Para el cine, la vida de los hombres y mujeres que por alguna razón trascendieron en lo suyo y son recordados por su obra, en general tiene un momento que en donde todo comienza a tener sentido, como en “Ferrari”, la biopic de Michael Mann sobre el mítico fundador de la Scudería Rossa, que abarca solo unos meses de 1957, cuando Enzo Anselmo Giuseppe Maria Ferrari estuvo a punto de perder su empresa y, a la par, su vida personal implosionaba.

Protagonizada por Adam Driver, que da vida al “Commendatore” -llamado así con respeto por todos en el pueblo de Maranello en donde tenía su fábrica-, como es habitual en la filmografía de Mann (“Colateral: lugar y tiempo equivocado”, “Ali”, “El informante”, “Fuego contra fuego”, “El último mohicano”), de lo que se trata es de mostrar a personajes que saben lo que hacen y actúan en consecuencia, aún cuando alcanzar su objetivo signifique afectar (casi siempre de manera negativa) la vida de los que los rodean.

Con una Italia saliendo de la posguerra, en 1957 Enzo Ferrari sigue adelante con su fábrica de autos de carrera y apenas presta atención a la producción de vehículos para un mercado de lujo, un accionar empresarial que lo pone al borde de la quiebra financiera, aunque mantiene su deseo de ocupar el podio con sus autos en la famosa carrera Mille Miglia.

Pero además, en una combinación letal entre negocios y vida personal, el Commendatore comparte la titularidad de la fábrica con su esposa Laura (Penélope Cruz), con quien está separado de hecho por sus continuas infidelidades y, sobre todo, porque lo hace responsable de la muerte de su hijo Alfredino, que estaba enfermo de distrofia muscular. Sin embargo, Laura solo exige que su esposo vuelva de sus aventuras amorosas para el desayuno, un acuerdo que se mantiene trabajosamente hasta que se entera que su marido tiene una amante estable, Lina Lardi (Shailene Woodley), con la que tuvo un hijo en 1945.

Si es posible superar el despropósito que significa retratar la vida de un personaje tan prototípicamente italiano con un relato hablado en inglés y en un grado superior de ridiculez, con acento peninsular, la película es otro capítulo del estilo de Michael Mann, tan elegante como los lustrosos autos de carrera de la Scuderia de Maranello.

Adam Driver compone a un frío protagonista y ese trabajo es funcional a la historia, en tanto los problemas económicos y personales no tienen casi peso específico para el empresario, con una ambición precisa y afilada que no admite distracciones como los arranques de furia y reproches de su esposa Laura, que Penélope Cruz trabaja desde la expresividad extrema, al borde de la exageración que, como en tantos otros casos, el cine anglosajón estereotipa a la cultura latina.

Pero volviendo a la puesta, si con el correr de los años Ferrari se fue convirtiendo en sinónimo de distinción, Mann disfruta y se divierte al agregar a su natural elegancia para filmar la belleza de los objetos, ya sea las líneas voluptuosas del diseño de los autos o el noble vestuario del propio protagonista.