizamente en sus películas y sacaba y ponía directores -«Lo que el viento se llevó» tuvo tres-, lo que lo hacía un tipo temido por su personal.

Hitch usó su flema británica y su inteligencia; se burló de los espías que Selznick le mandaba al estudio con frases soeces pronunciadas por lo bajo, fue intransigente con su elenco, confió en su propio talento, así como en su fotógrafo George Barnes y dejó para el cine una película que para muchos es inolvidable.

«Rebeca» tuvo su espectacular première en Miami, Florida, el 21 de marzo de 1940 y siete días después se estrenó con toda la pompa en Nueva York; en Buenos Aires se conoció en junio de ese mismo año.